Editorial: el alma alemana

"El alma alemana" es una expresión que recorre cómodamente las páginas del libro de Kracauer sobre cine De Caligari a Hitler. Una de las innumerables anécdotas que figuran en ese libro cuenta que en el período de entreguerras un conde de Francia, felicitando al guionista de El gabinete del doctor Caligari, sentenció que aquellos eran tiempos para que el alma alemana se diera a conocer al mundo. Con aires de mucha grandeza decía que el alma de Francia ya había tenido su momento con la revolución de 1789 y que ahora le tocaba el turno a los alemanes.
La fórmula de alquimia intelectual que por decantación aplicamos en esta separata queda perfectamente resumida en la anécdota que acabamos de dejar atrás. El mismo movimiento del espíritu por el cual aquél conde parece captar la fuerza real de la historia, al punto de predecirla, nos conduce también a recorrer un considerable y enrevesado itinerario de películas alemanas que nos permiten entrar en interacción con esa especie de realidad inmaterial que con gran convencimiento todavía persistimos en llamar "espíritu alemán" o "alma alemana".
Como contundentemente lo demostraron el expresionismo alemán, las obras de propaganda nazi dirigidas por Leni Riefenstahl e incluso La caída, el cine se impone en nuestros tiempos como la herramienta de expresividad humana, quizás, más poderosa del planeta. En este caso son las películas alemanas las que nos adentran en la expresión alemana misma, haciendo totalmente superfluos los límites abstractos y aburridamente formales de un lenguaje artístico específico. Cine, historia, filosofía, literatura, y quién sabe qué otras sustancias elementales de la fuerza espiritual alemana, se condensan en esta ambiciosa separata de La ventana indiscreta.
Salvando las distancias históricas y los subsiguientes compromisos asumidos (recordemos que, aunque convencidos de lo nuestro, sólo somos cinéfilos del todavía joven siglo XXI), ofrecemos las páginas que siguen como una constatación de aquella premonición del conde de Francia. El alma alemana, finalmente, se dio a conocer al mundo y el cine, aún hoy, sigue dejándonos ineludibles testimonios de su compleja e irresistible presencia.




La ventana indiscreta 1


Rostros humanos


Si tenemos que imitar la fonética de un alemán, un poco en chiste un poco en serio, agravamos el tono y escupimos sílabas bruscas como si de por sí los alemanes fuesen nazis que imparten órdenes. Como si la fonética misma contuviese el autoritarismo de la conducta inherente a cada alemán. Tiene que aparecer alguien que haya conocido Alemania, y que le profese verdadero respeto, para desmentir nuestra apresurada creencia y contarnos que el idioma alemán es una lengua delicada y exquisita como pocas, y no sólo un burdo medio de comunicación entre animales autoritarios.Este es sólo un ejemplo de cómo en las últimas décadas, probablemente desde mucho antes, fuimos formando de Alemania un mito que peligrosamente se alejaba de la realidad. Lo mismo se evidencia cuando los críticos de cine interpretan películas realizadas en ese país. Un poco para ofrecer ideas críticas de un cine alemán menos mitificado, pero fundamentalmente para desmitificar a los alemanes mismos, es que me interesa publicar la nota que sigue.


El Herzog racionalista
Desde los tempranos años sesenta, Herzog viene sembrando un revuelo de opiniones en torno a su propia figura. La crítica especializada de cine comparte la idea de que es un director despótico, inescrupuloso, capaz de someter a sus equipos de trabajo a la explotación y el desprecio. Lo curioso es que en los reportajes y entrevistas se muestra como una persona comprensiva y con predisposición natural a dialogar con los otros. Incluso llega a decir que una de sus principales características es la prudencia.
Un empleado de la cinemateca de Toulouse que estaba de visita en Argentina, cuando le pedí su opinión de la película La caída, me dijo que estaba muy mal filmada. "Sí… pero la película… ¿qué te pareció?" le volví a preguntar yo, como para hacerle notar que no me estaba respondiendo lo esencial. Después de unos tres intentos, finalmente me confesó que La caída tenía algo rescatable: por primera vez los alemanes dotaban de un rostro humano a Hitler, que hasta ese momento en Europa siempre había sido sinónimo de bestia inhumana o encarnación del mal en el mundo. Hago notar dos cosas: la inicial reticencia que mostró mi interlocutor a hablar del problema fundamental que presenta la película y este mecanismo humano, señalado concientemente por el francés, tendiente a demonizar lo que no se comprende.
Las razones por las cuales La caída fue mucho más controvertida que el cine de Herzog, al punto de remover los cimientos del público en general, son tan obvias que no habría ni siquiera que aclararlas: si se humanizan figuras como las de tiránicos emperadores o despiadados jefes tribales, cosa que de hecho el cine hace, la controversia directamente no se abre. Pero se tocó la figura de Hitler, sobre la que todavía hay puesto demasiado odio.Las películas más controversiales de Herzog, si bien no molestaron a nadie, generaron el mito demoníaco en torno a la figura del director. Esto revela algo del mismo odio e incomprensión que se desastaron con La caída. En Aguirre, la ira de Dios, por ejemplo, Herzog cuenta en tono exaltadamente romántico la historia de un conquistador español que arriba a tierras amazónicas con una sed animal por apoderarse del oro que espera encontrar en ellas. En Fitzcarraldo, se trata de un exquisito aristócrata inglés que, con aires de imperialismo, es capaz de someter a trabajo forzado a cientos de aborígenes con tal de cumplir su sueño de construir una ópera en el punto más alto y alejado de la selva amazónica.
De estas películas lo que más inquieta es el poder que tienen de transmitirnos las pasiones de sus oscuros protagonistas. El director capta con gran penetración el amor obnubilado que sienten Aguirre y Fitzcarraldo cada vez que están cerca de ver realizados sus sueños. Herzog nos obliga a sentir compasión e incluso empatía por hombres que en los actuales tiempos se debe tachar de inmorales o enemigos de la civilización. Creo que este es uno de los principales hallazgos de su cine. Goethe ya lo había hecho a través de la literatura, con su Fausto, resaltando los rasgos humanos de Mefistófeles, que no es otro que el diablo personificado en un hombre. Hegel, Shopenhauer y Nietszche son sólo algunos de los filósofos alemanes que mejor supieron encarnar estas espiritualidades humanas irracionales, iracundas y hasta demoníacas. Quizás sea la crítica fundamental del romanticismo, perfectamente expresada en el Hiperión de Holderlin, la que mejor cuaje con las películas más polémicas de Herzog: son precisamente los fines más nobles -como la belleza sublime para Fitzcarraldo o la instauración del bien supremo para Aguirre, que se proclama a sí mismo rey de todo el Amazonas- los que empujan a cometer los actos humanos más bestiales. Buscando la libertad para los griegos, convencido de que los fines perseguidos son los mejores, Hiperión termina liderando hordas de brutales asesinos. Y las metáforas alemanas de esta paradoja trágica son demasiadas como para enumerarlas.
Viendo la complejidad moral y psíquica -vamos a decir espiritual- de los personajes herzoguianos, y los dilemas existenciales a que nos enfrentan, me resisto a creer que Herzog sea sólo un apologista de algún tipo de irracionalidad, como podría pensarse. Con dichos personajes el director alemán nos invita a cuestionar la pureza de la racionalidad, a tomar conciencia de su contracara, penetrando los trasfondos más oscuros y reveladores del hombre.
El Hirschbiegel casto
A pesar de haber quedado fascinados con la película La caída, nos enteramos de una crítica como la de Wenders, indignado por la parcialidad con que se trata un asunto que sería de por sí condenable, y nos preguntamos si es correcta ética y políticamente nuestra defensa de la obra de Hirschbiegel. Por un segundo creemos estar siendo funcionales a la ideología nazi, sólo por nuestra tendencia a no querer estar de acuerdo. Afortunadamente la culpa se nos pasa rápidamente. Si por instantes la sentíamos, e incluso llegamos a confesarla como lo estamos haciendo ahora, es porque también nosotros somos capaces de indignarnos frente a la barbarie que ejercen hombres sobre otros hombres. No somos ajenos a los feroces despliegues de dicha barbarie, a veces como víctimas, otras, probablemente, como sutiles e imperceptibles victimarios. Pero así y todo seguimos insistiendo con que la película no tiene que indignarnos.
El mismo empleado de la cinemateca de Toulouse que terminaría confesando la virtud de La caída llegó a decirme, después de nuevos intentos por sacarle el tema del nazismo, que él no había vivido esa época de la historia. Que yo tenía que entender que él, por pertenecer a una generación posterior, no estaba en condiciones de sostener las fuertes posturas sobre el nazismo que yo quería escuchar. Me sorprendió viniendo de alguien perteneciente a un país que había sufrido tan de cerca la violencia nazi.
Me quiero servir de esta nueva confesión del francés pero esta vez para discutir con Wenders. Entiendo la indignación del director de Buena vista social club (que no acepta ningún tipo de benevolencia frente a una figura como la de Hitler) y la de todos aquellos que aún padezcan el feroz resentimiento contra una dictadura de la que todavía quedan muchas secuelas. Pero no acepto que se juzgue una película por no haber sido filmada desde ese mismo resentimiento. Hirschbiegel, uno de los exponentes jóvenes del nuevo cine alemán, también pertenece a esa generación que no carga con el mismo odio al nazismo de sus antepasados. Odia al nazismo, pero también y fundamentalmente intenta comprenderlo.
La verdad de los alemanes
Viajar a Buenos Aires, al suntuoso Village Recoleta, para cubrir el V Festival de Cine Alemán sirvió, yo creo, para comprender, más que lo que pasa con el cine alemán en Argentina, lo que nos estaba pasando a los que con desmedida pasión tratábamos de sacar esta publicación. Para nosotros el valor histórico del estreno de La caída o la fuerza vital de cada pieza de la obra cinematográfica de Herzog y, en fin, la importancia de todas aquellas experiencias del cine y la cultura alemana que con espíritu trágico hemos estado abordando a lo largo de los últimos meses, eran cosas que ni siquiera se discutían. El intento frustrado de entrevistar al organizador del festival, de alguna manera, nos hizo tomar conciencia de que, si bien el cine y las culturas de otros países pueden influenciar a muchos, los que estábamos siendo verdaderamente influenciados, porque nos prestábamos para eso, éramos nosotros. Después de ver una película de Margarette Von Trotta, en una sala colmada de alemanes, finalmente dimos con el organizador del evento y le contamos que estudiábamos filosofía, que nos interesaba mucho el cine y que prontamente publicaríamos el primer número de una revista que hablaría sobre cine alemán, aprovechando el estreno de La caída, película que por otra parte, también le dijimos, nos había parecido especialmente interesante. Nuestro interlocutor nos miraba ligeramente sorprendido, como sin terminar de encajar con nuestra naturaleza. Le preguntamos qué proyecciones tenía organizado el festival y, apurado por las caóticas circunstancias del evento, se puso a explicarnos que para los organizadores el cine alemán en Argentina era fundamentalmente un mercado redituable, o rentable, o viable. No me acuerdo bien las palabras que usó pero el sentido era bastante claro. También era claro que no vivía la experiencia del cine alemán como la estábamos viviendo nosotros. Pero no se podía pedir otra cosa: éramos nosotros, no él, los que estábamos flotando en una burbuja de irrealidad. En La Plata nuestros compañeros estaban en una gran asamblea, a punto de tomar la facultad, y nosotros viajando en un tren con destino al Village Recoleta para compartir una completa desconexión nacional con los alemanes residentes en Argentina. Como jóvenes estetas del París del 68, nos perdíamos apasionadamente en los vericuetos de una realidad ardiente que a cada segundo parecía estar más próxima a su propia destrucción. El mundo se acababa y nosotros como barriletes que inician su vuelo libre empujados por los vientos de la historia.
Fue precisamente esa fiebre voluntarista, expresada en el deseo de convertirnos en reporteros de la noche a la mañana, la que finalmente nos condujo a la desilusión. Una desilusión que no tardó en fagocitarse a sí misma para dar lugar a un nuevo estado emocional, esta vez favorable, de resignación serena. Entendimos que muchas veces el destino nos obstruye el camino porque se guarda una gran enseñanza para compartir con nosotros.
Todo sucedió en unos pocos segundos. El alemán interrumpe su conversación con nosotros porque alguno de sus empleados lo requiere, e inmediatamente con mi compañero intercambiamos gestos apresurados y palabras no muy bien articuladas pero que sin embargo transmiten rápidamente un mensaje claro como el agua: habíamos tomado la determinación de aprovechar la distracción del entrevistado para sacar el reporter de la mochila. Las cosas que el empresario de cine nos estaba diciendo tenían que ser grabadas si más tarde queríamos contar la experiencia como auténticos corresponsales del hecho.
Cuando vuelve su cuerpo hacia nosotros, lo primero que encuentra es el reporter, muy cerca de su nariz, y atrás un raro personaje, es decir yo, preguntándole si se dejaba grabar. Naturalmente, el hombre de negocios se sintió aturdido por nuestro arremetedor proceder (visto desde afuera, el lapso en que sacamos el reporter de la mochila podía confundirse fácilmente con la tentativa de un atentado terrorista) y por eso decidió suspender en ese mismo momento el diálogo que en realidad ni siquiera había tenido tiempo de iniciarse. Si bien nos dejó su tarjeta personal, para que volviésemos con una cita "donde pudiésemos estar más tranquilos", nos quedamos como con algo atravesado en la garganta. Había sido tan intensa la certeza de que volveríamos a La Plata con un reportaje que la brusquedad con que se cortó todo dejó cierto halo de desilusión.
Lo mismo pasó con los espectadores en las salas. Mirando Fuera de ritmo, en dos butacas inmediatas a la mía se sentaron dos adolescentes alemanes que si no hubiera sido por el idioma tranquilamente podían pasar por argentinos. ¿Pero qué esperaba yo de adolescentes alemanes?... ¿o es que ni siquiera los esperaba, y la sorpresiva aparición de sus figuras, tan reales, tan banales como las que nos rodean cotidianamente, me hizo tomar conciencia de lo lejos que estaban mis representaciones del mundo, del mundo tal y como finalmente se presenta? Los alemanes son tan banales como cualquier otro pueblo que podamos tomar al azar. Incluso, en las salas de cine, se ríen en los momentos de película en que no debieran reírse. Como gran parte del público argentino, suelen no diferenciar las partes cómicas de las partes trágicas de un film.
Si en algún momento creímos que a través del cine alemán íbamos a captar algo así como la esencia alemana (así es como traducíamos el sentimiento de responsabilidad filosófica frente al cine de ese país) hoy vemos que ingresando en el corazón mismo de lo alemán (¿qué puede ser más penetrante en este sentido que rodearse de alemanes que van al cine y ver películas alemanas con ellos?) sólo nos alejábamos del objetivo. Sólo desmitificando a Herzog, a Hirschbiegel, al mismo Hitler e incluso al pueblo alemán como suerte de espiritualidad elevada podemos acercarnos a las proximidades de la verdad que estamos buscando.

Imposibilidades de un cine neutro


a mis viejos, vueltos a nacer el 15 de mayo


Wim Wenders, en la revista francesa Trafic (dic. 2004)*, acusa a Oliver Hirschbiegel de haber tenido en La caída una condescendencia con el führer. El hecho decisivo es no haber mostrado su muerte, y sí la de todos los demás. «Declaro que el führer está muerto» en esta película eso no tendría que haber sido una declaración, dice Wenders. Y se pregunta: «¿no es ese escamoteo lo que hace que esas figuras sean inmortales, míticas?». Hirschbiegel se vuelve dudoso al hacerle esa concesión a Hitler. Ahora bien, su crítica resulta externa, pues le pide a la película que tome partido por el nazismo, que lo enardezca o vitupere (según el sentido común y la “sana” costumbre) cuando la película intenta, en todo caso, mostrarnos otra cosa: la nueva experiencia de un Hitler humano. Y además es deshonesta: arroja un manto de duda sobre el director pero no se atreve a afirmar que sea efectivamente un nazi.

No obstante, deja entrever una cuestión: ¿es posible la neutralidad en el cine? Porque a Wenders, en definitiva, le molesta que la película intente ser neutral respecto al juicio, que nos lo deje a libre elección. Es cierto, el cine no puede ser neutral. El cine emite necesariamente un juicio sobre lo que muestra. La cámara no es un vehículo traslúcido y neutro; al contrario, encuadra la realidad, muestra imágenes. De modo que podemos decir que con el cine sucede lo mismo que con el sujeto trascendental kantiano: de lo real sólo obtiene fenómenos (imágenes aisladas que se le presentan). Ante la imposibilidad de mostrar la realidad y obteniendo siempre el fenómeno, la tarea del realizador de cine será, kantianamente dicho, la de hacer aparecer el nóumeno (es decir lo en sí, la cuestión a mostrar, algo que en la película, si todo sale bien, podremos ver en la totalidad de su desarrollo). La particularidad de la mirada del realizador tal vez sea mostrar en las apariencias de lo real (es decir, los fenómenos, el material que retiene en la imagen) lo real. El realizador se sumerge en un mundo fenoménico imponiendo un orden temporal, secuenciando las imágenes de una determinada manera. Algo parecido pensaba Pasolini, y hacía la salvedad: el director de cine debe ser consciente de la violencia que ejerce sobre la realidad (su juicio sobre lo que muestra), para que lo real emerja de la narración en forma indirecta. E indirecta quiere decir aquí de nuestro lado, asumiendo nuestra condición de sagaces espectadores.

Pero antes de hilar fino, volvamos al tema que nos preocupa: la posibilidad de una neutralidad del punto de vista.

En cine hablar de «punto de vista» es un poco vetusto y anacrónico. Si seguimos las precisiones del Diccionario de cine de Eduardo A. Russo, podemos decir que en un sentido literal el punto de vista haría referencia al sitio desde donde se ejerce la visión de un espacio; y en un sentido metafórico, aludiría a lo ideológico o a lo relativo a la narración del film como totalidad. Wenders, que lo piensa en este segundo sentido, piensa además que el punto de vista en La caída es un doble «punto de vista», un punto de vista híbrido. En efecto, la película cuenta dos testimonios que aportan la cuota de veracidad que nos sacude como espectadores. Por un lado, la narración cercana e intimista de la secretaria, que garantiza cierta familiaridad con el objeto; y por otro, el testimonio que se supone objetivo del libro sobre los últimos doce días del Tercer Reich del profesor Joachim Fest. De manera que en La caída nos encontramos con escenas narradas desde el «punto de vista» de Fraulëin Junge, la secretaria, y otras que pretenden contar los hechos tal cual fueron; es decir, desde el «punto de vista» de libro de Historia. Wenders dice: «La competencia del profesor, conjugada con la autenticidad de un testigo directo de los hechos: ¡imposible dudar de la seriedad de los propósitos! Con ese espíritu fue lanzada la película: "Sabemos de lo que estamos hablando."»

Sobre todo hay que concederle a Wenders sus argumentos de realizador, que nos han hecho pensar en esta cuestión del «punto de vista». Concuerdo con que en cine no alcance con tener componentes verídicos. No podría pensar la experiencia del cine como la que tengo con un conjunto de testimonios confiables. En todo caso diré que se comenzará a pensar a partir de ellos. El cine a partir de allí zanjará otro nivel de verdad, establecerá por la potencia de sus imágenes, dada en su exposición pública, una nueva experiencia cargada de significado. Como pensaba Herzog: «en cine, los niveles de verdad son infinitos, y el del llamado cine-verdad es el más superficial, el más primario». Prolongar los límites de verdad, excederse en el «punto de vista», crear un punto de vista en el otro, resulta ser una condición a priori del cine, independiente de la experiencia (fallida, según Wenders) de Hirschbiegel. Además, el punto de vista puede ser múltiple y variable de plano a plano. Por lo que un punto de vista pueden ser muchos puntos de vista. Puede variar, por ejemplo, de personaje a personaje, de cámara subjetiva a cámara subjetiva y aún así contar una historia. Es el caso de Rashomon de Akira Kurosawa (1950), donde un crimen, evocado por cuatro personajes, queda sin hallar una versión definitiva, es decir, sin reducir el «punto de vista» a un relato definitivo del hecho. Esta experiencia nos enseña que la hibridez de «punto de vista» no existe, puesto que el cine, en todo caso, lo construirá a priori, independientemente de la claridad con la que lo muestre, o inclusive mostrandolo de una manera vulgar.

Por todo esto podemos decir que la crítica de Wenders no tiene ninguna validez estética; y se centra sólo en los aspectos ideológicos. Y a este respecto, tampoco concordamos con Wenders pues, para él «La caída nos deja con una imagen de sol, de libertad. Mientras que los dos héroes alemanes sobrevivientes pedalean hacia la libertad, una luz de sol artificial ilumina a Traudl y al pequeño Peter de las Juventudes Hitlerianas.». En todo caso, que él se haga cargo de esa imagen de sol y libertad que le deja la película. Por nuestra parte, si recordamos el aturdimiento con que salimos del cine al ir a verla, tenemos que decir que La caída no nos dejó sino en silencio. Salimos del cine aturdidos por el sabor de un drama muy intenso, oscuro y alemán: el suicidio y la coherencia dramática que, dadas las situaciones que se describen, encierra esa idea.

En definitiva, todo ocurre como si, por una parte, no bastara con conjugar dos historias para narrar algunas historias: es necesario establecer, claramente, el «punto de vista», la visión narrativa de conjunto que emite un juicio sobre lo mostrado; y por otra, en una película que trata un tema tan sensible, el «punto de vista» aparece como algo que no puede ser ambiguo*.

Werner Herzog, otro de los grandes directores alemanes, prefería colocar otra verdad en lugar de la verdad "verdadera": «tan verdadera como ella, pero "distinta", intensificada, potenciada»**. Algo parecido hizo Hirschbiegel y el resultado, como pensaba Pasolini, produjo una desestabilización de los lenguajes convencionales. La crítica de Wenders pertenece a esos lenguajes desestabilizados por la figura humana del Führer. Suena como pedirle a Herzog que en Aguirre, la ira de Dios (1972), o en El enigma de Kaspar Hauser (1974), se limitase a contar los hechos históricos dejando de lado toda la verdad que su fantasía nos revela.

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*Un ejemplo parecido se suscitó en la crítica argentina con la primer película de Fito Paez. En efecto, Vidas paralelas (2000), que confieso su punto de vista híbrido, trataba un tema muy delicado (los hijos de desaparecidos) y lo relacionaba con otro muy universal, la tragedia Edipo Rey. De una mezcla tal resulta una deformación, una banalización del hecho concreto (y aun latente), al sumirlo en la trama de una tragedia tan conocida como la de Sófocles. En pocas palabras, lo particular se funde en lo universal y se vuelve indiscernible, perdiendo su particular riqueza de experiencia cinematográfica.



**Todas los comentarios de Herzog proceden de Werner Herzog, una retrospectiva, editado por el Instituto Goethe de la Ciudad de Buenos Aires en 1996.

La tercer cámara: lo alemán del cine alemán


Nuestra mirada indiscreta no es la del director que posa concienzudamente su cámara para encuadrar la realidad. Tampoco es la del crítico especializado, perfecto conocedor de los recursos técnicos utilizados en el proceso de creación de una pieza cinematográfica. Nuestra pequeña cámara de aficionados, la tercera, se interna en las profundidades del cuadro ya filmado, realizando en su interior nuevos encuadres, cortes y secuencias montadas. Con mirada intencionada de director de cine, filma sobre lo ya filmado, creando así un particular lenguaje que constituye su propio registro de expresión artística. Un nuevo género de ficción puesto en escena.


1- La mirada de Goebbels se desprende de la hoja escrita. Otro discurso llega a su fin. Por su posición privilegiada podemos verlo a la cabeza de un colosal ejército, cuyas falanges se forman en simétricos rectángulos en un playón, dominado en lo alto por las tres flamantes banderas rojas del Tercer Reich. Entre las primeras dos, a lo alto de unos cien metros, distinguimos un ascensor que sube y baja: es la cámara de Leni Riefenstahl, que captura imágenes para El Triunfo de la Voluntad (1934), por encargo del führer. Sólo dos personas se paran frente a la multitud; más allá, un águila de hierro se posa en otro pedestal. La magnífica esvástica, ligeramente más oscura, dispone del centro, donde un führer muy erguido, con los brazos tensamente cruzados detrás de la espalda, levanta su vista a la multitud que espera su discurso.Un intercambio de miradas entre Goebbels y Hitler le da paso a un primer plano a los ojos tenebrosos del ministro. En su fría oscuridad se distinguen las peores crueldadades; está suspendido en el momento anterior a su exhortación a la Juventud hitleriana. Con una fuerza que brota de su interior, el ministro extiende su brazo y lanza su energía a la muchedumbre, que unánime y anónima la recibe y responde: "¡Heill, Hitler!"


2- Una carga extraña que embarcan los estibadores: seis o siete cajones, declarados como tierra de Transilvania, deben viajar hacia una ciudad holandesa. La carga es revisada luego de la muerte de siete u ocho marineros. Es de esperar que el vampiro cambie de caja cada vez, porque sólo encuentran lo declarado: tierra... y algunas ratas. Nosferatu, hecho vampiro, vuela y viaja sobre la nave.Cuando el barco llega y golpea lentamente con el muelle, no ven a nadie de la tripulación a bordo: la ciudad se agita. Inmediatamente ingresan los peritos para ver de qué se trata. El barco es un barco fantasma. Toda su tripulación está muerta, disecada. Al capitán lo encuentran atado al timón. Todo el barco está tomado por las ratas. Abren los ojos grandes, hay algo claro en todo este pánico: la peste. La población se encierra en sus casas. Nosferatu comienza la búsqueda desesperada de la mujer que le dará la sangre fresca, que alivie su eternidad solitaria.


3- Berlín ahora está destruida. El ejército rojo avanza y las bombas explotan cada vez más cerca. Faltan sólo dos días para que ingresen en el bunker. En los pasillos se oyen los quejidos del Führer, que nos obliga a pensarlo como un fantasma. De Bruno Ganz emerge la representación de una combustión terrible; es el repliegue de la maldad, la furia acorralada por el temor. Los generales de la SS son unos idiotas mediocres que siempre causaron problemas. La súbita baja tensión de los tubos luminosos indica que las bombas caen «en el blanco». Explotan once metros arriba, pero indican que ha llegado la hora. Se siente la presión de los últimos minutos de vida. El suicidio. Todos los problemas se tornan una cuestión de metodologías. Cápsulas de cianuro o disparo seco adentro de la boca. "Si agitas tu mano, la bala podría dar sólo a un nervio óptico. Por esa razón, es mejor tomar también el veneno. Cuando muerdas la cápsula aprieta también el gatillo”, dice el Professor Haasse. ¿Tendré tiempo?, pregunta el Führer.

4- «De repente, como si las aguas desbocadas nos hubieran escupido en un acceso de rabia, vamos a parar, casi en silencio, a un brazo del río que fluye robusto pero calmoso. Estamos en medio de la selva y nos internamos cada vez más hondo en ella: ahí está la selva virgen.» Ahora la pantalla no nos presenta un hecho real, sino la fantasía demencial de un héroe negro, Lope de Aguirre (Klaus Kinski).Unos bárbaros conquistadores españoles comprueban, tras su sublevación a la Corona, que se hacen dueños de un reino que se extiende a medida que avanzan en la endeble balsa que los transporta por el Amazonas más sombrío. Durante el viaje, pueden verse entre las matas verdes las caras hambrientas de los indígenas, que asoman en silencio y los miran pasar en un futuro perfecto de jugo gástrico. «A partir de aquí nuestro reino es más grande que España» afirma el codicioso y espurio nuevo monarca. Pero el nuevo reino es el Estigio, el río de los muertos, no podrán escapar a la ira de Dios. Una balsa llena de macacos, ese será el nuevo reino, carne fresca abordo.

Y lo humano ¿donde está?


Uno de los impactos más unánimes que ha tenido la película La caída ha sido la percepción de un Hitler humanizado. Como si el director hubiese sido reticente a la hora de adscribir caracteres malignos al personaje, o al menos no los hubiese explicitado con la transparencia que el tema requería. Pero lo curioso es que si queremos justificar con ejemplos esta incómoda percepción que se nos impone con un sabor poco feliz pero con una contundencia insoslayable, no tenemos a qué escena recurrir ni elemento desde donde afirmar aquello que sin embargo sentimos. Tal vez sea este uno de los logros más elevados del film, ya que no sólo nos deja con un sentido flotante de humanidad en Hitler que no tenemos cómo apuntalar sino que, contrariamente, no escasean ejemplos en los que podemos encontrar el transparente prototipo de un Hitler deleznable y tiránico. Pensemos, por rememorar sólo algunas escenas, en las implicancias raciales y la inclemencia contra su pueblo que hay en sus discursos, por ejemplo, en el momento en que ha asumido su derrota y comienza a despotricar diciendo: "Si la guerra está perdida ¿qué importa que las personas también estén perdidas? Las necesidades básicas del pueblo alemán no son relevantes ahora. Nuestro pueblo se volvió débil y según las leyes de la naturaleza debe morir. Lo que quede después de esta batalla será solo el inferior, el superior habrá caído"

Por otro lado, tampoco ha tenido el autor la suspicacia ni la imprudencia de dejar filtrar alguna veneración indirecta y soslayada que nos abra una brecha a través de la cual simpatizar con el Führer. No, su condena del personaje es insoslayable también. Y sin embargo, tanto en nosotros espectadores, como en los detractores del film y en sus admiradores, está el molesto resquemor de sentir que en el Hitler enfundado por Bruno Ganz se perfila un semblante de un ser humano demasiado humanizado para la costumbre y la ética de nuestros tiempos. Pero si estas consideraciones son acertadas en algún punto, ¿qué será entonces aquello que del film nos llega y nos conmueve sin que lo veamos, en base a lo cual vivimos esta humanidad infundada de Hitler?

La primera opción en la que pienso es la más visible, la más superficial: la victimización de los implicados. La primera sensación de humanidad y compasión que sentimos en la película, más que referirla al Führer, la podemos referir al modo descarnado en que es presentado el pueblo berlinés: ¿será la tremebunda miseria y desesperación de un pueblo abatido bajo una invasión, con las interminables camillas de civiles heridos y cuerpos despedazados gritando sobre el fondo de las tétricas imágenes de devastación la que nos genera ese sentimiento de humanidad hacia las víctimas, que de alguna forma se propaga hacia todos los personajes hasta llegar a hacernos sentir que el mismo Hitler se nos presente como alguien más benévolo? O será, por otro lado, el cuadro de un sujeto vulnerable y finito con que Hirschbiegel nos presenta a Hitler, a contrapelo y en contraste con aquellos retratos tipificados e incluso burdamente satanizados hasta en las más suspicaces miradas y los más escondidos gestos, ya que, recordemos, Hitler mismo se sitúa a sí mismo como víctima en varias ocasiones: lo oímos quejarse cuando dice: "todo el mundo me miente, incluso las SS. ¨¡He sido traicionado y engañado desde el comienzo!", o también: "Todas mis órdenes han sido desobedecidas. ¿Cómo puedo ser un líder en estas circunstancias?", y más adelante el desconcertante: "Se acabó. La guerra está perdida. Hagan lo que quieran". Y también aquella escena en que despotrica sintiéndose un extraño advenedizo ante los generales egresados de prestigiosas universidades y miembros de encumbradas familias aristocráticas. En fin, la exposición de un pueblo en las condiciones más deplorables y terribles y la figura de un Hitler que pareciera quejarse de una desobediencia de sus súbditos, situándose en el lugar de víctima desobedecida y engañada podrían contribuir a esta humanización que nos deja el film.

Otro elemento del que podemos servirnos para develar esta oscura experiencia estética es la forma en que aparece expuesta la necesidad de ciertos hombres de mantener allí, fuera de las inmediaciones del yo, un objeto grandioso y omnipotente que sea no sólo la referencia del sujeto, sino la garantía de su constitución. Me explico. Sucede que al ir transcurriendo la película nos da la impresión de que ese sujeto enigmático y sombrío no es sólo la cima de una estructura jerárquica militar, sino el sostén íntimo y mental de cada ciudadano. La escena más emotiva al respecto es aquella donde la enfermera que entra al búnker se quiebra ante la presencia de Hitler y le ruega ahogada en desesperación, mientras aprieta sus brazos llorando: "¡Mein Fuhrer, mantén la fe en la victoria final. Condúcenos y te seguiremos!".

Esta necesidad de ser conducido y protegido ante el desamparo de la guerra alcanza incluso a las figuras más elevadas de la estructura jerárquica alemana, y la vemos en la escena en que los generales y Hitler están reunidos analizando los porvenires de la guerra, y el Führer, que hasta ese momento había mantenido una actitud parca y obstinada respecto a la caída de Berlín, admite, para estupor y sorpresa de los allegados, la derrota. En ese momento se produce un movimiento brusco y sorpresivo en el film y varios de los generales que había estado insistiendo en lo descabellado e insensato que era negar que la guerra había sido perdida y que murmuraban "el Führer ha perdido la razón", pierden su actitud serena y racional y no toleran que el Führer haya aceptado la derrota. A tal punto llega esta conmoción que inmediatamente tratan de reubicarlo, de hacerle entender que en realidad sí pueden ganar la guerra aún, como si se tratara de reordenar las piezas de una estructura imaginaria que se ha corrido y que requería de la presencia del líder en el lugar de figura inconmovible y victoriosa. Pareja con esta actitud hacia un líder va aquella omnisciencia que Eva le atribuye a su amado, cuando, al ser interrogada sobre si eran acertadas o no los planteos de Hitler respecto a los destinos de la guerra dice: "Es el Führer. Sabe qué es lo mejor", gesticulando la obviedad y lo innecesario del comentario. Así, el pueblo, los generales, la nación entera parecía requerir de esta figura idolatrada, habiendo depositado allí, en algo externo, inquebrantable y superior a ellos, todo su andamiaje emocional y patriótico. Tal vez esta podría ser una de las bases que nos hace ver un Hitler que en lugar de un demonio real podría ser un sujeto solicitado a llenar un vacío y ocupar el lugar que la nación le había adjudicado.

Pero hecho este recorrido ninguno de estos puntos me parece lo suficientemente claro como para sustentar este resabio de un Hitler humano que queda amargamente suspendido en nuestra experiencia estética. Y me siento un poco frustrado y un poco engañado por las propias pretensiones de buscar un enigma que parece no poder resolverse. Y pienso entonces que tal vez la respuesta sea tan oscura como la intuición misma que engendra. Hagamos un alto y por un momento tratemos de pasar al negativo de la situación, al lugar que está en el opuesto del demonio; es decir, pasemos al lugar del dios, al lugar de una figura venerada e idolatrada. Sin duda, uno de los rasgos que requieren sostener la idealización de un sujeto humano, es su distancia. A medida que nos acercamos al objeto ideal y vamos percibiendo todos aquellos puntos oscuros y rasgos escondidos que desde la distancia, al no poder apreciarlos, los llenábamos con nuestra propia atribución de rasgos míticos y enigmáticos, vamos percibiendo aquello que a lo lejos nos parecía grandilocuente y delirante como un simple objeto; el objeto elevado al rango de sublime, de cosa inalcanzable (ídolo popular) se va desvaneciendo, su semblante que ilumina y sostiene su esplendor se va evaporando a cada paso que damos. Hasta que al final nos encontramos con un sujeto como nosotros, que camina, que come, que es mas gordo de lo pensado, o mas flaco, que no tiene buen humor, que sólo es grandioso en aquel acto que admiramos (al poeta no le está permitido salir a la terraza a colgar las medias). En suma, nos encontramos con un hombre, donde habíamos visto un dios. Es tal vez esta la sensación que habrán sentido los generales nazis que quisieron, no obstante ver caer al ídolo, reubicarlo en su lugar cuando se quiso rendir. Y tal vez lo que hace Hirschbiegel con nosotros es traernos la sensación opuesta a través de una técnica que consiste precisamente en la cercanía. Y es que La caída narra, justamente, la especificidad y cercanía de los últimos días del Führer. Las casi dos horas y media que dura el film son de una notable hiperconcentración en un punto temporal demasiado escueto, y a través de él nos muestra un agujero finísimo y a la vez trascendente de toda la maquinaria Hitleriana. Quiero decir: la cercanía del ojo que ve, de la cámara que constantemente sigue y ausculta los movimientos, gestos, posiciones, rabietas de Hitler, son una forma de desacralizarlo, de desdemonizarlo a través de una especie de naturalismo del autor. Así se van acumulando en nosotros, casi imperceptiblemente, copiosos y repetitivos fragmentos de un Hitler cercano y cotidiano con el que vamos conviviendo a lo largo de la película. Y es por esta vía que vemos a un Hitler con un temblequeo de abuelo en su mano izquierda, que camina con dificultad, que pregunta cómo suicidarse y de qué forma hacerlo para sufrir lo menos posible, que suelta una lágrima cuando Albert Speer entra al recinto a despedirlo, que se acomoda constantemente el flequillo, que tiene una perra que se pone mal porque Eva la patea y él no se da cuenta, que protesta y se vive quejando porque nadie le hace caso. Es decir, la constancia del film es una cotidianidad permanente que no puede tener otro resultado en nosotros que una desdemonización. Faltaba nomás que nos exhibiera a Hitler sentado en la letrina, o en el inodoro, para terminar de bajar de un hondazo al demonio que teníamos instalado en nuestra percepción previa. Y es así como a través de esta secuencia repetitiva y constante de imágenes cotidianas, de fragmentos de simplicidad, el film en lugar de hacernos caer un ídolo, nos hace caer un demonio. El Hitler que teníamos elevado al rango de lo siniestro-sublime se corre del lugar de lo infernal incognoscible y absoluto y, sin cambiar en nada su esencia ni su identidad, lo ubica, de un modo sorpresivo, esquivo y chocante para el espectador en el lugar de un hombre, un poderoso y enigmático hombre genocida, intolerante, brutal, desalmado, pero empírico hombre al fin. El demonio ha sido desacralizado. El Hitler que vemos en La Caída es un Hitler secularizado.

Tal vez un poco esta última razón, y un poco las anteriores, sean algunas de las posibles causas de ese efecto embarazoso y conflictivo que nos ha dejado esta experiencia estética. De lo que no hay duda es que la experiencia ha existido y se ha impuesto en nosotros de manera concreta y maciza. Y que ha provocado una apertura subyacente que reclama ser colmada.

El fetiche como encantamiento estético


Para mis amigos amantes del cine

Hace 60 años que el cine norteamericano nos acostumbra a pensar a la segunda guerra mundial como producto directo de la avanzada guerrerista nazi, y en este procedimiento todo desemboca en Hitler: el agente histórico que impulsó esta catástrofe. Es decir, ya todos lo hemos visto; el gran cine de masas a construido una imagen de Hitler como un mal absoluto, como la causa de la guerra, de la matanza de millones de judíos, como un ser malvado sin escrúpulos y totalmente demente. No hay por qué quejarse, la Europa devastada y los yanquis triunfantes cumplieron a rajatabla su tarea histórica: construir el relato de su triunfo sobre el mal que acechó a la humanidad: Hitler y el nazismo.

Pero este procedimiento de construcción historiográfica no se hizo sino sobre la base de una serie de mistificaciones, sobre la abstracción de las condiciones históricas de surgimiento de la segunda guerra mundial: la necesidad del capitalismo alemán de expandir su mercado, la humillación del pueblo alemán luego de la derrota en la primera guerra, etc. Sin embargo, con el transcurso del tiempo y una incipiente revisión de lo acontecido fueron mostrándose estas explicaciones más allá de la figura de Hitler y de los intentos ideológicos de explicar el desarrollo histórico por causas individuales.

En este contexto y sobre este problema (el de la imagen norteamericana-europea de Hitler) es que aparece la película de Hirschbiegel La caída. Una película donde, a contrapartida de la imagen tradicional, nos muestra el "lado humano" de Hitler, relatando la experiencia de la derrota de la guerra desde el punto de vista de Hitler en su bunker bajo tierra de Berlín, los últimos días antes de que lleguen los rusos. Invirtiendo la imagen clásica en la que Hitler es el hombre más malvado de la historia, Hirschbiegel nos muestra un Hitler romántico, sincero, idealista, que sueña con la expansión del nacionalsocialismo hacia todos los rincones del mundo. Un Hitler tierno con los animales y con los niños, respetuoso y honorable, que aborrece las traiciones. Es decir, Hirschbiegel hace todo lo que no ha hecho el cine norteamericano: desfetichiza el mal encarnado en el imaginario de la figura de Hitler. Pero ¿ha qué costo realiza este procedimiento?

Bajo este intento de mostrar al verdadero Hitler -al Hitler mostrado desde sí mismo- Hirschbiegel cae en el otro extremo de la mistificación: aquella que no muestra la consecuencia de la empresa nazi de construcción política de la matanza de millones de seres humanos. Salimos de un fetiche para entrar en otro. Mientras que el cine tradicional se encarga de fetichizar a Hitler para ponerlo como la causa de todos los males, La caída se encarga de excomulgar el alma de Hitler. Como bien señala Wim Wenders, Hirschbiegel cumple el último deseo de Hitler: que quemen su cuerpo inerte para que ni los yanquis ni los rusos lo encuentren y lo exhiban como presa. La película, dirán quizá, no busca mostrar los campos de concentración y todo lo que ya nos mostraron los yanquis. Claro, de eso se trata; de no mostrar lo que bajo esta nueva imagen de Hitler aparecería como contradictorio, puesto que lo que hace Hirschbiegel es resolver todas las contradicciones del proyecto nazi en las buenas intenciones de un romántico idealista.

En los medios de comunicación argentinos, La caída tuvo un recibimiento bastante bueno, resaltando su carácter "polémico", "atrevido" y "desafiante". Pero, ¿cuán desafiante y atrevida es una película que busca alimentar una imagen humana del dirigente político que comandó unas de las avanzas más brutales del capitalismo sobre los pueblos de Europa y Rusia, que implementó la esclavitud y la explotación en vastas regiones controlados por sus tropas?. ¿Es posible condecorar a Hirschbiegel con los honores de "polémico y desafiante"?.

Como ensayo del pensamiento: me gustaría ver la reacción de los mismos que hoy aplauden esta película si en lugar de Hitler estuviera Videla, y en lugar de los últimos días en el bunker de Berlín, las negociaciones que la Junta Militar realizó con Alfonsín antes de las elecciones. Me gustaría ver como algún director argentino (”polémico y desafiante") nos muestra a la Junta Militar retirándose del gobierno del Estado argentino con el espíritu romántico de Hitler horas antes de quitarse la vida a diez metros bajo tierra. ¿Qué interés puede tener mostrar el "rostro humano" de un conjunto de militares que se dedicó durante años a fusilar y desaparecer sistemáticamente a una generación de compañeros militantes? ¿Qué interés puede tener sino el de producir un bello encantamiento estético para aplacar el alma? ¿Será necesario, como me dicen, que esto suceda para dejar de fetichizar la historia contada de la última dictadura militar?... ¿Es "sano e interesante" pensar a la Junta Militar desde el punto de vista de la Junta Militar? Seguramente no: esa hubiese sido la tarea que la Junta Militar habría realizado si hoy viviéramos bajo su mando. Pero como "vivimos en democracia" la historia la escribieron quienes conciliaron con la Junta y nos repitieron durante años que nunca más volvería a suceder, como si la última dictadura fuese una excepción (como nos presentan a Hitler) y las contradicciones en pugna de la sociedad nunca más se volvieran a tensar. Esperemos que nunca más nos digan nunca más y que Hitler y todos los males de la historia sean absorbidos por la historia y no por los relatos que hacen de la historia un fetiche "desafiante y polémico".

Demasiado humano


Naturalmente, el nacionalsocialismo fue algo más que un proyecto o una ingeniería de exterminio racial y político. Sin embargo, la experiencia del Holocausto rayó nuestra conciencia con su esmeril de horror, heredándonos una mirada miope, aunque políticamente muy responsable, que sólo consigue representarse al nazismo a través de las anteojeras del campo de concentración*.La caída, en cambio, se aventura sobre el territorio pedregoso de ese algo más del nazismo, que puede pensarse a partir de las siguientes figuras:

I.- El hijo de la patria: ese niño dispuesto a morir destruyendo tanques rusos en la batalla de Berlín, contrariando el mandato de un padre ex-combatiente que denuncia el sinsentido de su inmolación en una guerra perdida. Pues bien, el niño finalmente sobrevive. Llegará, incluso, a conocer su patria en la posguerra. Sólo entonces se suicidará. Así lo denunció Rossellini en su Alemania año cero, retratando un país devastado por los bombardeos aliados, que regaron de muerte a las poblaciones civiles buscando erradicar del globo la historia, la cultura y la arquitectura alemanas. (Ese diluvio letal desatado entonces no ha cesado aún, sino que se ha extendido a nivel planetario. Nuestros días transcurren atenazados por los mismos demiurgos de la libertad, que complementan hoy los misiles democráticos con la ingeniería concentracionaria que dijeron combatir otrora).En definitiva, la figura del hijo de la patria permite desdoblar el pliegue que oculta tras la ilimitada vocación expansionista de la elite nazi, la empresa de un pueblo, el pueblo alemán combatiendo en guerra, una vez más**.

II.- El médico de guerra: un oficial de las SS que desobedece las órdenes de sus superiores para asumir un compromiso humanitario con su pueblo. La película construye una figura de heroísmo en torno al médico de guerra, que se erige en contraste con la política y las prácticas de los mandos superiores nacionalsocialistas, especialmente contra la decisión de Goebbels de crear cuerpos paramilitares destinados a eliminar desertores y judíos en la cuenta regresiva del régimen para su derrota. Por lo tanto, en la figura de este médico -es decir, de este oficial de la policía himmleriana que gestionó del genocidio- encontramos ¿paradójicamente? encarnada una búsqueda angustiosa de lo humano. Aunque la perplejidad de su rostro, sus ojos desorbitados y la mirada ausente nos recuerden que el horror nazi no es sino la potencia de lo humano actualizada en una de sus posibles especies, un ejemplar demasiado humano.

III.- La revolucionaria nacionalsocialista: el modelo nazi de femineidad se inscribe en la tradición premoderna de la madre de familia encargada de los asuntos del oikos. La Sra Goebbels encarna ese modelo hasta el paroxismo: así como administró la génesis y el desarrollo de la vida de sus hijos, decide también sobre el fin de sus existencias -fin como cesación, pero también como sentido último-. Esta bifurcación semántica va a confluir en una decisión radical, consecuencia lógica del razonamiento desolador de la Sra Goebbles: la vida de la especie, así como sus formas espirituales, no tienen sentido en un mundo sin nacionalsocialismo. Por eso, esos niños hitlerianos serán envenenados uno a uno por su madre, en un ritual de filicidio que la película despliega para construir la figura de la revolucionaria nacionalsocialista: una mujer dispuesta a subvertir las reglas reproductivas del oikos eliminado a su prole y suicidándose, ante el inminente fracaso del proyecto civilizatorio augurado por el nacionalsocialismo. Es así como las prioridades del agora (espacio desbordado en la Alemania nazi por la voluntad infinita del fürer) irrumpen en el mundo del oikos nacionalsocialista, y se erige este tipo de revolucionario mesiánico que ambiciona cambiar el mundo de raíz, y tiene para ello un diagnóstico sobre cuáles son las malezas a erradicar***. En definitiva, el carácter reaccionario, racista y genocida de esta experiencia que lo humano**** configuró en el siglo XX, habría sido impensable y muy poco factible en términos prácticos sin una elite mesiánica que encarnara dicho proyecto.Finalmente, si La Caída elige ladear el drama del Holocausto, es para desmontar los cimientos sobre los que se edifica la cámara de gas, recordando que el pueblo que consintió el genocidio fue un pueblo de hombres en guerra y las elites lo perpetraron, una cohorte de individuos que comulgaban en un proyecto civilizatorio (racista y expansionista). Recrear la perspectiva de los protagonistas de la historia, documentar la sensatez y factibilidad de sus convicciones dentro de su horizonte de racionalidad, más que una estrategia de justificación por parte de la película, es un llamado de atención a nuestras buenas conciencias, un alerta sobre ese algo más que siempre apuntala a las experiencias más atroces de lo humano.

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* La miopía es esa anomalía óptica que acota nuestro campo visual, efecto que empeora con la llegada de la noche. La cámara de gas se erige, entonces, como un muro de oscuridad, como un velo nocturno, que agudiza nuestra miopía (contraída al confundir explicación con justificación) y nos dificulta la tarea de intelección de una experiencia límite y atroz como el nazismo.


** Aunque también en este punto Hirschbiegel polemiza con las interpretaciones unilaterales acerca de la experiencia nazi, y lo hace introduciendo el discurso del personaje Hitler/Goebbels, que viene a poner en entredicho la inocencia e incredulidad del pueblo alemán: "no forzamos a las personas dice Goebbels-, nos dieron un mandato. Y ahora lo están pagando".


*** Bauman considera que la racionalidad del nazismo es la de la jardinería, la cual busca eliminar las especies nocivas, pero fundamentalmente ambiciona modelar su materia a partir de parámetros estéticos. Las experiencias totalitarias habrían dispuesto una ingeniería jardineril sobre sus sociedades, apoyadas en el supuesto de que los colectivos pueden ser podados y tutelados a voluntad y en todos sus aspectos (Modernidad y Holocausto).


**** Es válido el reparo de concritud que anteponen las humanidades a este tipo de especulaciones: lo humano que nutrió las bases sociales del nazismo se descompone en actores económicos, religiosos, militares y de la sociedad civil. Pero también es válido seguir inscribiendo a estos actores, implicados con frecuencia en los proyectos de exterminio, en el campo de lo humano, ese terreno siempre ávido de fertilizantes monstruosos.

Reconsideraciones acerca de un nuevo cine alemán


No hacía mucho que se venía hablando de las proezas del nuevo cine alemán, pero de hecho ya se hablaba. Películas como Corre, Lola corre o El experimento (esta última no casualmente del mismo director de La caída) ofrecían a la crítica una perspectiva de futuro realmente prometedora. Pero tengo que confesar que después de mis primeras incursiones en ese cine me puse a difundir la creencia de que no había que exagerar las dimensiones del ponderado fenómeno. Proponía compararlo con el nuevo cine argentino, del que también empezaba a hablarse, para que se viese nítidamente un ejemplo de un "nuevo cine nacional" constituido como corriente cinematográfica unificada. Cuando los alemanes realizaban películas muy distintas entre sí, los argentinos parecían estar a la búsqueda de un lenguaje cinematográfico propio o de un estilo común. Lo que nombramos como "nuevo cine argentino" -rótulo bajo el cual inmediatamente pensamos en películas como Un oso rojo, Boliva, Mundo grúa o El bonaerense- es lo que normalmente entendemos como una vanguardia artística. En este sentido, su constitución como tal es anterior a la que recién ahora empieza a encontrar el cine alemán.

El estreno de La caída es el grito de guerra del nacimiento de una vanguardia. Se dijeron muchas cosas de esta película, pero nadie podrá negar que su lenguaje o su estilo son poderosamente alemanes. Pensemos tan sólo en la encarnación que hace Bruno Ganz del personaje de Hitler. Vemos su descomunal actuación y tenemos la certeza de que sólo un gran actor alemán podía encarnar tan admirablemente una espiritualidad que es tan propia de las entrañas de la cultura alemana. Y hablar de la actuación de Bruno Ganz es sólo un ejemplo de alemanidad, quizás uno de los más impresionantes por develar rotundamente el Hitler que los alemanes llevan adentro. Y esto no porque los alemanes sigan siendo nazis, sino simplemente porque Hitler era un alemán como ellos.

Películas anteriores como Corre, Lola corre o Good bye, Lenin, si bien despliegan una excelente performance técnica, dejan un cierto sinsabor en el paladar cinéfilo. Son buenas, pero intrascedentes. Y si bien esta parece una sentencia demasiado lapidaria, así como usaba el ejemplo de la vanguardia del nuevo cine argentino para que se apreciara la precariedad en la que todavía se encontraba el estilo cinematográfico del nuevo cine alemán, el ejemplo de La caída nos muestra la diferencia entre una película trascedente de las que no lo son. Las repercusiones mundiales de La caída son el mejor reflejo de esta trascedencia, que probablemente haya que entender en términos de actores históricos que se hacen eco de su papel en la historia. La caída pareció poner las cosas en su lugar: los alemanes dotaron de rostro a una figura histórica que el resto de las naciones había borrado del imaginario mediante una rabiosa demonización.

En el V Festival de Cine Alemán en Argentina, pudimos ser testigos de una nueva oleada de películas que tratan espinosas cuestiones vinculadas al nazismo. El noveno día, la nueva película de Volker Schlöndorf, el mismo director de El tambor (1979), es un exponente de este novedoso cine alemán que, como La caída, también se está distribuyendo en salas de todo el mundo. Aunque no alcanza la gran potencia expresiva de la última película de Hirschbiegel, se advierte el esfuerzo por abordar un problema que sigue generando controversias. Trata de un sacerdote de Luxemburgo, deportado a un campo de concentración nazi, al que le ofrecen que colabore convenciendo a la Iglesia de Luxemburgo de que se expida en favor del régimen hitlerista. La película narra los dilemas morales que aquejan al protagonista, la pugna entre sus principios político-religiosos y la superviviencia. Si bien las pretensiones de la película son valiosas, de los logros alcanzados no podemos decir lo mismo. Basada en el diario íntimo que escribió el sacerdote en el que se inspiró Schlöndorf para contar esta historia, la presentación del dilema moral es burda y simplista. La película está demasiado cargada de intenciones morales. A los fines puramente estéticos (aunque ni nosotros mismos podamos entender el por qué) pareciera que la única estrategia eficaz para mostrar el nazismo es la de una cámara que se interna a filmar despojada de toda valoración moral.

Es evidente la relación directa entre este nuevo género de películas alemanas, que como bien podemos ver todavía intentan encontrar los medios eficaces de su propia expresión*, y el éxito rotundo que tuvo La caída. Queda por verse si el nuevo cine alemán** será capaz de hacerse eco de las posibilidades expresivas que se abren después de la película de Hirschbiegel.

* Pensemos tan sólo en el salto cualitativo que dio Hirschbiegel entre El experimento, su primera película, y La caída.

** Usamos la expresión “nuevo cine alemán”, no refiriéndonos al conjunto de cineastas alemanes surgidos en la década del setenta, como Fassbinder o Schlöndorf (vale aclarar que dichos cineastas no compartían ningún tipo de unidad de estilo sino que cada uno ofrecía su propia propuesta estética), sino como categoría puramente industrial, que es útil para denominar a los jóvenes realizadores alemanes que ya gozan de cierto renombre en el mundo.

Nuestro nombre

Pasaban los meses y el proyecto nos seguía pidiendo un nombre. Cada vez que lo comentábamos con alguien aparecía el enorme agujero. Casi como un capricho, la cuestión identitaria se presentó como algo relevante. Necesitábamos un nombre que trasladara una idea precisa y determinara el sentido de nuestra propuesta. No conseguirlo era como sentir adentro el voraz crecimiento de un horrible feto gris. Era como ser Lynch. La situación, podrán apreciar, nos ponía nerviosos.

Finalmente el nombre que salió fue tan preciso que nos hizo temblar. ¿Por qué lo elegimos? En su momento no pudimos encontrar respuestas concluyentes: sólo sabíamos que lo provocaba nuestra fascinación por Hitchcock y puntualmente la sensación que nos deja su cine al hacernos testigos indiscretos de la realidad que nos muestra.

Sólo hoy podemos decir que la captación intuitiva de esa verdad hitchcockiana finalmente se convirtió en idea. El análisis de Julio Cabrera de La ventana indiscreta aportó las palabras precisas para tal definición: en Cine: 100 años de filosofía este filósofo cordobés, sostiene que Jeffreys, entrañable personaje encarnado por James Stewart, es un neto símbolo del filósofo. Se trata de un perspicaz fotógrafo acostumbrado a comprometerse con la realidad que, obligado por una fractura en una de sus piernas, debe permanecer postrado en la cama espiando a sus vecinos por la ventana. El ocio y la sentida distracción de contemplar una realidad exterior (de la que es perfecta metáfora la ventana) son precisamente las condiciones bajo las que un filósofo despliega sus quehaceres connaturales.