Crónica de rodaje de Aballay
Enviados: Daniela Tremouilles,
Marcelo Landi y Mariano Colalongo
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Fuimos a Tucumán invitados por Fernando Spiner. Presenciamos el rodaje de su próxima película, Aballay, un western de gauchos basado en un cuento de Antonio Di Bendetto. Spiner trae entre luces este proyecto hace dieciocho años, cuando dió por primera vez con el cuento Aballay. En ese momento comenzó a implicar situaciones su deseo de realizar la película. Tras varios años de trabajo en el guión, una productora de Toulouse (Francia) pareció disponer de fondos para su realización, pero finalmente no llegó a concretarse. Spiner reescribió la primera versión del guión junto a Javier Diment y Santiago Hadida, coguionistas de la versión definitiva. Con ese guión Aballay gana el premio del concurso del Bicentenario otorgado por el Instituto Nacional de las Artes Audiovisuales (INCAA), aún cuando en La sonámbula (1998) planteara junto a Piglia su visión crítica sobre 2010. Finalmente Spiner pudo rodar Aballay entre abril y mayo en Amaicha del Valle, en los valles Calchaquíes, históricas tierras de quilmes y amaichas. Allí estuvimos mientras el equipo de Aballay transcurría su cuarta semana de rodaje.
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Antes pasamos unos días en San Miguel. Tras un día de viaje en tren nos recibió una primaveral mañana de sábado. De aquellas horas en el vagón son estas palabras de la bitácora del señor Landi:
“El tren se desliza veloz y bamboleante entre los rieles, en una soporífera linealidad que zigzaguea los campos. Entre el liviano aire de viaje los panaderos y otras partículas flotan violentados por los sacudones y los ventiladores que parecen hélices de aviones.”
Aprovechamos la escala en San Miguel para ver al Lobo, que se jugaba la permanencia en Primera División con San Martín de Tucumán. En un partido jugado con mucho nerviosismo, y gracias a la cabeza gandalfiana de Teté González, Gimnasia ganó 1 a 0 y prolongó el sueño de permanecer en la categoría. Era una buena señal para los días que vendrían, que palpitábamos con una emoción que venía de tiempos arcaicos, la remota infancia de westerns frente al televisor los sábados a la tarde. Salpimentaba el buen ánimo del equipo de La ventana que ese western fuera hecho en Argentina y por Fernando Spiner y su gente, quienes nos hubieran llevado a la luna en la nave Estanislao. También el viaje en tren, en términos de procesión arcaica hacia el western gauchesco, salpimentaba. Y también encontrar aquella cálida gente de Amaicha que, en palabras del actor de San Juan y Boedo, Claudio Rissi, representan una síntesis de humildad y sabiduría.
Después del partido, que volvimos a revivir en Fútbol de Primera, se apagaron las luces hasta el otro día. Bien temprano en la mañana tomamos el micro hacia Amaicha, a unos 165 km. de San Miguel. A través del vidrio del Aconquija, mientras salgo de un ensueño de unas horas, veo que el paisaje cambia abruptamente y me reincorporo a la ventanilla: de la selva pasamos vertiginosamente a las nubes y después a la estepa con valles de cardones, y con ellos como centinelas llegamos a Amaicha. Puestos los pies en tierra nos dirigimos a La Guarida y dejamos el equipaje; después nos lleva el Galleguito en su remis hasta El Remate, a unos 8 km del pueblo de Amaicha. Allí nos encontramos, por darle un giro aristotélico, al cine en pleno acto.
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Tímidos y respetuosos nos presentamos ante el equipo. Nos recibió Spiner con cálidos abrazos y tratamos de no alterar nada más durante los próximos minutos. Nos movíamos con extrema cautela, acaso demasiada. Había mucha gente que iba de un lado al otro de La Pulpería (construída para la película por el equipo de arte y la comunidad de Amaicha, que hará de ella un centro cultural). Nosotros, siempre como en el medio, atinábamos a buscar el espacio donde no molestar. Filmaban una de las secuencias inciales. La riña de gallos, con extras locales. Había un sector destinado a la filmación, el patio de La Pulpería, y otro para la cabina de dirección, donde junto a Claudio Beiza, el director de fotografía, Fernando Spiner debate las escenas frente al monitor que reproduce la riña que en el patio toma la cámara. De pronto miro alrededor, en una inmensidad de valles desérticos (o poblados de cardones) hay un motorhome, gente que va de acá para allá, dos camiones, una carpa, una cocina, baños químicos, un grupo electrógeno que no para de funcionar, y más allá unos caballos que intentan pastar en el yuyerío ralo, y parecen libres pero también están afectados por el ángulo de encuadre.
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Corre viento en El Remate, la tierra seca comienza a levantarse, las potentes y costosas cámaras “Red One” se llenan de polvo, los asistentes de cámara las limpian con pinceles y cepillos. La cabina de dirección es protegida por una gran sombrilla y metros de media sombra. El sol tampoco es un factor ausente en las consideraciones. Menos súbito que las ráfagas de viento, su persistencia cambiante es una lucha para Beiza y sus asistentes, que mueven los paneles que refractan luminosidad sobre la imagen debatida en el monitor. Pudimos comprobarlo sobre todo en Tiupunco, al segundo día. Es una de las locaciones más importantes del rodaje, donde filmaron el duelo final entre Aballay (Pablo Cedrón) y Julián (Nazareno Casero). En Tiupunco estuvieron dos o tres días filmando; el primero bajo el sol arrasador de Amaicha; los otros, aunque sin llover (casi nunca llueve), con el cielo encapotado amagando con simulacros. La physis complicó a la techne en todos los niveles, aunque al director de fotografía y a los continuistas sobre todo. “No hay nada mejor que filmar en estudio. Te tomás el 64 en la esquina de tu casa y te metés allí, donde ninguna de las variables atmosféricas pueden intervenir” había dicho Spiner, refiriéndose a Adiós querida luna, en la entrevista que le hicimos en marzo en la oficina de producción del barrio de Belgrano. En mayo, en Tiupunco, comprobaba cuán cierta era la proposición, cuando por una cuestión de luminosidad no pudieron continuar con la escena del duelo entre Aballay y Julián, que había quedado sin concluir del día anterior. Esa indecisión de la luz por descubrirse exigió una respuesta rápida. Perder dos o tres horas de un día de rodaje en una película de bajo presupuesto, con un equipo de primer nivel (macanudos todos) pero disponible 6 semanas y 12 horas por día, puede ser fatal, incidir en el guión y en todas las variables que dependan de él: montaje y fotografía sobre todo. La cuestión es que tuvieron que cambiar rápidamente el programa de filmación pensado para ese día. Y para nosotros, que espectábamos siempre “en el medio” y sabíamos que ese día finalizarían la escena del duelo, fue una experiencia de rodaje sin igual. Se separaron rápidamente en dos equipos: el A a cargo de Spiner, y el B a cargo de Diment (director asistente). “Dos estilos completamente diferentes, y está bueno eso, le da otro dinamismo” nos dijo Claudio Rissi, en una entrevista que, si lo logramos, presentaremos en formato documental. El aventurero Diment armó su set en una F-100 desde la que realizarían un travelling de Julián (Nazareno Casero) mientras cabalga sobre un río seco, seguramente buscando a Aballay. Además de las dotes de Diment para la dirección de riesgo, merece un comentario la estructura que armó el equipo de cámara en la caja de la F-100: con unos arneses y unas cuerdas atadas a su cuerpo lograron colgar al camarógrafo, que buscaba el mejor encuadre abrazando la “Red One”. A 500 m de allí, el equipo A realizaba tomas de mayor precisión, con Aballay (Cedrón) de pie observando o durmiendo horizontalmente, pero siempre encima del caballo. Digo precisión no tanto por las acrobacias de Cedrón, que en la entrevista para el documental confesó ser un hombre “de a caballo”, sino más bien por Spiner, que descubría encuadres y angulaciones disfrutando del trabajo minucioso.
Ambos equipos, separados o juntos, demostraron gran profesionalismo y resolución en los momentos difíciles. Y nosotros, con el sol o el viento como ingredientes de la imagen, comprendimos la metáfora de “estar en la cocina del cine”.
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Los cardones no eran iguales cuando volvíamos de Amaicha. Tampoco “Quilmes” y mucho menos la “Avenida Calchaquí”, ya en territorio bonaerense. Porque, entre esos días de rodaje, realizamos el ascenso al Pucará de la Ciudad Sagrada de los Quilmes (hoy llamadas Ruinas de Quilmes), donde conocimos la ciudad de la Guerra y la ciudad de La Paz. La historia nos trae el relato de una gran resistencia de los Quilmes al colonizador español, que culminó con la extradición de este pueblo calchaquí en una sangrienta caminata de mil quinientos kilómetros hasta ese lugar del conourbano llamado “Quilmes”. En el ascenso al Pucará, Sebastián Pastrana, guía nativo que también actúa de “Pastrana” en Aballay, nos explicó que el Pucará es la Ciudad de la Guerra, una fortaleza en tiempos de invasión. En tiempos de paz y serenidad, la vida de los Quilmes transcurría entre la caza y la agricultura en la Ciudad de la Paz, que queda protegida por el Pucará (donde mayoritariamente ascendía la casta militar), construido a las laderas de una estratégica montaña. Pastrana, cual si fuera Pitágoras, nos dijo que los cardones comenzaron a crecer cuando en la Ciudad Sagrada ya no quedaba nadie, después de la aterradora caminata de los Quilmes. Y de pronto era curioso advertir la cantidad de cardones-ancestros que había alrededor del Pucará, esa conjunción entre mística y matemática. Hechado en la butaca del Aconquija, me sentía observado por los cardones. Y más que observado reclamado: “Que esta historia sea dicha”.
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Seguramente nuestro viaje fue mucho más intenso que lo que estas palabras logran expresar. Por suerte, llevamos una cámara con la que tomamos algunas imágenes, de la filmación y de la comunidad diaguita-calchaquí Amaicha- Quilmes. Con esas imágenes intentaremos hacer un documental. Agradecemos a Spiner, Sandra, Nicolás, Sebastián, Oriana, Julieta, Eliana, a los dos Colo (cámara y luces), a Gaviota (el mejor utilero del cine argentino), y a todo el equipo de producción de Aballay; al cacique amaicha Dr. Eduardo Nievas, de sabias palabras; a Silvia Villalba de Terramama Posta Cultural, porque hizo que diéramos con la coplera Celia Segura de Andrade; a la coplera Celia por su hermosa copla y las enseñanzas que nos dejó en veinte minutos de entrevista.
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