Editorial: el freak

A decir verdad, cuando pensamos un nombre para esta revista se nos ocurrió el estridente y poco fértil Engendros raros. Francamente, nos parecía la definición más sincera para un cuerpo habitado por el cine y la filosofía. Más tarde, investigando sobre el asunto del freak en el cine, aparecieron Todd Browning y Lynch, pero también Paul Morrisey y Herzog (otra vez) con esa de los temibles enanos. Todas las hipótesis acerca de esa elección nos parecían posibles. Estábamos decididamente confundidos: tanto desconcierto revelaba cierta insistencia irracional por el nombre. Finalmente optamos por La ventana indiscreta; pero porque en el fondo guardaba alguna conexión con la idea de freak.
Luego, la peculiar incidencia del destino nos llamó con su escalofriante repetición: la posibilidad de dar a luz nuestra revista en un festival de la ciudad llamado Festifreak nos pareció redundantemente maravillosa; y allí fuimos, apurando todo: ajustamos las tuercas de una nave que estuvo preparándose año y medio en el hangar, y salimos a planear por las calles con Hitler (era Bruno Ganz) como freak absoluto de la portada.
Actualmente, nuestro apego a ciertos barbarismos de la naturaleza nos hacen reincidir, y estamos a la búsqueda de un concepto de freak cuyo desarrollo todavía no bajamos al papel pero que -no teman- no tendrá al führer por garante. Valga todo esto para declarar el contenido indudablemente freak de este tercer número. Como saben nuestros lectores, las ediciones anteriores estuvieron dedicadas a temas específicos. El número 1 resultó el más específico de todos, quizá un ejercicio redundante, sobre un tema polémico y sensible: La caída y la figura pretendidamente humana de Hitler. El número 2 fue más general y proponía una diversidad de miradas que no pasaron desapercibidas: se trató del cine nacional (y de nuestro anhelo metafísico por la Luna).
En cambio, esta vez nos fuimos a presentar el número 2 a Mar del Plata; cuando volvimos empezó el año y, para este número 3, no hubo reuniones que trazaran geografías ni zonas de disección, sino la más abierta propuesta al libre ejercicio de escritura de nuestros pensadores. Este verdadero triunfo de la democracia —ya verán— redundó en calidad de pensamiento y devino en octaedro, acaso la más freak de las perfectas figuras geométricas. Cada cara, cada artículo de nuestra revista intenta escenificar cabalmente la idea de esas imágenes cinematográficas guardadas en la retina. Podrán ver el trazado cruelmente moral de Lars Von Trier en Dogville, a cargo de Ricardo Forster, o el recurrente out-of-law con que nos inquieta el cine norteamericano, a cargo del Dr. Moran, o una vuelta a Whisky por Esteban Rodríguez, bailar con Madam Satá, o profundizar sobre V de vendetta y Hostel, del expandido género de la estilización de la tortura. También lo podrán oír a Fabián Bielinsky, directo de nuestro reporter, elucubrando alrededor del problema de la identificación y la relación que se genera con el público. Pero acaso el detalle freak más querido de este tercer número sea nuestra cobertura del 21° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. De todo aquello salimos ilesos, incluso metamorfoseados en periodistas, y pudimos cumplir también con un objetivo denominado enfáticamente operación glamour: volvemos con algunas reseñas, un encuentro sabático (luego de una semana de laburo) con la Pocahontas de Terrence Malick, y la entrevista que le hicimos a Fabián Bielinsky -a mediados de abril y en Buenos Aires, bien lejos, por cierto, del craso glamour de Mar del Plata.

Dogville


Por Ricardo Forster

Von Triers no deja de sorprenderme. Dogville es un film notable, intenso en su penetración implacable de la moralidad; su lenguaje nos inquieta desde el comienzo mostrando con fina lentitud de qué modo se guarda en las acciones humanas la tendencia a la perversión, el juego a través del cual el amor se transforma en violación.

Intuimos, desde la primera escena, que algo extraordinario sucederá en ese pequeño e insignificante pueblito: apenas un conjunto de casas perdido en un valle de montaña en el que viven unas pocas familias sin otra expectativa que la reiteración infinita de su rutina. Una eternidad abotargante pero tranquilizadora los acompaña en cada uno de sus actos. Las figuras son conocidas; una y otra vez han sido visitadas por la literatura o el cine e, inclusive, lo ha hecho la sociología y la historia: una oscura corrupción se desliza por el cuerpo comunitario al mismo tiempo que representa, ese cuerpo, la esencia de la moral pequeño burguesa sobre la que se sostiene el ideal norteamericano. El egoísmo, el prejuicio, la violencia contenida, el hartazgo, la sospecha generalizada, la hipocresía, son algunos de los síntomas que portan los habitantes -por otra parte simples e ingenuos- de Dogville. Ellos son la perfecta destilación del alma americana, su expresión depurada y la quintaesencia de lo que la destreza puritana supo forjar indeleblemente en la conciencia de los hombres y mujeres atravesados por la demanda de la ley y de una moralidad supuestamente inquebrantable.

Siendo un pueblo minúsculo e insignificante, apenas un resto borroso al que nadie llega ni del que casi nadie sale, Von Triers, con maestría, presenta, nos lo presenta, como la manifestación de lo humano, abriendo las rutas que nos conducen a una diversa y compleja gama de cuestiones morales, religiosas y políticas. Dogville está allí, en ese trazado imaginario que nos remite a los juegos de infancia, para deshacer nuestra ingenuidad, para quebrar los sueños bucólicos que acompañan la ficción de la pequeña comunidad protegida de la corrupción proveniente de la sociedad exterior, de aquella que se produce en la gran ciudad, en el centro de un mundo pervertido que nos recuerda, sin embargo, que queda un resto de bondad y moralidad intacta en ese pueblo colgado de la montaña y que vive en medio de la naturaleza. Cuando creemos haber arribado al puerto de los ideales, cuando respiramos aliviados ante la última reserva de bondad que queda en una tierra asolada por la maldad, Von Triers -como ya lo hizo en Europa y en Contra viento y marea- nos despierta brutalmente de nuestro ensimismamiento utópico, de nuestra recaída en el sueño de una humanidad que, en algún sitio del mundo, permanece incontaminada, guardiana última de la promesa salvífica.

El pueblo, cuyo nombre deberá ser motivo de indagación, marca de lo oscuro y ambiguo, será el escenario de un experimento del que todavía, en el comienzo de la película, no sabemos nada. Tiene que ver con la cuestión del don, de ese regalo que se da aunque no podamos darlo o, desde el otro costado, con reconocer la necesidad que tenemos de recibir el obsequio. El joven escritor-filósofo (hacia el final del film aparecerá esa condición como manifestación de una discursividad vacía, de un lenguaje que, apareciendo en principio como portador de ideales entrañables, será el vehículo de la destructividad, la abrumadora expresión del fraude y la cobardía) espera, en la monotonía de la eterna reiteración de lo mismo, que llegue algo que permita quebrar esa monotonía mostrando, al mismo tiempo, la profunda razón de sus alegatos teológico-morales. Es el que toma la palabra sin que se le preste demasiada atención, es apenas un bueno para nada que se pasa el día holgazaneando detrás de una escritura que se le sustrae. La llegada inesperada de Grace (Von Triers nos escamotea cualquier sutileza hermenéutica, nos libera de una interminable discusión alrededor de la significación de esa mujer, simplemente su nombre nos dice todo y nada, nos pone delante de la cuestión fundamental de la gracia, de ese acto prometido desde el origen y que lleva la señal de la salvación). Pero Grace llega como fugitiva, detrás suyo se ocultan signos inequívocos de violencia -los disparos han precedido su llegada- y, sin embargo, será para el joven escritor la última posibilidad de “salvar” a la comunidad de su egoísmo, de ponerla delante del amor genuino y de la aceptación del otro como imprescindible para la continuidad de una vida mejor. No es insignificante que en el comienzo, cuando se nos presenta de a poco el pueblo y sus habitantes, nos encontremos con la figura de Chuck, hombre ensimismado y agresivo en su pesimismo, que se enoja con uno de sus hijos porque le ha dado un hueso con restos de carne al perro, mientras que ellos casi nunca prueban ese alimento. Sus palabras son elocuentes: “un perro guardián debe sentir hambre para estar más atento a su misión”; no deja de ser sorprendente que ese mismo hombre que maltrata al perro, que lo reduce a mera función utilitaria, que luego será el primer violador, el que inaugura el fin de la representación en la que están todos envueltos, sea el más próximo a la naturaleza, especialmente a través del amor que siente por sus manzanos, amor que nadie alcanza a comprender. Grace, de quien en un principio desconfía Chuck, será, para él también, posibilidad de “salvación”. En verdad, y eso no deja de mostrarlo Von Triers, en un comienzo, cuando se han disipado las sospechas de la comunidad respecto a Grace, todos sienten una genuina alegría, el pueblo todo parece haber sido tocado por la Gracia.

El ciego y la inválida nos remiten, casi sin ninguna mediación, hacia Cristo que cura y salva ejerciendo la caridad del amor. Grace de a poco se va ganando la confianza de los pobladores, uno tras otro son seducidos por la humildad y el don de dar sin pedir nada a cambio. Inclusive el menos dispuesto, aquel que viniendo también de la ciudad no supo encontrar la paz que soñaba, terminará por otorgar su voto para que la dulce muchacha se quede entre ellos ejerciendo, aquí y allá, el trabajo redentor. De todos modos, Von Triers no se priva de penetrar en el alma egoísta y calculadora del puritanismo americano, de ese costado que mide las acciones de acuerdo a su rentabilidad y que no está dispuesto al acto sin rédito. Grace les trae la alegría, es la primavera y el verano que se posan sobre un pueblo abandonado de la mano de Dios que repentinamente ha encontrado, en su figura enigmática, la posibilidad de una vida mejor. Y sin embargo... el trabajo será el mecanismo purificador, el medio por el cual los habitantes del pueblo “explotarán” la gracia recibida. Inclusive el don de la felicidad debe estar garantizado por las reglas del intercambio burgués, debe expresar que algo se gana y que la donación no es pura gratuidad. De a poco el trabajo redentor se irá deslizando hacia la más cruda explotación que la totalidad del pueblo ejercerá sobre el cuerpo de Grace. El calvario está sellado desde un comienzo aunque nadie parezca, en un principio, reconocerlo.

¿Es acaso Grace la bondad inmaculada? ¿Qué implicaciones tiene la presencia de esa bondad en el seno de la comunidad humana? ¿Es responsable ese ángel que ha salido de la noche, de la metamorfosis que irá manifestándose hasta alcanzar la dimensión de la maldad destructiva? En el diálogo final entre Grace y su padre-gángster, encontramos reminiscencias de El gran inquisidor de Dostoievski, de su discurso en el que rechaza la segunda venida de Jesús, discurso en el que le dice que la oferta de libertad acabará por abrir una llaga incurable en el cuerpo de los seres humanos, lanzándolos a una alucinada búsqueda de lo imposible, de aquello que terminará por desgarrar los lazos de solidaridad y aceptación del destino. Viejo tema de la búsqueda del bien que abre las compuertas para la realización del mal; ya estaba en Schiller y en Goethe, lo reencontramos teorizado en La esencia de la libertad humana de Schelling y será uno de los motivos centrales de la literatura de Joseph Conrad. La Gracia libera fuerzas oscuras, mundos encriptados en el alma humana que, una vez derramados, se escapan a sus propios realizadores. Tal vez uno de los puntos centrales del film sea el de la metamorfosis que se va produciendo en el seno de la comunidad a medida que la experiencia de la bondad se vuelve cotidiana y se sostiene en los deseos egoístas de aquellos que han aceptado a la extranjera. Ni siquiera en el momento de consumación de la beatitud, ese acto de una donación aceptada, del regalo que descubre que todos necesitan de ese otro que en un principio aparecía como desamparado e incapaz de poder ofrecer algo valioso, digo, que ni siquiera en ese instante de “comunión” desaparece el costado utilitario, el cálculo de la rentabilidad que sigue estando en la base del estilo de vida norteamericano.

Von Triers juega con la inevitable metamorfosis que irá manifestándose, primero, en la comunidad y, después, en la muchacha que contemplará con fatigada desilusión que sus esperanzas se han marchitado irreversiblemente, que su apuesta por la reconciliación entre libertad y necesidad ha fracasado. El sueño visionario de Tom, sueño que hunde sus raíces en los ideales puritano-utópicos de una sociedad en la que el extraño es reconocido como aquel que trae un regalo cuyo contenido mágico-redencional permite desactivar el prejuicio que anida en el interior de la comarca. Ese ideal de la donación y la aceptación, articulado desde la gramática de la pureza virginal que ha emergido de la oscuridad y la violencia (Grace esconde un pasado indiscernible que la ha puesto fuera de la ley, de una ley que servirá de excusa para su progresivo envilecimiento a los ojos de unos ciudadanos ganados por el apego a la legalidad) será brutalmente desgarrado allí donde la sospecha nunca dejó de persistir. Apenas se diluyó en la ilusoria llegada de la primavera cuando todos se sintieron tocados y conmovidos por la pureza de la muchacha, una pureza que los volvía, a cada uno, más plenos y puros, almas bellas dispuestas para la vida buena. Grace, uno tras otro, fue ganando la confianza de los habitantes del pueblo; lo hizo con su trabajo y con ese detalle, sospechado por Tom, de la necesidad negada que ella sabría poner suavemente al descubierto volviéndose, su acción, indispensable. Allí se producirá, sin que sus actores alcancen a sospecharlo, el giro hacia la violencia explotadora. Como espectadores esperamos ese desenlace, apenas si fuimos engañados por las quince campanadas que le abren a Grace el corazón del pueblo; desde un comienzo sentimos el clima ominoso, intuimos la tragedia que se avecina, sospechamos de la hipocresía de la comunidad. Lo que quizás no llegamos a intuir era que la propia Grace sería la portadora del mal, que en ella estaría la semilla de la destrucción, una semilla que necesitaría de la complicidad del pueblo, verdadera tierra fértil sin la cual su crecimiento sería imposible. La ceguera, o la responsabilidad de Grace nace de creer en la pureza, es el resultado de confundir la vida humana con la bondad absoluta.

Dogville debe ser incorporada a la saga fílmica de Von Triers, especialmente a la recurrencia, en el cineasta danés, de metáforas cristianas que se entraman con una desolada presentación del alma humana, de su tendencia a desgarrar sueños y esperanzas. Ya en el joven norteamericano-alemán protagonista de Europa, que regresa a una Alemania mutilada en los días inmediatamente posteriores a la finalización de la guerra, podemos descubrir el fracaso de los ideales, el inesperado entramado de bondad y maldad, el enlodamiento del alma bella. El hundimiento de la humanidad no deja a nadie a salvo, ni siquiera a las víctimas. En Dogville sucede algo semejante: el itinerario de Grace, paralelo al del joven soñador que imagina que en su pueblo se guarda la posibilidad de una vida mejor, concluye en la catástrofe, en el derramamiento de sangre que ni siquiera perdona a los niños (también en Europa nos encontramos con ese mancillamiento generalizado). La escena en la que Grace debe castigar al niño por exigencia de éste representa la parábola de una inocencia putrefacta. Tampoco será casual que el joven idiota, el que siempre es vencido en el juego de damas por Tom, aquel que fue progresando a través de la ayuda de Grace, tendrá a su cargo el diseño y construcción de la cadena que desde el cuello de la muchacha se une a una rueda de hierro que le impide alejarse del pueblo-prisión. No hay, en la visión de Von Triers, lugar para la redención de los débiles (las diferencias con Kafka y Walser son evidentes, ya que para los dos escritores, como lo señaló Benjamin, son precisamente las criaturas pérdidas, humilladas, frágiles las que están salvadas). La catástrofe carece de redención, es la cruda expresión de una humanidad extraviada que ha hecho lo posible por enajenarse de Dios. En Contra viento y marea el sacrificio parecía tener algún sentido reparador; en Dogville acelera el tiempo de la destrucción.

Todo parece dirigirse hacia la catástrofe, las acciones de los protagonistas, inclusive aquellas preñadas de supuesta bondad e inocencia, no hacen más que acelerar los tiempos apocalípticos. ¿Metáfora del Juicio Final? La orgía de sangre con la que concluye la parábola de Grace, su metamorfosis sorprendente, ¿nos toma acaso desprevenidos? ¿no la esperábamos? ¿la violencia del inicio, aquella que anuncia la llegada del regalo, no puede ser leída retrospectivamente como la marca de lo inexorable, señal de una violencia que acabará aniquilando la vida del pueblo? No saber recibir el regalo, ser incapaz del reconocimiento, aprovechar bajamente la disponibilidad de aquello que se nos ofrece, quebrar todas las antiguas y venerables leyes de la hospitalidad, tal parecen ser las respuestas de los habitantes de Dogville, respuestas que signarán, en los días del final, el destino aciago de quienes no supieron recibir al huésped.

Digresión sobre la presencia del extranjero, la película, entre sus múltiples significaciones y acechanzas, nos habla de la llegada imposible del otro, de su inevitable colisión con un mundo articulado desde la lógica de la mismidad, que no sabe ni puede, y tal vez no quiere, descubrir la fecundidad de la que es portador el visitante, el que viene de otras tierras, del que aproxima la lejanía. Von Triers nos muestra el horror de una imposibilidad, la ceguera del que no ve, la violencia que nace de la ausencia de reconocimiento; es, en última instancia, la evidente manifestación de la fragilidad que envuelve al recién llegado. Desde Rosenzweig y Levinas, hasta Derrida y Agamben, la cuestión del otro, del extranjero-extraño, del que debiera recibir la hospitalidad que se le debe al llegado de lejos ha sido uno de los temas centrales y ejemplares de la reflexión filosófico-política que, a lo largo del siglo veinte, se ha vuelto imprescindible, lo que hay que pensar en este tiempo de inhumanidad y violencia inaudita. Dogville hace carne en esta cuestión urgente, nos interroga desde la impiedad de acciones cuya finalidad estaba escrita desde un comienzo como ruta hacia la perdición anunciada. La nihilidad apocalíptica con la que se cierra el experimento utópico-redencional soñado ilusoriamente por Tom, su postrera conciencia de la fuerza que ha desatado, coloca al film, y a la mirada de su autor, en un más allá de toda promesa y de toda esperanza es, propiamente, la clausura de lo mesiánico como brutalidad infernal. No puede haber misericordia para aquellos que dejaron pasar la oportunidad de redimirse redimiendo al otro, dejándose interpelar por el extraño. No puede haber misericordia para una humanidad ausente de sí misma, absorta en sus miserabilidades y en sus bajezas, incapaz de recibir con benevolencia y de dar sin pedir a cambio. Allí, inclusive en los momentos de mayor armonía, descubrimos que la supuesta aceptación de Grace, las quince campanadas “salvadoras”, el otorgamiento del refugio para el perseguido, se hace a cambio de los futuros “favores” que deberá otorgarles la joven y son el resultado de la “prueba” por la que ha tenido que atravesar a lo largo de dos semanas. Nunca hubo el gesto espontáneo de la hospitalidad, siempre nos encontramos con la astucia y el interés aunque en un principio no alcanzáramos a vislumbrarlo en toda su intensidad.

¿Qué nos está queriendo decir Von Triers a través del nombre del padre de Tom -Thomas Edison-? ¿por qué está siempre leyendo Tom Sawyer de Mark Twain? Suerte de representante del “saber” en un pueblo ausente de cualquier saber, médico retirado que se pasa el día viendo cómo su hijo se desliza hacia la inutilidad, su nombre es, al mismo tiempo, portador del sueño americano que ha sabido fusionar inteligencia experimental y rentabilidad económica. ¿Ironía? Dogville puede ser interpretada como una crítica feroz al mito americano, su puesta al descubierto. Es en este sentido, que me parece pertinente relacionar el film del realizador danés con Pandillas de New York de Scorsese, ya que también allí nos encontramos con la demolición de los mitos constitutivos de la nación junto con la recurrente y originaria presencia de la violencia, fuerza galvanizadora del itinerario norteamericano. Scorsese nos muestra de qué modo en el nacimiento estaba la violencia, cómo impregnaba todas las relaciones y a todos los sectores, una violencia cuya potencia destructiva, cuya capacidad para devorar a los contendientes queda manifestada sin ningún ocultamiento. En todo caso, Scorsese hace visible lo invisible del relato mitificante, nos ofrece la panorámica de una brutalidad gangsteril que irá delineando la travesía de la nación. Pandillas de Nueva York debe ser cotejada con el contexto histórico-político en el que su autor decide realizarla, a sabiendas que se enfrentará con la devastadora maquinaria del establischment que, después del 11 de septiembre, se ha multiplicado con inusual potencia haciendo hincapié, principalmente, en la grandeza de la historia norteamericana. Scorsese simplemente lee esa historia a contrapelo recogiendo los testimonios de aquellos que fueron vencidos, de esos otros que sufrieron en carne propia la consolidación del mito burgués hasta ser despedazados por la violencia fundadora del derecho de los poderosos. Su esfuerzo se dirige a clausurar la interpretación bucólica del origen nacional haciendo añicos inclusive aquellos relatos surgidos de la idealización de la lucha contra la esclavitud durante los años cruentos de la Guerra de Secesión. La brutalidad, la violencia despiadada, la corrupción, el engaño, la indolencia ante el fraude, la putrefacción generalizada, todo confluye en el nacimiento de una nación que luego hará invisibles aquellas marcas del origen. Pero lo que también nos está mostrando Scorsese es la continuidad de la violencia como norte orientador de la marcha histórica de América: ella está en el comienzo y se multiplica en el presente. Esa escena de una violencia arcaica y primitiva con la que se inicia la película se ha perpetuado en la actualidad de un imperio que sigue recurriendo a la fuerza al mismo tiempo que reclama su derecho a defender el orden de la democracia y la libertad. El agusanamiento es la característica más destacada de esa práctica que Scorsese ha sabido mostrarnos en su última obra, un agusanamiento que no deja a nadie intocado, acelerando los tiempos de una decadencia indetenible.

Dogville, desde otra perspectiva estética y entrando en otro sustrato de la sociedad norteamericana, también desnuda sus vicios y sus tramas de infinita crueldad, aquella que se manifiesta en medio de la supuesta armonía y en el festejo de la belleza del alma de una nación respetuosa de las leyes y hondamente marcada por el espíritu del puritanismo religioso. Von Triers desnuda sin ninguna complacencia el alma de una nación que ha forjado su hegemonía mundial en la más cruda amalgama de moralismo protestante y pragmatismo burgués. La presencia absoluta de la ley esconde, en verdad, la violencia que la funda y sobre la que después se ha basado su conservación; de una ley que le permite a los habitantes del pueblo apaciguar su mala conciencia y profundizar sus prácticas perversas que encuentran su justificación última en la consumación de la legitimidad emanada del respeto de una justicia que se adapta perfectamente a sus necesidades. La llegada del comisario al pueblo no hace más que evidenciar el fondo hipócrita sobre el que se sostienen las prácticas, habilitando a los “honestos” ciudadanos para aprovecharse de quien ha quedado al margen de la ley. Resulta evidente cómo funciona el principio de soberanía sobre el cuerpo de Grace, de un cuerpo disponible para hacer con él lo que se quiera allí donde el dictamen del derecho lo ha puesto en una zona gris. Igual que en el filme de Scorsese, en el que la violencia aparecía como fundando la trama de la nación, en Dogville nos encontramos con el mismo principio de una soberanía nacida de un acto fundacional de violencia que luego se irá multiplicando hasta alcanzar a la totalidad de la comunidad que logra hacer del cuerpo del otro el objeto de una bajeza amparada por el imperio de una ley cuya estructura viciada aparece desde un comienzo sin que nadie lo oculte ni tenga intenciones de hacerlo. En verdad, el cuerpo de Grace permanece fuera de la ley, se ha convertido, utilizando la categoría acuñada en la actualidad por Giorgio Agamben, en homo sacer, en nuda vida disponible para su aniquilamiento sin que sus verdugos se vuelvan jurídicamente responsables. La ley, en todo caso, está allí para señalar los límites y para remarcar la excepcionalidad como herramienta de aquel que ejerce la soberanía. Todo el pueblo se ha apropiado de ese cuerpo desprovisto de derechos, de un cuerpo-objeto que puede ser violado sin consecuencias, al que se puede maltratar, del que se puede disponer libremente. Un cuerpo ausente de derecho, puesto por la ley fuera de la ley marcando ese umbral, en permanente corrimiento, que amenaza con extender más y más las fronteras de la violencia soberana.

Dogville es más que una metáfora de las conductas que se despliegan en una pequeña comunidad en medio de una época de crisis y desolación; Von Triers recorre sus múltiples vericuetos destacando las profundas relaciones que se pueden establecer entre ese mundo aldeano, expresión anacrónica de un tiempo que ha disuelto los antiguos lazos comunitarios, y una época del mundo en la que la moralidad deja paso al más crudo pragmatismo. Todo está allí: el imperio de la ley que justifica y vuelve impune la acción de los ciudadanos ante aquel que ha quedado fuera de la ley y que casualmente le es funcional a las necesidades de la comunidad; también nos encontramos con la dialéctica de la utopía, su mutación en violencia indiscriminada que acaba por destruir a sus propios portadores; giro en el que se desnuda el núcleo decisivo del alma americana, su brutal amalgama de moralismo cristiano y pragmatismo burgués, ambos articulados férreamente por la lógica de la rentabilidad. Parábola cinematográfica a través de la cual vislumbramos la brutal caída de las ilusiones de las que eran portadores tanto el joven escritor utopista-puritano (suerte de alquimia de Thoureau y Emerson y la moralidad de los pioneros) como la joven muchacha que viene para redimir al pueblo de sus pecados pero que, a diferencia del sacrificio de Jesús, no aceptará inmolarse para salvar a los pecadores. Para Von Triers se acabaron las ilusiones, las cartas del juego están echadas y su resultado responde a la incapacidad humana de superar su propio egoísmo. La orgía de violencia con la que concluye la película, ese infierno de sangre y muerte que no perdona a nadie, constituye el punto de cierre del sueño americano pero es, también, metáfora cruda de la caída definitiva de la discursividad cristiana, una caída que marca el final de la trilogía iniciada por Europa, continuada en Contra viento y marea y saldada negativamente en Dogville. La mirada destemplada y gélida de Grace cierra el último resto de esperanza-conmiseración. Los disparos con los que se inició la historia se multiplican en su cierre cebándose en los cuerpos de aquellos que no supieron ser genuinamente justos, o que en su afán de serlo no hicieron más que desencadenar su propia destrucción.

Miradas inquietantes del cine norteamericano. Una opinión discutible

Por Julio César Moran

Un día, en pleno zapping, me encontré con una película norteamericana común, que no sé cómo se llamaba, en la que un personaje le decía a otro lo siguiente: “todo hombre tiene su precio”. Se refería a alguien que no era vulnerable por el dinero o los cargos de poder. Y en efecto, el incorruptible tenía su precio: simplemente era cuestión de amenazar a un ser querido. Curiosa muestra de la corrupción general, sólo posible en una sociedad en crisis, aunque haya comenzado con la democracia de Jefferson. Y curioso mensaje televisivo para el público argentino en general: ¿una apología de la corrupción y de la debilidad humana? No seguí viendo la película, pero no me importaba si tenía un happy end o no. De hecho hay películas que no lo tienen y lo que parece más decisivo es que los cinéfilos sabemos que el happy end no borra todos los males que acontecieron antes, pues son demasiado fuertes para no seguir presentes.

Es cierto que se puede hablar del cine norteamericano fundamental, el creado por Griffith y el de la época de los grandes estudios. Y del cine posterior a esta época gloriosa. Pero esto no quiere decir que se pueda juzgar como totalidad al cine norteamericano que llega hasta la actualidad. Tampoco se puede juzgar como totalidad a ningún otro cine nacional y ni siquiera a movimientos que comparten algunos criterios estéticos, tales como la nouvelle vague, el neorrealismo, el cine latinoamericano a partir de los sesenta, el cine argentino actual, el cine alemán posterior al manifiesto de Oberhausen, pues siempre vamos a encontrar que no es lo mismo cada director y cada guionista, porque todos tienen, si son importantes, una manera de mirar y recursos estéticos que permiten un modo de filmar singular. No son lo mismo, por lo tanto, Truffaut, Rohmer, Kluge, Syberberg, Fassbinder, Herzog, De Sica, Rossellini, Glauber Rocha, Miguel Littin, Lucrecia Martel, Trapero, Bielinsky.

Por eso renuncio a tratar en bloque al cine norteamericano de los últimos 40 años.

Se supone muchas veces, cuando se lo considera en general, que es este un cine que afirma el sistema, la economía y los valores vigentes en la ahora principal potencia mundial, su imperialismo y sus guerras. Contra que esto sea siempre así, hay que argumentar con películas y directores.

Por ejemplo, Oliver Stone en Nixon, que puede ser leída como una valoración positiva de la figura del presidente, muestra sin embargo, cómo no es el presidente el que decide, sino grupos financieros de poder que se imponen más allá de la autoridad presidencial. La trilogía El padrino, de F.F. Coppola, denuncia explícitamente que no existe diferencia entre los hombres políticos y la mafia. Y afirma que la historia prueba que es posible matar a cualquiera. Perdidos en Tokio, de Sofía Coppola, muestra el absoluto vacío metafísico de un exitoso actor, que encuentra en Japón a una joven egresada de filosofía, quienes traban una amistad y muestran el desconcierto de dos generaciones. Para atacar más al “modo de vida americano” las relaciones entre el actor, encarnado por el magistral Bill Murray, y su familia nos transmiten una sensación de non sense, pues su señora sólo lo llama para preguntarle por decoraciones y sus hijos no quieren hablar con él. Texasville de Peter Bogdanovich, continuación de La última película, trata de los reencuentros de conocidos de juventud, pero con una tristeza indecible, tema con que podría construirse todo un ciclo de películas norteamericanas. Y ni siquiera importa el valor artístico, pues Palabras que matan, que no es precisamente una gran película, muestra lo que Saer llamaría “el kitsch gubernamental” pero en forma ampliada a la relación entre realidad y ficción. En efecto, un productor cinematográfico que se lamenta porque los productores no tienen un Oscar para ellos, construye una espectacular puesta en escena virtual, en la que creen todos los norteamericanos, para salvar al gobierno de una crisis que amenazaba destruirlo. En algunos policiales son temas constantes el policía bueno, el policía malo, el mafioso bueno, la corrupción de métodos, que llega hasta el mismo jefe de policía, como en la sorprendente Los Ángeles al desnudo. Y una referencia más al género del terror, donde destacan El exorcista, que muestra como pocas películas, la falta de creencias en valores de cualquier tipo o El bebé de Rosemary que, además de su ambigüedad ontológica -nada se sabe de cierto en ella-, parece un estudio de las distintas formas de ambición y búsqueda del poder. Podrían multiplicarse los ejemplos.
Woody, pudoroso y metafísico

Quiero detenerme especialmente en dos directores: Woody Allen y Clint Eastwood. Del primero me interesa comparar dos filmes. Crímenes y pecados y Match point (aunque esta última se desarrolle en Inglaterra, responde a la visión del director que está constituida sobre Norteamérica). Esta dos películas pueden relacionarse entre sí en el conjunto de filmes de Allen. Crímenes y pecados conformaba una descripción de cómo era posible para un ciudadano prominente cometer un crimen por un sistema establecido, sin mezclarse directamente y también cómo era posible para el médico en cuestión absorber la situación sin culpas. Al mismo tiempo, se mostraba en los juegos amorosos el daño que podía realizar una mujer, también sin culpas. No se pretendía la tragedia sino el realismo. Nada en definitiva había pasado y esa era la moral norteamericana.

Match Point tiene otro registro: la ópera, “donde están las tragedias de la vida”. La película comienza con Enrico Caruso que canta “Una furtiva lacrima”. Una sucesión de fragmentos operísticos muy bien seleccionados sirven de discurso paralelo a las acciones escénicas. Mientras ocurre el instante azaroso del tenis, donde no se sabe si la pelota supera o queda detrás de la red. Un tenista norteamericano famoso, es introducido en una familia de la alta burguesía inglesa: un amigo, su hermana, los padres, la novia de su amigo, aspirante a actriz. Se abre así un abanico de posibilidades tal que no se sabe por donde transitará la película. El protagonista lee Crimen y castigo y conversa sobre Dostoievsky con el padre de su amigo. Dostoievsky y Nietzsche introducen la moral del hombre extraordinario o del superhombre.

Luego, el conflicto. Los novios se pelean y ella se va. Pero vuelve. El tenista está de novio y después casado con la hermana de su amigo. Surge la pasión entre el tenista y la actriz quien nunca alcanza a cumplir satisfactoriamente sus audiciones. Tal para cual. Mas ella queda embarazada y él no quiere perder su familia y su nuevo modo de vida. Y por eso hay dos crímenes.

En este momento se presenta el dilema azar o metafísica que atormenta al protagonista y al director. Allen acumula una cantidad importante de elementos para que el tenista sea detenido, pero todos ellos parecen volverse a su favor. Él prefiere ser descubierto, pues habría al menos un signo de justicia, es decir, de norma, de orden. Pero eso no ocurre y él continúa con su vida familiar y empresarial y hasta con un hijo. Pero a diferencia de Crímenes y pecados, con culpa.

Si la película de Allen parecía ser sobre el azar y lo indiscernible, no obstante abre una instancia metafísica negra, gnóstica, bergmaniana, casi demoníaca, sobre el mundo. O no hay nada o hay un genio maligno que nos engaña. Puesta en escena con el pudor clásico de su director, tanto en erotismo cuanto en violencia, es una inquietante visión de un neoyorkino sobre las normas que no rigen en nuestro mundo amoroso, social, económico. Lo que no hay es el Dios cartesiano que le haga una zancadilla al genio maligno. Otra vez Caruso con su infinita dulzura de esperanza de amor, como una súplica. El Match point prosigue indefinidamente.

Clint y Feyerabend: todo vale

Paul Feyerabend escandalizó a la comunidad científica con un anarquismo surrealista. Esto es: todo vale, tanto una teoría científica cuanto un rito africano.

Clint siempre, desde su trayectoria como actor, se las tuvo que ver con el bien y el mal y los métodos dudosos de la justicia. Pero ya como director, y sobre todo en sus últimas películas, acentuó esta tendencia. En Poder absoluto, el presidente de los EE.UU., en una escandalosa escena erótica con la mujer de su padre en la política, desencadena un asesinato y una serie de imposturas. Lo que él no sabe es que todo ha sido visto por un voyeur que es nada menos que un ladrón experto. ¿Se podría decir que es el signo de los presidentes demócratas desde Kennedy hasta Clinton? ¿Que se trata de una conservadora crítica republicana? Pero si esto fuera así, ¿no se estaría ante el duelo apocalíptico entre los dos partidos norteamericanos?

Medianoche en el jardín del bien y del mal parece resumir en este mismo título la dificultad de discernimiento entre los grises de la vida moral.

En Río místico puede pensarse que hay fatalidad, calvinismo o ausencia absoluta de normas y de justicia alguna. Los más fuertes sobreviven. La angustia no deja salida, se espera un apoyo ético, pero no hay de dónde agarrarse, en medio de un desfile final con pompa y ceremonial. ¿Se trata de una justificación descarnada de los métodos de los líderes de la primera potencia mundial? Pero la presentación y las ideologías justificativas de los filmes norteamericanos no proceden así, ni tampoco los discursos de sus líderes. Simplemente horror y sigamos adelante. Anteriormente, en una de sus cumbres narrativas, Los imperdonables, Clint encuentra motivos para todos: para las prostitutas, para los muchachos que las atacan y aún para el sheriff, de acuerdo con las convenciones del contexto.

Con respecto a la última película, Million dollar baby, no me animé a verla. Es imposible salir del cine y pensar que la vida es linda, lo mismo que el mundo y la sociedad. Lo cierto es la constancia de Clint en la falta de normas y la ambigüedad extrema de los métodos.

¿Puede quedar un resto de dignidad humana? ¿La gran potencia habrá enloquecido? ¿Estamos en el imperio de La guerra de las galaxias? O quizás debamos preguntarnos ¿por qué hay nada y no más bien normas?

No alcanzará esto quizás al admirable pasaje amor-odio del memorable western de John Ford Más corazón que odio, pero no puede decirse que no sean miradas inquietantes.

Y eso que no me ocupé de De Palma, Scorsese o Cameron.

Match Point: la belleza al poder

Antes de comenzar la nota quisiera hacer una purificación estética, recortar ciertos vértices, instar al lector a que pase por alto algunas forzadas coincidencias que funcionan como soportes argumentales del film. En primer lugar la precipitación de los eventos del inicio de la película hacia lo que debía ser la trama central. Pido a los espectadores un esfuerzo de cooperación para omitir la inocente coincidencia de algunos sucesos: la apresurada puesta en escena del encuentro forzosamente casual entre el profesor de tenis Chris Wilton y el alumno rico Tom Hewett, que lo invita inmediatamente a una ópera en la que termina presentándole a su hermana -quien de inmediato cae bajo el encantamiento de Chris- y un padre y una madre que parecían haber estado esperando desde años a este tal desconocido, elegido por el guión de W. Allen para integrarse a la familia. Invito también a dejar a un lado ciertas torpezas que sólo arduamente escapan a la más cándida credibilidad y a los ojos más infantiles: la insostenible y persistente ceguera por parte de los personajes que no se percatan de aquella relación furtiva tan evidente como torpe; innumerables llamados telefónicos de Nola Rice (Scarlett Johansson) frente a toda la familia, injustificables retiradas de escena de Chris para responder en privado por celular, alevosas miradas cruzadas entre ambos infieles, todo esto sin contar numerosos arrumacos y frases al oído, ni encuentros intempestivos en los parques de la mansión Hewett, a la vista de todos pero sin ser vistos por nadie. Sucesos todos que milagrosamente no despiertan ni sospecha ni indignación ni curiosidad en nadie, armonizando así con la intención de que el film siga sus pasos y su trama.

Ahora bien, una vez abstraída la película de estas forzadas inadvertencias, quiero focalizar mi observación en un eje estructural del relato: la relación que existe entre los dos miembros de la alta sociedad inglesa -los hermanos Hewett- y sus respectivas parejas de origen humilde -Nola Rice y Chris Wilton-, que buscan éxito, amor, o comodidad social, y que presentan el singular rasgo de estar dotados de una cualidad que será el centro de esta disquisición: una cautivante belleza.

La esfera más visible de la película nos presenta una historia clásica. Un arquetipo o tópico del cine y de las historias amorosas: la unión de una pareja -en este caso dos-, cuyos términos pertenecen a posiciones sociales antagónicas. El encumbrado hijo de millonarios de rico abolengo familiar, por un lado, y el advenedizo o advenediza que despierta su amor para llegar a lo más alto de la sociedad, por otro. Una primera aproximación nos mostraría la clásica relación amorosa en la que el sujeto que detenta el poder somete a su pareja que, tomada como objeto y debido a su desfavorable situación económica, se ve presa de una red de seducción que no puede rechazar y que finalmente, sea por ambición o por necesidad, termina cediendo su libertad personal y su proyecto de vida a los intereses de su encumbrada pareja. Así, los deslumbrantes regalos, las propuestas avasallantes y las garantías materiales ofrecidas por parte del hombre o la mujer con poder terminan poniendo al sujeto seducido entre dos opciones polares asfixiantes: la garantía material de su existencia o la intemperie de un destino incierto.

Sin embargo, mi propuesta es subvertir el orden de esta relación para hacer hincapié en un aspecto que suele pasar desapercibido en los discursos analíticos y críticos y que tal vez no haya sido considerado en la dimensión que merece: la situación de la belleza como lugar de poder. Se podría decir que los discursos con relación al poder suelen desatender un pormenorizado análisis de la belleza como criterio determinante de inclusión y exclusión, de selección y discriminación. Y es el boceto de una idea con relación a este tema lo que pretendo desplegar, apoyándome como excusa en el material fílmico que nos presta esta obra de W. Allen.

Consideremos por un momento la presentación de estos personajes como un enfrentamiento entre dos tipos de poderes que, en pie de igualdad como tales, se manifiestan de modos diversos: en la forma de dinero y en la forma de belleza. Pensando así es posible observar que el sujeto de la belleza posee, en sí mismo, un elemento propio de tal valor que en el mecanismo simbólico y social de relaciones puede ser intercambiado por una diversidad de elementos en juego. A esa propiedad de poseer un elemento intercambiable en un orden social y simbólico por una diversidad de elementos, no cabe sino denominarla como una forma de poder.

Visto con estos preconceptos, observamos que en la película ambos términos de ambas relaciones tienen un elemento propio que son capaces de intercambiar por otros elementos: en un caso el dinero -los hermanos Hewett-, en otro la belleza –Chris Wilton y Nola Rice-. Tenemos así a dos personajes de la aristocracia inglesa, con valores y tradición que les son propios, frente a dos miembros ajenos a esa comunidad en una relación de pertenencias, de seducción y de poder. Pero hagamos una pausa para un interrogante: ¿qué elemento se ponen en juego en estos personajes para ser solicitados y deseados por los integrantes de la alta aristocracia?; ¿qué poseen?; ¿que tienen para dar?; ¿qué bien de cambio pueden ofrecer a cambio de los bienes que están dispuestos a recibir en aquella relación de enfrentamientos y de poder? Pues el elemento sugestivamente presente es la belleza, elemento que como un bien, como una virtud o valor susceptible de ser intercambiado por otros elementos -es decir, susceptibles de engendrar una posición de poder a partir de la cual se pueden obtener cosas- presenta una relación de paridad con el dinero, al tiempo que marcadas diferencias. Especulemos al respecto de esta paridad y sus diferencias.

Si hemos de elegir un verbo que corresponda al fenómeno del dinero en tanto poder diremos que su verbo es el tener. El poder que da el dinero no es un poder que es de por sí, como será el de la belleza, sino que se tiene. Su valor y honorabilidad radica en la posesión, posesión que es siempre potencial pero que milagrosamente, por una rara calamidad del desarrollo humano, se afinca como continuamente en acto. Y es que de ambas formas de poder, el dinero es la forma más convencional y psicológica. El poder que tiene el dinero sólo actúa sobre la base del acto de atribución de los demás sujetos, nunca sobre la base del poder en sí mismo del bien. El dinero, la moneda, la divisa en sí, requieren para funcionar como poder de un acto cognitivo de otro que perciba el poder que allí radica, que es siempre potencial, pero paradójicamente siempre está actuando. El tener del dinero es un tener abstracto, basado en documentos firmados, cuentas abstractas en un banco, acciones virtuales en una bolsa y títulos de propiedad: no hay en el dinero algo concreto y real que ejerza sus consecuencias. En cambio, en la belleza, el poder radica -y aquí nos vamos acercando a nuestro segundo elemento- en la influencia corpórea y material que ejerce sobre el sujeto. Porque si al dinero corresponde el verbo tener, ¿cuál diremos que corresponde a la belleza? Pues el verbo de la belleza es ser. La belleza es en sí, y su ejecución como forma de poder está en el sí mismo de su manifestación porque sólo manifestándose la belleza es. No hay distancia ni incongruencia, no hay espacio entre el ser guardado del poder de la belleza y su acción. Su acto es su potencia. Su manifestación no puede contenerse, y es concreta y visceral; se reacciona afectivamente ante ella. No es así en el caso del dinero, ya que quien lo percibe debe tener un acto cognitivo doble para captar su valor: primero tiene que conocer el mundo convencional del dinero -es decir, formar parte de una sociedad donde el dinero sea reconocido e interiorizar ese deseo de poseerlo y ese respeto casi reverencial hacia la divisa- y, en segundo lugar, requiere del acto de conocer que quien está enfrente de sí es poseedor de dinero, es propietario de un capital económico. Y ese conocimiento, en última instancia, es una cuestión de fe, casi superstición religiosa porque, paradójicamente, el dinero es la forma de poder en la que más distanciado está el sujeto de su poder. En la belleza hay fusión total: el sujeto es belleza y es poder a un tiempo, sin dilaciones, no hay distancia ni disociación. En el dinero, en cambio, hay apertura, separación; el sujeto siempre está escindido de su poder, requiere la divisa, el título, los documentos firmados, las acciones en la bolsa, y el reconocimiento social de los otros.

Bajo esta luz, observamos que en Match Point Tom y Chloe Hewett están eclipsados en una relación que se superpone a la dimensión de su poder monetario. Vemos a ambos ceder y ofrecer la materialidad económica que constituye su poder; en este acto de oferta percibimos la manifestación de ese otro poder que tienen sus parejas, que aparentemente no poseen nada pero que logran, a través de su belleza, elevarse de un modo radical y vertiginoso hasta ese inalcanzable nivel aristocrático. A tal punto llega esta elevación que la señora Hewett llega a ceder incondicionalmente a todas las faltas, incluso las sexuales, que su marido comete, mientras vemos que el señor Hewett es capaz de huir del hechizo de la despampanante belleza de Nola sólo a costa de ser asido por la trama de otro poder supremo: la voluntad de su madre que le exige abandonar dicha relación.

Sin entrar en profundidades, podemos notar que este análisis nos permite introducirnos de costado en otra dimensión que da para páginas de extensión porque también reclama atención y tratamiento: el papel activo que puede desempeñar el objeto. Desde un pensamiento tradicional, se relaciona el lugar del sujeto con un lugar activo, de voluntad y ejercicio del poder, reservando al lugar del objeto la pasividad y la recepción de esa voluntad del sujeto. La propuesta de observar la belleza bajo esta mirada nos acerca a la concepción del lugar del objeto como un lugar susceptible de actividad, de voluntad, y de ejercicio del poder y del dominio. Como si después de haber corrido el velo del sublime objeto que subyugaba al sujeto, éste descubriera allí, oculto tras la apariencia de una no apariencia, a un sujeto que lo objetiva.

21º festival de cine de Mar del Plata

Por Mariano Colalongo

La cobertura que presentamos a continuación puede considerarse nuestra primera incursión en los terrenos del periodismo. Confesamos estar bastante satisfechos con el resultado pues creemos haber respetado nuestra naturaleza y, a la vez, cumplido con la premisa básica de toda cobertura: formular un relato descriptivo, cuasi objetivo, destinado a la simple recomendación o desaprobación de una película. Una decidida política orientada al “intercambio de estilos, géneros y costumbres de otras latitudes” —que hacía del Festival la vitrina de una extraordinaria cantidad de películas con ofertas variadas (y a varios bodriazos)— nos impide esbozar la mirada general a la que nos acostumbra la filosofía. Por ello, hemos intentado arrojar al menos algunas pinceladas esenciales de lo que fueron esos días, y de algunas de las películas que vimos en Mar del Plata. En fin, había un par de acreditaciones de prensa con las caras de estos personajes difíciles, así que no hubo otra opción que asumir los cargos que aquello acarreaba y elaborar nuestro propio testimonio, muy a pesar de nuestras particularidades y de las ocasionadas en la sala de prensa del Hotel Hermitage.

Esta sección que inauguramos consta de seis reseñas de películas cuyo criterio de selección ha sido la posibilidad de su exhibición en cines, condición para seguir pensando al cine como ágora contemporáneo. También ofrecemos una flamante entrevista a Fabián Bielinsky y una crónica que incluye unos besos -en las mejillas pero bien lejos de la ficción- de nuestra querida Pocahontas (Q’Orianka Kilcher), esta vez a un exaltado Álvaro Fuentes que variaba aquella noche en torno a un tema: the most beautiful.

The New World

Terrence Malick, EEUU, 2005, 140 minutos

Por Álvaro Fuentes
Se trata de una superproducción épica, cuya historia comienza a principios del siglo XVII: unos barcos ingleses desembarcan en las costas de América del norte y un poblado de aborígenes los recibe con la natural desconfianza de quienes intuyen el peligro que los acecha. Pronto, las dos civilizaciones entrarán en relaciones hostiles: mientras los aborígenes deliberan si deben devolverlos a las aguas, los extraños instalan un asentamiento muy precario, destinado a resistir hasta que los barcos vuelven a Inglaterra por más refuerzos. Pero ese es sólo el comienzo de una historia que durará años, que pasará por guerras, pacificaciones, grandiosos romances entre miembros de distintas civilizaciones (la película está basada en la leyenda de Pocahontas y el capitán Smith), escenarios naturales del nuevo continente y lujuriosas cortes de Inglaterra. En definitiva, todos los ingredientes imaginables de una historia de grandes proporciones, altamente recomendable para los amantes del género.

Debo confesar que en el cine la gente se aburrió. Pero también es cierto que hubo unos cuantos en esa sala repleta del Auditórium que cuando terminó la película se quedaron pegados a la pantalla decantando toda la conmoción que habían vivido. Creo que la causa del aburrimiento generalizado fue una voz en off de los protagonistas que iba reflexionando sobre lo sucedido en esa increíble travesía. Los que vieron La delgada línea roja podrán evocar el uso del mismo recurso, que da a las películas de Malick un tono más sereno y descansado que el de la pura acción, al que nos acostumbra Hollywood. Yo escuché esa voz con tanta atención -y todo lo que decía me parecía tan profundo- que me devoré la película desde el primero hasta el último segundo. Pero supongo que se debe conceder que sobre gustos no hay nada escrito.

Kamataki. Diálogo alfarería mediante

Por Jesica Guinzburg

Kamataki es un filme que toma como eje la búsqueda de la paz y la armonía interna y qué mejor lugar para ello que la orilla de los lagos de Oriente. Ken, un joven canadiense, acaba de sufrir la muerte de su padre y, luego de un intento de suicidio, es prácticamente obligado por la madre a viajar adonde vive su tío, al otro lado del océano. Sin embargo, la distancia más relevante no es geográfica sino cultural, la de costumbres, la de tiempos y valores. El chico es recibido por Takuma, un alfarero kamataki que paralelamente a la búsqueda interior del muchacho -búsqueda quizá demasiado lenta para cualquier hombre de una metrópolis- le asigna la tarea de mantener un fuego de días en el horno donde se cocinan las piezas.

Ese tiempo y ese ritmo se contagian y representan a lo largo del filme. Esta es una película que atrapa pero también distiende al espectador: da gusto mirar y no choca. A su vez, tampoco este choque se produce en la representación de las diferencias culturales, sino que las culturas a lo largo del relato van dialogando y atravesándose entre sí. Ken finalmente se suma a la tradición kamataki y Takuma logra comprender la depresión y búsqueda de sentido de la vida que paralizaban a su sobrino.

Kamataki no es un filme moralizante, ni la típica historia que trata cómo dos culturas pueden o no llegar a entenderse (aunque el tópico es cada vez más recurrente en el cine). Su ritmo, la armonía del relato, los sucesivos planos detalle de cada pieza que ha sido horneada -objeto del esfuerzo, de la calma y la paciencia- nos transmiten una espiritualidad ¿exclusiva de la cultura oriental? El director Claude Gagnon, amante de esta cultura y curioso frente a ella (quizá como Ken en la última parte de la película) nos muestra que las dos grandes culturas pueden dialogar y luego del diálogo sí comprenderse, a pesar de sus diferencias de raíz.

Proceso


Estar en proceso es un interesante concepto. Nos invita a posibles caminos que podemos abordar o no, según el proceso en el que estemos. Nos da cuenta de elementos constituyentes que se entrelazan con los de otros y con los del medio. Una dinámica de praxis con y sin sentidos.

Formas inacabadas tremendamente pulidas pero sin un cierre. Abiertas y listas a agazapar nuevas ideas y entrecruzamientos. Hay un trasfondo generacional de búsqueda y experimentación que nos convida e invita a jetonear algunos enrosques que nos movilizan. Mientras, estamos en el proceso de ver el trabajo final de un proceso que recién empieza (el de hacer cine o el de hacer esta revista).

Realizada por estudiantes de cine de la UNLP, este film ganador en el último festival de Mar del Plata en la sección Vitrina Argentina, explota varias aristas. Estas, tienen que ver con el estudiar y hacer cine en un ex cuartel militar “el distrito”, desde donde subyace una crítica irónica al medio en que se “forman” y a sus profesores. Cuerpos dóciles que llevan bancos para cursar y aceptar (o no) una forma de apropiación de conocimientos. Un desasosiego generacional respecto a lo establecido. Una estética de lo inacabado que nos remite a Los Rubios de Albertina Carri. Un tratamiento experimental en los recursos sonoros y visuales que salen airosos. En lo sonoro, nos encontramos por momentos en la perspectiva de recepción del protagonista. En lo visual planos saturados de contrastes se combinan con planos secuencias que recorren “el distrito” hasta llegar a planos fijos que ponen nerviosos a más de uno. Momento justo en que, según los realizadores, algunos se paran y se van. Por último, opera el elemento de suspenso en una simple caja.

Este film logra desprenderse de la pobreza intelectual y material donde ha sido creado.

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Ficha técnica:

Proceso (2005, Argentina, 66 minutos). Dirección: Aureliano Barros. Intérpretes: Lautaro Villagra, Valeria Fernández , Mario Ravelli, Alberto Barros, Néstor Cordero. Equipo TécnicoProducción: Alejandra Ferreyra Ortiz. Fotografía: Marcelo Tonini. Dirección de arte: Lucio Álvarez. Montaje: Aureliano Barros, Alejandro Calonje y Julián Díaz Seijas. Sonido: Gabriel Fortunato y Marcos Tradetti. Blanco & Negro - Color.

Miradas animadas. Caloi en su tinta

Por Mariano Colalongo

Miradas animadas se llamó la sección novata del Festival, cuya programación estuvo a cargo de Caloi y María Verónica Ramírez -curadora de la muestra que se proyectó en Mar del Plata- con material proveniente de Annecy (ciudad alpina de Francia donde hace más de 40 años se realiza el Festival más importante de cine de animación). Queremos hacer esta mención porque intuimos que en otros medios no se dirá nada y la sección nos mostró, verdaderamente, las únicas joyas del Festival.

Pero estas producciones eran tantas y tan cortas, que sólo recordamos de las que vimos aquellas que supieron aprovechar el corto plazo de tiempo y ofrecernos una acabada visión sobre un asunto; o algunas otras que nos emocionaron por la carga poética de sus representaciones. El hombre volador (The Flying Man (2'), Greg Dunning, Gran Bretaña, 1962), por dar un ejemplo de las primeras, cuenta la historia de un hombre que quiere volar al ver que otro vuela desprejuiciado. Esta animación consiste en la veloz trasposición de unos fotogramas que parecen dibujados con témpera, o con algún otro trazo grueso; pero impresiona el aprovechamiento de recursos para mostrar en dos minutos veinte aquello que para el hombre representa, genéricamente, una imposibilidad, un latente deseo.

Un ejemplo del segundo grupo puede ser El león y la canción (Lev a pisnicka (16'), Bretislav Pojar, República Checa, 1959), de un gran despliegue de colores y muñecos que nos comunican con la infancia a la vez que nos muestran, con un final trágico, la irreductibilidad de las naturalezas y el triunfo del arte sobre los instintos. En efecto, trata de un viejo músico que atraviesa un desierto alegremente tocando su acordeón, y no advierte la presencia de un león, que aprovecha el solaz nocturno para acechar a sus posibles presas. Cuando el músico pasa cerca, el león, conforme a su feroz naturaleza, salta detrás de la duna y lo devora junto a su instrumento. Pero allí no termina la historia, pues habrá una revanche. El hombrecito es deglutido, pero el acordeón queda atravesado en el estómago del felino provocando un desconcertante sonido, una música esta vez horrible, que se agudiza más y más, revelando a los topos, ardillas y otros habitantes-comida la presencia del león, quien finalmente no soporta todo aquello y demostrando que el verdadero triunfo es de la canción, muerto de angustia y hambre termina por suicidarse.

Noticias lejanas

Por Jimena C. Trombetta

Noticias lejanas habla de Martín, un chico de 17 años que intenta superar la miseria que cree que atraviesa su familia. Es la pugna entre quienes conservan su lugar y sus costumbres; y quienes idealizan el progreso que nunca llega. Una visión encastrada en planos largos, montaje interno, ritmo tranquilo y varios flashback. Tiene suavidad en los colores y una fotografía atractiva. Pero, si bien fue premiada en varios festivales e incluso como mejor película en Mar del Plata, desde este punto de vista, no logra una identidad con el espectador. No estamos subestimando al espectador, simplemente se da una visión sobre los hechos. La recepción, muy a pesar de lo sostenido por ciertos periódicos, no fue buena. El espectador -tanto el espectador crítico como el de la última fila- sale de la sala como entró. Y el inconveniente no se provoca a causa de lo formal de la película -de hecho su elección estética la vuelve atractiva- ni tampoco reside el problema en el contenido, ya que no se está esperando una historia de cowboy, pero la combinación de la suavidad del relato con la sencillez de la historia resulta excesiva durante dos horas. Además, durante estas dos horas, los flashback dificultan la presentación de los personajes; quizás esta interpretación de la película sea considerada una opinión cómoda, pero para qué dificultar la comprensión del espectador con cuestiones formales que ni siquiera son el fin estético de la película, que sólo pretende contar una historia.

Las galaxias de Herzog

Por Mariano Colalongo

La salvaje y azul lejanía (The wild blue yonder)

Alemania / Reino Unido / Francia, 2005, 81 minutos

Dirigida por Werner Herzog

Con Brad Dourif

La ciencia ficción es un género que apoya su poética en el vuelo que permiten unas elucubraciones con mínimas referencias científicas. Ciencia ficción es un relato producido en el umbral de lo posible; respecto del presente, lanza una hipótesis de cierta manera realizable a partir de la cual nos brinda —siempre referido a algún dato científico, matemático o metafísico que sirve de marco objetivo— la posibilidad de vernos en otra época; posibilidad cuyo efecto se mide en verosimilitud --y por eso, de alguna manera, en experiencia vivida- a partir de representar una congruencia habitual de hechos, lógica o con cierto grado de predecibilidad. Dicho de manera más sencilla: su mecanismo consiste simplemente en lanzar secuencias de imágenes, más o menos creíbles, de lo que podría llegar a sucedernos.

Nada de ello dice Herzog en La salvaje y azul lejanía, porque nada de lo que allí se cuenta podría llegar a suceder. Sin embargo, los elementos que maneja -un planeta cuya atmósfera es helio líquido, una luz rezumante en una azul y fría densidad, un extraterrestre de rasgos humanos pero con unos ojos saltones que recuerdan a Kinski, y que tiene más de 120 de años, secuencias únicas en el interior de una nave espacial, y una explicación científica (bastante delirante) que sirve de soporte para el testimonio de la ciencia ficción- nos hacen pensar efectivamente en una película de ciencia ficción, emparentada de alguna manera con Novalis o Nostradamus. “Fantasía científica”, se dijo en la sinopsis ofrecida en el catálogo oficial de películas del Festival.

Lo cierto es que Herzog parece haber desafiado al género en su propia escritura y formalidad, incursionando en un lugar distante tanto a la ciencia como a la ficción. Es más, parece haber abierto una brecha en medio del término que designa el género. Esta obra es del curioso orden en el que la ciencia se desvanece en la fantasía y la fantasía termina por realizar los sueños de la ciencia. Baste con recordar la explicación científica gracias a la cual se conoce el nuevo planeta del que proviene nuestro extraterrestre (Brad Dourif), “la azul y salvaje lejanía”: al sistema solar trazado por Copérnico simplemente se le traspone una plantilla con una figura romboidal entre las líneas de rotación solar de los planetas. En los recorridos romboidales que se trazan entre las órbitas de los planetas, se encuentra al menos la posibilidad de otra galaxia, acaso como un hoyo negro, en la que se encuentra el planeta The Wild Blue Yonder. El científico destaca —tras la cámara de Herzog— que se trata de un aporte de la estética a la ciencia; y el espectador lo corrobora en la secuencia siguiente, en la que el hombre del delantal blanco explica el descubrimiento de la nueva galaxia, efectivamente, con la trasposición de una filmina con esas figuras sobre el sistema solar, y con el protagonismo de un bolígrafo científico señalando la zona del agujero negro, lugar que sirve de puente entre las dos galaxias.

Otro elemento rescatable de la película son las imágenes documentales que aportan al secreto Rockwell, pero no tanto por el interés que despiertan como documento sino porque resultan extremadamente placenteras. Uno espera encontrar astronautas en la apretada situación de astronautas: en el encierro, monstruos de la esquizofrenia y la paranoia. Y se encuentra con gente que simple y sabiamente aprovecha las dimensiones de su existencia, y nos dejan incluso una pura sensación de libertad, acaso sólo posible en el espacio y en el apretado interior de una nave. Esos astronautas simplemente gravitan, pero el detalle de perversión es que nosotros —espectadores— no vemos que graviten sólo en el espacio sino al alcance de la mano de Herzog, que transpone esas imágenes sin demasiado interés en señalar su verosimilitud.

Así es como este cine fantasioso y a la vez testimonial alcanza a difuminar los trazos generales del género de ciencia ficción, presentando una severa dicotomía en el relato. Por mi parte, me fui contento; aunque tal vez un poco aletargado al ver a uno de los grandes filmar sin dejar de experimentar, sin olvidar que filmar se presenta, aun en el reconocimiento, como un desafío.

Operación glamour. Crónica de la última noche del festival

Por Alvaro Fuentes

¿Qué misteriosa fuerza hizo que no cometiese el peor papelón de mi vida en la fiesta con que se cerraba el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, edición número 21? No sé, pero que hubo una fuerza, la hubo.

Empiezo con Pancho - pareja de mi hermana-la-de-Buenos Aires- que apareció de las sombras bulliciosas de la multitud justo en el preciso instante en que el alcohol empezaba a afectar peligrosamente mis neuronas. Llegó y estuvo conmigo hasta que terminó la noche, como un verdadero ángel de la guarda que vela para que no desviemos el camino. Si no hubiese sido por él, supongo, habría causado desmanes en el salón donde tenía lugar la fastuosa fiesta, peleándome con otro borracho por el último pedazo de sandía del plato o persiguiendo mujeres en los baños.

Sin embargo todo salió perfecto. No sólo arreglamos la entrevista con Bielinsky como nos lo habíamos propuesto, sino que también crucé miradas con una bella conductora de televisión (juro que fue recíproco) y le pude decir que era la más hermosa a una actriz que hacía el papel de nativa en una superproducción épica norteamericana. Imaginen lo que se siente al confesarle amor a un ser perfecto que parece bajar directamente a nuestro encuentro desde la celestial pantalla de cine. Ella me devolvía besos en el cachete (todavía los tengo grabados) cada vez que yo le repetía en inglés la precaria fórmula que había estado preparando desde que supe, en la entrega de premios que precedía a la fiesta, que la actriz se había apersonado en el festival.

No tenía invitación ni para el acto de entrega de premios ni para la fiesta que tendría lugar posteriormente en el gran hall del hotel. Pero yo -que no soy del tipo que toma el control de las circunstancias- pude sin embargo entrar a los dos lugares. Un poderoso voluntarismo hizo que me las rebuscara para ingresar a sendos palacios de cristal.

Gracias a uno de los estudiantes de cine de La Plata con los que hablé, supe que la estrategia para entrar a la entrega de premios consistía en hacer valer la credencial de prensa que todavía no me animaba a sacar de la mochila mientras esperaba ansiosamente frente a la entrada para periodistas. Procedí a calzarla sobre mi pecho y me acerqué decidido a una de las simpáticas encargadas de prensa (una troupe de mujeres con las que siempre mantuvimos una excelente relación). Le dije que la idea de la revista era cubrir el hecho y que había traído un reporter con el que pensaba grabar el veredicto del jurado. Si bien tenía un rotoso pero tecnológico grabador digital en la mochila dentro de un estuche para anteojos -que tuve mostrar para que el patovica me creyera- no era cierto que mi intención fuera grabar dicho veredicto: el acto iba a tener un carácter tan formal que de poco podía servir registrarlo. Finalmente usé el aparato, incluso levantándolo con el brazo para tomar mejor la acústica del lugar, aunque supongo que en realidad la pose me servía para disimular lo raro de que alguien como yo estuviese en un lugar como ese rodeado de tantos periodistas desaforados, especimenes que no recomiendo a nadie.

A la fiesta de la noche entré por razones igualmente fortuitas. Decidí esperar en la puerta a que cayera otra vez algo del cielo. Pensé varias alternativas, pero mi verdadera esperanza estaba puesta en la posibilidad de que Daniela -otra hada de la oficina de prensa- me hiciera pasar con ella. Pasaron varios minutos y yo empezaba a darme por vencido. Las multitudes agolpadas en la entrada del hotel provincial -salidas como una enorme manada de la entrega de premios- ya había entrado y sólo quedaban los rezagados. Me convencí de que Daniela también habría entrado, cuando su figura se recortó milagrosamente de entre los cholulos que querían ver famosos. Fui enteramente feliz. Corrí al encuentro de la dama, que radiante y generosa me dio su propia invitación y usó su credencial de staff. Antes de ingresar al inmenso hall del hotel, una bailarina de cabaret de los años 30 agasajaba a cada recién llegado con una moneda de chocolate envuelta en papel dorado. No exagero si digo que ese chocolate fue el símbolo de una noche colmada de placeres.

Adentro pasaron cosas muy especiales. Y, más tarde, la borrachera también pasó increíblemente desapercibida, al punto de no arruinar el inicio de una carrera profesional. Retomo la pregunta del comienzo, pero ahora especulando con una posible resolución: ¿porqué no hice papelones (al menos de los que no tienen arreglo) si siempre los hago cuando tomo de más? La diferencia es que esta vez me excedí pero de felicidad. (En casos más funestos de mi pasado, tomaba movido por la pena). Sin embargo, también tuve mis deslices la noche del festival: hubo varias mujeres a las que seguramente les resulté un poco pesado. Pero son males menores, olvidables; puedo quedarme con el recuerdo de todas las cosas buenas que pasaron. Vuelvo a evocar la figura de Pancho que estuvo ahí para dar la cara por mis exabruptos.

Creo que la felicidad, la alegría y la esperanza nos salvan de la desgracia porque nos regalan un aura que nos protege de todos los males posibles. En este caso el bien se encarnó en Pancho, en las mujeres de prensa, en el chocolate y, seguramente, en muchas otras cosas. Pero principalmente se encarnó en mí: yo estaba muy feliz -no recuerdo una felicidad tan grande. Y probablemente porque yo estaba inmensamente agradecido con la vida (así me sentía), fue que una especie de dios decidió obrar en favor de mis anhelos, evitó que al final estropeara todo. Pude formar parte de esa fauna de glamorosos y ser tan cholulo como ellos: hablé con directores de latitudes lejanas y con bellas promotoras que en otras circunstancias ni se habrían fijado en mí (los poderes de una credencial de prensa son verdaderamente maravillosos). Todo entre acrobáticos platos cargados de mariscos y tragos preparados en su justa medida: un cóctel explosivo al que fue imposible no suscribir.

Lo peor de la borrachera vería la luz con la resaca del día siguiente. Sin embargo, pude soportarlo sin atormentarme: mi mente estaba en armonía en un cuerpo débil y deshidratado. Creo que la vida me convidó con este elixir para que vuelva a probarlo sin cometer los mismos errores. Ahora sé que el lúpulo de tres latas de cerveza quilmes (todo gratis ¿pueden creerlo?) cierra la boca del estómago y atasca el alcohol, y sé que un solo vaso de gancia en esas condiciones –ese fue el caso- puede ser fulminante. La vida me deja una enseñanza que no pienso desaprovechar de ahora en más: la próxima vez empiezo directamente por el gancia: nada de cerveza.

Entrevista con Fabián Bielinsky

Mientras retirábamos la revista de la imprenta nos enteramos de la muerte de Fabián Bielinsky, el entrevistado de este número. El 21 de abril montamos en el Roca para el trayecto La Plata-Buenos Aires (era una mañana radiante) y llegamos a la casa de Bielinsky: una casa cómoda y luminosa con una especie de sala de cine, un home theatre y estantes con DVD de clásicos norteamericanos (unas 400 películas). Bielinsky fue amable y generoso con nosotros: expuso sus ideas y se ocupó de dejar en claro sus posturas. Creemos que lo que dijo es muy interesante porque forma parte de un debate que Bielinsky quería dar explícitamente. Por eso -y por todo lo demás- la noticia golpeó con la fuerza de un martillo.

(Mientras armamos esta hojita nos enteramos de la muerte del director uruguayo Juan Pablo Rebella: en este número de la revista, Esteban Rodríguez escribe acerca de Whisky –la película que hizo con su co-equiper Pablo Stoll. Tenía 32 años, el diario habla de suicidio, no lo conocimos, nos gustaron sus películas. Reír para no llorar se titula la nota.)
Mariano Colalongo y Alvaro Fuentes

Entrevista con Fabián Bielinsky - 21 de abril de 2006

Eran cerca de las nueve de la mañana. En el tren para Buenos Aires, rumbo a la entrevista prevista para las once, estábamos inquietos: se supone que vamos a preguntarle algo sobre el Festival de Mar del Plata aprovechando que había sido jurado (al menos en eso habíamos quedado), y ni siquiera sabíamos con precisión cómo habían sido asignados los premios. ¿Qué podíamos preguntarle? Algo medianamente interesante que no pusiera en evidencia que no estábamos para entrar en detalles.
Él iniciaría la conversación sacando el tema de la nota de Marcelo Scotti, que criticaba su película en nuestro número anterior, tema que rápidamente relacionó con el de la enorme distancia entre una película y todo intento posterior de la crítica por racionalizarla. Él solito comenzó por contarnos sobre Mar del Plata.

-Acabo de ser jurado en Mar del Plata. Fue la confirmación de lo estéril del esfuerzo de racionalizar la mirada sobre una película; más que racionalizar, lo que se puede hacer es intentar compatibilizar: cada mirada es un mundo diverso. Lo sabía, pero tuve que estar sentado junto a esos otros tipos -cada uno fundamentando exactamente lo opuesto de lo que fundamentaba el otro sobre la misma película- para darme cuenta que todo este asunto es casi absurdo. Primero, juzgar la película por peor que otras y, después, aceptar la increíble amplitud de miradas. Justamente por eso, cierta homogeneidad en la mirada o en la opinión -o consensos muy generalizados sobre algunas películas- es casi neurológico. Ni siquiera depende de la calidad de la película; depende de algunos otros elementos, posiciones donde se ubican las sensibilidades de los espectadores, el tipo de liviandad (o no) que tenga, etcétera. Cosa que te pone en el lugar justo como para que, a diferencia de lo habitual, el 99 % de quien la ve más o menos se coloque en el mismo lugar y tenga la misma opinión.

DOS PELÍCULAS

¿Qué balance hacés del camino recorrido de una a otra película?
- Bueno, yo me alegro mucho de haber hecho lo que hice en cuanto a la obra en conjunto. Tenía la convicción de que quería abrir el panorama hacia otros espacios completamente diferentes, para poder, justamente, ser dueño de mis decisiones y del campo a explorar. Y eso, más allá de los riesgos que implicaba, riesgos conocidos, era lo que quería hacer. En los peores momentos, cuando desconfiaba mucho de la película y veía todo negro —porque eso pasa—, me decía: aunque más no sea, que esto sirva para que nadie sepa qué esperar de la tercera. Obviamente no todo el mundo aplaudió, no como en Nueve reinas.
El aura ocupaba un poco ese espacio. “Yo no hago esto. Yo hago desde aquí hasta acá, hasta abarcar un panorama que no tenga demasiados límites.” Sé que Nueve reinas generó un gran impacto popular: la vieron un millón y medio de personas en el cine, y después debe haber habido tres o cuatro millones más que la vieron en la televisión o en video. Y además era una película que podía resultar particularmente simpática o cercana a una enorme cantidad de gente. El aura es efectivamente lo opuesto, trabaja en un sentido opuesto en otros cien elementos. Así que yo tenía muy claro que una enorme cantidad de gente iba a ir a buscar lo que vio la última vez y que no lo iba a encontrar. De hecho yo sabía (y sé) que mucha gente que fue a ver El aura no hubiera ido a verla si no hubiera existido Nueve reinas. Digamos, mucha gente que fue a ver El aura no era público de El aura.
¿Puede ser que hables más de vos en El aura que en Nueve reinas?
El aura, sin duda, es una película más personal pero desde un lugar diferente. Ciertas atmósferas internas, cierto trabajo interno sobre el personaje, vinculado a ciertas obsesiones o fantasías o pensamientos que son míos. Sin dudas se trata de una película más personal y de algún modo más cercana a mí. Me acuerdo que estábamos editando en Bariloche mismo, donde estábamos filmando, agarramos las escenas que teníamos más o menos armadas y juntamos a todo el equipo para una proyección. Fue una experiencia muy rara porque se trataba de un estreno a mitad de la filmación y me acuerdo que Darín me dice: “Sos vos, eso que aparece en la pantalla sos vos”; cosa llamativa porque eso que proyectamos era muy intenso y reconcentrado. Sí, la verdad es que hay un componente personal en términos de atmósfera, de clima, un nivel de obsesión: esas intensidades. Es lo que hace que la película se reciba de esa manera porque, justamente, cuanto más personal te ponés más se dividen las aguas de la sensibilidad del espectador. En general, en El aura son todos personajes muy oscuros, son todos bastante desagradables. Nadie parece tener un costado mínimamente noble. Es un mundo oscuro, de gente oscura. Particularmente el protagonista es por momentos detestable, encima es seco, es todo lo contrario del carisma o la seducción. Ahora, la idea era esa: quería hacer eso, quería hacer un ejercicio de riesgo. Porque la verdad es que puede pasar lo que dice este comentario (se refiere al comentario de Marcelo Scotti en La ventana indiscreta 2): el tipo te deja de interesar, de tan cerrado y de tan seco y de tan asqueroso. Hay gente que le pasó eso. Pero justamente es hora de ver hasta donde llega la identificación, es uno de los laburos que hice en la película. Es casi un experimento porque, al fin y al cabo, uno aprende a hacer películas haciendo películas. La paradoja es esa. Uno no hace como los pintores o los escritores, no hace las páginas o los cuadros y los tira a la basura y vuelve a pintar de nuevo. Acá cada ejercicio lo tenés que ir a estrenar (y defender después y bancarte lo que pasa); es decir, uno aprende haciéndolo. Entonces, mi idea era ver qué pasa si uno fuerza un poco las cosas. Ese fue uno de los objetivos de la misma manera que había otros objetivos: romper las expectativas, ya no sólo las que se generan en torno a uno, sino las expectativas que se generan con respecto al género. Al género y a las reglas… el género es eso, unas reglas que uno sigue y después el argumento se construye casi por separado. ¿Qué pasa con el espectador que cree que va a ver una cosa y termina viendo otra? ¿Qué pasa si los elementos del género comienzan a trastocarse y a enfermarse y a volverse extraños y a perder el sentido? ¿Qué pasa si los ritmos que se suponen que deben aparecer no son los que aparecen, si algunos nexos que debían cerrar no cierran, si los personajes que, casi por definición, deberían terminar juntos no terminan juntos? Una serie de rupturas con lo habitual en el género que me parecía muy interesante para explorar.
La película es una especie de gran salto de comunicación con el espectador. A mí me interesa el cine, a mí lo que más me interesa -por sobre todos los conceptos temáticos que uno maneja- es el cine. Y explorar las herramientas y usarlas, y disfrutar y encontrar el placer y la belleza de lo estrictamente cinematográfico. Esta cinemateca, con esos monstruos, que de poquito la voy a ir armando (tengo Clint Eastwood, tengo Billy Wilder, John Ford, acá hay un poco de De Plama, Sam Peckinpah, Walter Keef…), tiene que ver con eso. Tiene que ver con lo que yo vi, con el aprendizaje que yo hice, y con los espacios que difunden lo específicamente cinematográfico. Bueno, es el cine que más me gusta…

LA POLÉMICA EN TORNO AL POLICIAL

¿Por qué el género policial?
-Es lo que yo particularmente mamé. De todas maneras no me siento limitado a eso, pero por ahora me siento muy cómodo y también es un espacio para hablar de otras cosas. A mí me representa un atractivo, pero honestamente no es limitativo. Tengo ganas de hacer otras cosas, tengo ganas de hacer comedia, drama, la comedia negra es un género que me gusta mucho… Lo que sí siento es que es lo primero que aparece, el tema de la trama como sustento de la película, por alguna razón lo siento especialmente ligado a las idas y vueltas del género policial, donde lo que sucede y la forma en que se va desarrollando genera una estructura muy fuerte de sostenimiento de la película per se. Además uno puede profundizar sobre algunos personajes y otros, lo que a su vez le va a dar mayor carnadura, mayor volumen a todo. En lo policial, la historia por sí misma suele ser un sostén suficiente, por su esencia de avance muy conectado a la atención y a la tensión de los espectadores respecto a lo que va sucediendo. Por eso, de algún modo, me surgió como primera opción. Aparte de que el mundo del delito me resulta fascinante… Si uno quiere tanto Nueve reinas como El aura son policiales pero no tienen policías ni a un millón de kilómetros… está visto desde otro lado.
En torno a la polémica que había desatado la nota (otra vez Scotti), yo propuse la hipótesis de que vos no le dabas tanta importancia a la trama, que te servía como un marco general, pero a vos te interesaba más el ritmo del relato…
— En El aura sí, en Nueve reinas no. Es cierto porque eso también es parte del riesgo de que algunos espectadores se vean sorprendidos o traicionados en su expectativa, porque lo policial, efectivamente, pasa a un segundo plano, es una especie de drama disfrazado de policial. Pero encima tienen elementos concretos, ciertos enganches, ciertos giros, que hacen parecer todo el tiempo que estoy trabajando sobre una película policial… donde es muy importante lo que pasa o lo que deja de pasar y la verdad es que quizá al principio era así, quizá cuando empecé a escribir tenía más que ver con eso. Pero en el desarrollo fue apareciendo más la atmósfera general del relato, el clima y el mundo interior del personaje y el tema de punto de vista, ya que a través del universo del personaje es como accedemos a la historia y no de un modo objetivo… Entonces eso fue ganando preeminencia y me di cuenta que empezar a ablandar ciertos elementos de lo policial y de la trama policial era lo que correspondía.
Me acuerdo de cuando vi Río Místico de Clint Eastwood: a uno no le había gustado y dio dos o tres ejemplos de ciertos nexos que no cerraban. Yo también los había notado porque normalmente esas son cosas que me molestan (y mucho): todo-tiene-que-encajar. Sin embargo, a mí me importaba tres carajos porque la sensación que yo tenía es que no era un policial; es una tragedia con formas de policial. Es una tragedia. Lo que importa acá es la relación entre los personajes y la forma en que esa tragedia se desenvuelve y efectivamente llega a lo inevitable, tal como las tragedias son. Pero claramente había otros elementos, incluso que eran peores que los que señalaba aquella persona, que a mí no me parecieron importantes porque me parecía que la cosa pasaba por otro lado. Y algo de eso había aquí también.

LA PATA RENGA DEL CINE ARGENTINO

¿Qué pensás del actual cine argentino?
-Me parece que es menos feliz de lo que todo el mundo piensa. Y esto me incluye, cualquier cosa que diga del cine argentino me incluye. Me parece que hay (o la hubo al menos) una especie de euforia. Tiene algunos elementos reales, hay mucha más producción, hay gente joven que hace cosas diferentes, pero también pienso que estamos un poco rengos. Hay algunas películas que no lo son, que son videos que terminan en salas de cines vistas por 200 personas, cuando seguramente habría que construir espacios más específicos para ese material, que tienen que ver con un tema de universidades y espacios como los que existen en otros lugares del mundo, más específicos. Ni que hablar la televisión, que es un espacio muy adecuado para ciertos materiales, donde serían vistos por infinitamente más gente sin pasar por las monstruosas dificultades que implica hacer todo lo que hay que hacer para terminar en el cine. Eso para empezar. Después el hecho mismo de que es cierto que filmamos 60 películas pero sólo 5 superan la barrera de los cincuenta mil espectadores, que no es poca cosa, es un fenómeno que hay que analizar. Porque agitar el número como una bandera no sirve por sí sólo, hay que ver realmente qué significan y ver por qué las cosas pasan. Y después, algo que creo que tiene que ver más con mi gusto por el cine, creo que hay una tendencia generalizada hacia un tipo de cine que está muy bueno, que es interesante, que es un cine más personal, más de arte y ensayo, pero que sólo es un aspecto, una de las múltiples variantes de lo cinematográfico. Y que está muy pobre y muy rengo en todo lo que tiene que ver con la clase de cine que, por un lado, genera una relación más fluida con el espectador, y por otro lado es lo que sostiene a la industria como tal, digamos, lo que hace que las cosas continúen y siga habiendo empresas productoras y productores interesados y gente trabajando y técnicos y demás. Pero el cine de género está como muy escuálido. El cine que trabaje más sobre historias y abarque diferente clase de gente. Siento que hay una falta y una carencia de una zona, una especie de acromegalia de un tipo de actividad y una debilidad medio congénita de la otra.

EL LENGUAJE DEL CINE

Nos llamó la atención el asombro que mostrabas en el making of de Nueve reinas, de ese pasaje de un lenguaje (ideal) que es el guión a un lenguaje, digamos, de objetos reales en el set. Ahí había una definición del cine que nos parecía importante, porque tenías que buscar el equilibrio entre el libro y esa realidad que filmar…
—Me parece que tiene que ver con estas dos grandes etapas y tiene que ver también con la esencia representacional o práctica que tiene el cine en cuanto a que se nutre de elementos concretos, frases fotográficas. Necesita elementos concretos para suplantar los conceptos teóricos, o las ideas teóricas previas. Son dos etapas tan diferenciadas… lo interesante es que al escribir uno los guiones está muy inmerso en la primer etapa, en la de la fantasía pura, la del pensamiento puro. (Uno no recibe el guión de otro… que de todas maneras genera un mecanismo parecido, así como uno lee literatura e imagina lo que lee, uno recibe un guión y se produce ese mismo fenómeno de abstracción). Pero cuando uno los crea de la nada, de cero, son ideas puras y el fenómeno me parece que se hace más contundente y más visible y también más dificultoso de cruzar. Llega el momento en que uno tiene que matar al que imagina para dar paso al que usa elementos concretos para ilustrar. Es difícil, sobre todo si se trata de una misma persona.
Pareciera que la literatura tiene más posibilidades de fantasear o, probablemente, el cine limita un poco la fantasía o la concretiza
— Sí, es cierto, la literatura nunca necesita de elementos reales para finalizar el fenómeno, no; se materializa en ideas puras, en lenguaje e ideas puras. Y acá tenés que hacer ese esfuerzo. Y sí, efectivamente, empezar a seleccionar esos elementos concretos para reemplazar los elementos abstractos puros que tenías en la cabeza es un paso crucial, y yo creo que de la correcta administración de ese fenómeno depende mucho el éxito, ya no de la película sino de uno como director. Cómo tener la fuerza necesaria para mantener lo esencial y la flexibilidad necesaria para encontrar los reemplazos adecuados e imprescindibles e inexorables que vas a tener entre un mundo y el otro. La flexibilidad no sólo para aceptar, sino para encontrar las mejoras o las ventajas que puedan traer el cambiar este elemento original por este otro concreto: este actor, este lugar, esta relación entre estos actores, lo que surja entre los dos tipos y el espacio en el que se encuentran, un tipo de luz concreto, la lista es infinita. La complejidad de la tarea también es enorme. Es curioso, una actividad de semejante nivel de complejidad como dirigir y es una de las pocas que se le anima cualquiera. A nadie se le ocurre decir “toco bien la flauta dulce, me parece que voy a dirigir una orquesta sinfónica”, sin embargo se le animan al cine. El cine es de un nivel de complejidad, hay que tener un conocimiento de tantas cosas, que tienen que ver con el oficio y encima otras cosas como el acercamiento sensible a los actores, una comprensión de una serie de elementos, es una combinación de la tarea de muchísima gente, durante muchísimo tiempo, en una forma extremadamente parcializada, lo que hace que uno tenga que tener un concepto general permanente en la cabeza para tratar que todas esas piezas desunidas tengan algún sentido… antes de pisar un set como director hay que pasar un buen tiempo, hay que entender la actividad, es un oficio muy complejo y como todo oficio hay que estar ahí.

El código Da Vinci: un caso sin resolver

Por Alvaro Fuentes

El código Da Vinci y El nombre de la rosa se prestan a la comparación porque caen bajo un mismo subgénero de películas que podríamos llamar “de intriga político-religiosa”. Por otra parte las dos adaptan novelas, aunque prefiero no adentrarme en eso primero porque solo vi las películas y segundo porque pienso que, aún adaptando novelas, siguen siendo películas y por lo tanto pueden y deben ser examinadas como tales.
En la película El código Da Vinci todo está traído de los pelos. Un ejemplo es el personaje de un erudito inglés que en cierto momento aparece de la nada y rápidamente pasa a ocupar un rol preponderante en la trama. Que se termine convirtiendo en malo (o al menos en uno de los tantos y difusos malos que aparecen a lo largo del filme) es la gota que rebalsa el vaso, pero antes de su entrada en escena la trama viene siendo más o menos la siguiente: Tom Hanks, recién llegado de Estados Unidos, maneja un auto por una ruta de Francia escapando de la policía francesa. De repente recuerda que tiene un amigo (el personaje en cuestión) viviendo en Francia. La escena se corta e inmediatamente Tom Hanks y la chica que lo acompaña en el auto aparecen frente al portón de la mansión del amigo. Todo es inverosímil: no solo que lleguen sin dificultades a la mansión cuando instantes atrás los perseguía la policía, sino también que el amigo resulte ser un experto en descifrar símbolos antiguos (que para el espectador, vale aclarar, nunca dejarán de ser un misterio indescifrable).
La claustrofobia de Tom Hanks es otro recurso traído de los pelos. Como espectadores, primero nos enteramos de que en los ascensores el protagonista siente asfixia. Después que no es solo en los ascensores sino en todo ámbito cerrado herméticamente. Y cerca del final que de chiquito habría quedado atrapado en un profundo pozo de agua en el que tuvo que mantenerse a flote por horas sin tener de donde agarrarse. Lo cierto es que todo ese pasado traumático que repercute en el presente del protagonista, para colmo presentado en tono de misterio, si directamente no estuviera a la película no le afectaría en nada. Probablemente en la novela el mismo perfil psicológico del protagonista (sé que está) tenga algún sentido y enriquezca el relato, pero en la película está traído de los pelos. En El nombre de la rosa el pasado de Guillermo, que también es presentado envuelto en un halo de misterio, como un pasado traumático que el protagonista mantiene en secreto, se conecta sin embargo de manera determinante con el presente de la historia. El mismo inquisidor que en el pasado lo torturó por decir la verdad ahora lo amenaza con volver a castigarlo si nuevamente intenta revelar la verdad de las muertes en la abadía. El pasado cobra una presencia dramática en el presente, de modo que el perfil psicológico del protagonista en este caso no sobra sino que enriquece la historia.
No es que El nombre de la rosa no tenga defectos y que su trama se desarrolle sin imperfecciones. De hecho la salida de los dos protagonistas de la biblioteca-laberinto queda sin explicar. Alguien podría apelar al argumento de que Adso toma la precaución de atar el hilo de su sotana en una de las cámaras del laberinto para poder retomar a la vuelta el mismo camino, pero lo cierto es que cuando se le ocurre atar el hilo ya está perdido, lo que implica que aún volviendo al punto desde donde parte el hilo el desafío de salir del laberinto aún no está resuelto. Tampoco está bien contado cómo, en otro momento de la película, Guillermo sale de la biblioteca sin morir incinerado. Pero el director toma antes la precaución de mostrar a Adso pidiendo a Dios para que su maestro salga ileso del peligro. Son deslices narrativos que seguramente Annaud vio y que podemos perdonarle porque no atentan contra la solidez y contundencia del conjunto de la historia.
Puede verse también que El nombre de la rosa recurre, aunque una única vez, al típico recurso de película de aventuras en la que el protagonista descubre un botón, dentro de una cavidad ocular de una calavera tallada en la pared, con el que se abre un pasadizo secreto. Pero este recurso resulta creíble porque para llegar a ese botón los protagonistas antes tuvieron que poder ver al sospechoso bibliotecario salir, intentando no ser visto, de la sala dentro de la cual estaban talladas esas calaveras. El problema hubiese sido recurrir a recursos trillados pero sin enmarcarlos en un contexto explicativo más sutil y verosímil. El problema hubiese sido recurrir indiscriminadamente a recursos trillados, sin darles contexto, como lo hacen muchas películas hechas solo para vender, como es el caso de El código Da Vinci sobre todo en las escenas en que los protagonistas descifran códigos secretos. Dichas escenas parecen todas iguales, no se entienden y las olvidamos rápidamente porque no son significativas.

V de violencia

Por Enrico Simonetti

Con el estreno de V de Venganza la industria cultural nos vuelve a invitar a discutir sobre la cuestión de la violencia. Pero esta vez no de forma abstracta, por medio de sermones que la entronicen en el mal absoluto o que intentan catalogarla como valor antinatural. Todo lo contrario: la película de James Mc Teigue muestra a la violencia como proceso que desata cambios políticos, como factor histórico.

I. Violencia política y violencia terapéutica

El personaje principal, V, ha sido catalogado por varios diarios como un terrorista, del mismo modo que lo hicieran los diarios de la década del ‘30 con Severino di Giovanni, anarquista que emprendió su lucha por medio de atentados políticos, por medio de la utilización del terror. Y de la misma forma que los grandes medios masivos de comunicación y nuestro gobierno nacional definieron a los trabajadores del Hospital Garrahan: “terroristas sanitarios”. Bajo el mote de terrorista se ha intentado y se intenta demonizar las diferentes expresiones de lucha popular. Formas muy diversas en las que los sectores populares expresan un rechazo al sistema, ejerciendo violencia en respuesta a las injusticias que la clase dominante se esfuerza en perpetuar.
A pesar de estas lecturas, V de Venganza ha causado gran adhesión y quiero hacerme partícipe de ella. En especial con una frase que sale de boca de V y que da cuenta del contexto general en el que la violencia hace su aparición: “La gente no debe temer a sus gobiernos; los gobiernos deben temer a la gente”. Así da respuesta de forma positiva a la cuestión del uso de la violencia, que se expresa en la película de dos maneras diferentes aunque con un denominador común: la relación contradictoria entre el miedo y la libertad.
En primer lugar podemos encontrar un uso de la violencia que podríamos llamar política, en tanto le sirve a V para mostrarle al pueblo que es posible combatir al régimen político fascista en que viven, pero como están sumidos en el miedo que el régimen les infunde no se atreven a rebelarse. El ataque a los edificios del gobierno y la toma de la central de televisión funcionan a la vez como actos pedagógicos (en tanto incitan a imitarlos) y convocante a una movilización de masas contra el gobierno.
La violencia y el terror político, en este caso, tienen un uso similar al que han querido darle desde anarquistas a montoneros: como hecho generador de conciencia política, ya sea mostrando la respuesta represiva del Estado, marcándoles enemigos al pueblo o como acto político en busca de adhesión popular. La historia argentina da cuanta de un acontecimiento bastante parecido al respecto. Los Montoneros se dieron a conocer precisamente secuestrando y fusilando a Aramburu, un histórico enemigo del pueblo trabajador, y generando un gran reconocimiento y adhesión popular hacia la organización.
En segundo lugar, podemos encontrar un uso terapéutico de la violencia. Y en este punto podemos sumergirnos en un cúmulo de contradicciones éticas. V -nuestro antihéroe que venía justificando la violencia como acto de justicia del pueblo y con fines directamente libertarios- nos expone ante una situación límite: pasa a justificar una tortura y, aun más, la persona torturada también legitima ese acto agradeciéndolo. Veamos esto.
La trama de le película se desarrolla alrededor de la relación que V establece con Evey (Natalie Portman), a quien rescata de las manos de los agentes del gobierno que pretendían atacarla en un callejón de la ciudad. V la rescata y la hace cómplice de su primer atentando contra el gobierno. La vida de Evey, hasta conocer a V, había estado atravesada por una experiencia traumática sufrida durante su infancia. A los 4 ó 5 años de edad presenció cuando las fuerzas de seguridad secuestran y desaparecen a sus padres por razones políticas. Las similitudes con la historia reciente de nuestro país no hacen más que acrecentar la verosimilitud de esta escena, que ella recuerda constantemente y que no la ha dejado vivir libremente.
Como decíamos: V no tiene mejor idea que repetir este acto que marcó a Evey, poniéndola en el lugar de sus padres: la secuestra, encarcela, tortura y condena a muerte. Evey vive todo esto pensando que sus torturadores son del gobierno y que la habían llevado por ser cómplice de V, el enemigo público numero uno del gobierno. Los espectadores tampoco sabemos que quien tortura a Evey es V; por eso, mientras ella es torturada no hacemos otra cosa que compadecernos de ella, sentimiento que ya había sido construido por la historia en relación a sus padres. Es justo en este lugar en donde se produce un quiebre en la relación entre Evey, V y nosotros somos sus espectadores. Este quiebre se produce cuando V confiesa a Evey que ha sido su torturador, lo que inmediatamente nos distancia a ella y a nosotros de la figura de V. Nuestro heroico antihéroe había utilizado la violencia, por medio de la tortura, para liberar a Evey de sus miedos. El problema que suscita este acontecimiento salta a la vista[1], poniéndonos ante un dilema moral y político de dimensiones centrales: ¿es válida la violencia si la causa de su ejercicio, sea la que fuese, es justa?; ¿es posible justificar un caso de tortura si sus objetivos son tan nobles como la liberación subjetiva de un ser humano? Mc Teigue resuelve este dilema por la positiva, puesto que una vez liberada Evey de sus miedos, será ella misma quién se lo reconocerá a V. La escena en donde baja la palanca del tren que hará explotar el Parlamento es un símbolo claro de la realización de su libertad personal y al mismo tiempo una adhesión al ideal libertario que pregonaba V. Liberada de las ataduras del miedo, Evey continúa la tarea que V, su maestro espiritual y político ya muerto, no podía llevar a cabo; había sido preparada para no tener miedo de ejercer un acto de libertad que generaría un hecho política de dimensiones espectaculares. Como le diría V: “Dinamitar un edificio puede cambiar el mundo”.
Como señalamos al principio, más allá de estos dos diferentes usos que se le da a la violencia, el nexo que los une es la relación contradictoria entre el miedo y la libertad. Su uso político busca que el pueblo libere sus miedos al gobierno -y por lo tanto que ejerza su legítima libertad- mientras que el uso terapéutico busca eliminar el miedo individual para activar una subjetividad libertaria. Mc Teigue muestra que el miedo es uno de los factores subjetivos esenciales que imposibilitan la liberación y rebelión tanto individual como colectiva: cómo solución -un tanto provocativa para estos tiempos donde la violencia es sinónimo de fascismo y el discurso de los derechos humanos un manoseo de cuanto moralista kantiano ande suelto.

II. La violencia como atajo político
Si bien la película envuelve un mensaje libertario y apologético de la rebelión popular, carece de grandes limitaciones en cuanto a su propuesta política de emancipación. La violencia o el uso del terror nunca ha sido útil como estrategia de emancipación social sino todo lo contrario: ha generado tanto la profundización de la reacción desenfrenada de las clases dominantes como la distorsión de las prácticas políticas en los sectores populares. La historia de las luchas nos ha demostrado que el camino para la liberación social no tiene atajos (2) y que sólo es posible a través de la organización y movilización de las clases oprimidas. En este sentido coincido con Juan Pablo Lafosse en su intervención en la polémica desatada por Jouve cuando dice que “La violencia es necesaria e inevitable en todo proceso de resistencia. No es posible mantener la calma mientras condenan a la mayor parte del mundo a la miseria, mientras se construye una sociedad cada día más injusta y menos igualitaria, mientras se intensifica la explotación y el abuso del hombre por el hombre. La lucha por la liberación debe ser constante y feroz, pero debe tener ante todo un límite infranqueable: el respeto por la vida, por sobre cualquier otro valor humano.”[3]



[1] A propósito, resuenan los ecos de una ya larga polémica desatada por Héctor Jouve sobre la política y la violencia. Jouve, militante del Ejercito Guerrillero del Pueblo (EGP) reconoce que durante el desarrollo de un foco de la guerrilla, por razones como “una posible traición” es fusilado uno de sus compañeros. Este reconocimiento desata una polémica que recorre diferentes diarios y revistas.
(2) Me refiero a las diferentes experiencias guerrilleras que hicieron del uso de la violencia contra el Estado y la clase dominante el eje su política, en lugar de hacerlo sobre el trabajo cotidiano de organización y politización de los diferentes sectores populares.
[3] Juan Pablo Lafosse, Pensar las muertes de los tiempos del fusil en tiempos de piquetes y cacerolas, 6 de Junio de 2005. Revista Confines.