Por José Luís De Diego
En un libro de 1994, Escenas de la vida posmoderna, Beatriz Sarlo se refirió a los usos de la cita en televisión. Allí habla de la autorreflexividad como un recurso frecuente en los programas: “...todos los espectadores entrenados en televisión están, en teoría, preparados para reconocer sus citas. Al hacerlo, participan de un placer basado en el lazo cultural que los une con el medio: la televisión los reconoce como expertos en televisión.” (1994, 98). Y, más adelante, “...programas enteros, todos los días, parodian otros programas, (...) repiten sus repeticiones.” (99). Protegida entre comillas, e identificada de un modo inequívoco, la cita constituye la forma legal de apropiación de un texto ajeno, como si las comillas marcaran un límite entre lo propio y lo que no lo es, un escudo que protege de la cita ilegal, el plagio. Hay, entonces, citas con comillas y citas sin comillas, pero aquí no acaba la cosa: también hay citas apócrifas, y ellas incluso están en el origen mismo de nuestra literatura, en la célebre atribución del texto del Quijote a un supuesto morisco bilingüe, Cide Hamete Benengeli. Pero el ejemplo ineludible, en este caso, es Borges. Borges cita autores conocidos y los mezcla con autores apócrifos; mezcla libros existentes y libros inventados, atribuye libros inventados a autores existentes y toda otra forma de intersección imaginable. En esta compleja operación, se advierte la extrema originalidad de la apuesta borgeana, que en el mismo gesto involucra la inagotable erudición que la respalda, hacia el pasado y, hacia el futuro, la ruptura y radicalidad del escritor vanguardista.
Pero cuando los escritores se apropian de una imagen, de un procedimiento, de un fragmento de otro, y lo invierten, o lo deforman levemente, o simplemente lo reiteran como un respetuoso homenaje, estamos ante un recurso célebre y de vida pródiga: la parodia. Sin embargo, a medida que crecían en número los textos literarios en los que se advertía el recurso a la parodia, la crítica ampliaba aun más el alcance teórico del término. De manera que la parodia se transformó, ya en el siglo XX, en una especie de nuevo “realismo”: así como era realista todo texto que de algún modo refiriera aspectos de lo real (es decir, todo texto era, de algún modo, realista); terminó siendo paródico todo texto que hablara de algún modo de otro texto (es decir, todo texto es, de algún modo, paródico). Si la literatura y el arte iban abandonando la realidad extramuros, dominante en el siglo XIX, y manifestaban su interés hacia las múltiples tradiciones de su propio campo -la realidad intramuros-; y si todo discurso intramuros se identifica con el recurso a la parodia -que va desde la burla a la distancia irónica y aun hasta el homenaje-, la conclusión parece fatal: “todo es paródico”. Y, “si todo es paródico”, dice Beatriz Sarlo, “la parodia (tan necesitada siempre de la diferencia) deja de existir” (1988: 52). La parodia, por lo tanto, ha dejado de ser el arma célebre contra los modos de representación esclerosados para transformarse en un componente central de lo que podemos llamar un nuevo verosímil (Jameson, 1991). Y, como es fácil observar, el recurso no resulta exclusivo del llamado gran arte, del cine o la literatura “alta”, sino que se ha multiplicado en las más variadas formas de la literatura trivial y del cine comercial. Por dar solo un ejemplo, podemos recordar la célebre escena del cochecito que escapa de las manos de la mujer y se precipita por una escalera en El acorazado Potemkin, el clásico de Serguei Eisenstein de 1925; la misma escena fue reproducida por Brian De Palma en Los intocables (The untouchables), de 1987, a manera de parodia-homenaje; y, en un recurso de parodia de la parodia, la escena aparece una vez más, burlescamente distorsionada, en La pistola desnuda 33 1/3. El insulto final (Peter Segal, 1994), en la que los cochecitos se multiplican y los bebés vuelan por los aires. Como se ve, la parodia enlaza a un clásico del cine con una comedia de masas, a través de un director como De Palma que suele alternar las parodias-homenaje con un cine abiertamente comercial.
Pero si volvemos a la televisión, la pregunta que podemos hacernos es: un programa hecho enteramente de citas de fragmentos de programas ridículos, ¿puede no ser un programa ridículo? Creo que es una pregunta pertinente, toda vez que abundan y se multiplican los programas con este formato. Un procedimiento que caracteriza a la parodia es, se ha dicho, la recontextualización. En nuestro ejemplo, la secuencia citada aparece en otro contexto, generalmente comentado por un par de actores que se burlan del fragmento. Y eso es todo. Lejos de producir un nuevo texto en que la parodia marque la diferencia con el original mediante su inversión, aquí la parodia es inocua: no lesiona al original, sencillamente, lo celebra; no se ríe de él, se ríe con él. Si volvemos por un momento al clásico ejemplo del Quijote, podremos observar el efecto producido por las mejores parodias: por un lado, el efecto de clausura de un género (¿cómo escribir una novela de caballería después del Quijote?); por otro, el respeto de las reglas del género: así, el Quijote es una parodia de las novelas de caballería y, a la vez, la mejor novela de caballería jamás escrita; por último, el efecto de bisagra, ya que, en esa novela, se clausura, como dijimos, un género, y se inaugura otro, la novela moderna. Salvando las distancias, podríamos decir lo mismo de Los imperdonables (Unforgiven, 1992), la multipremiada película de Clint Eastwood: 1º) se invierte un componente central del género western, ya que el héroe es un hombre malvado famoso por sus asesinatos; 2º) produce un efecto de clausura: ¿cómo filmar un western después de Los imperdonables?; 3º) se respetan las reglas del género: la inversión referida se produce en una de las mejores películas del género jamás filmada. ¿No se advirtió que al persistente James Bond sólo le quedó el camino de la autoparodia una vez que el Super agente 86 erosionó con lucidez los componentes del género “película de espionaje”? ¿Alguien procurará recrear la cándida ingenuidad de La familia Ingalls después de su grotesca inversión, Los Simpson?
Pero la televisión no parece hacerse cargo de esta tradición: “... la televisión que conocemos”, dice Sarlo, “trabaja con el nivel más bajo de transformación, para no obstruir indebidamente el reconocimiento del discurso citado...” (1994, 101). Antonio Gasalla, en Las hermanas Malabuena, parodió lúcidamente Celeste siempre Celeste, el exitoso teleteatro protagonizado por Andrea del Boca; Fabio Alberti, a través de su personaje Coty Nosiglia, exasperó la estulticia de ciertos programas femeninos. No parece un dato menor que ninguno de ellos estén hoy en la televisión. Hoy no hay parodias; sólo citas: la televisión cita a la televisión, y no hay vértigo, ni mise en abîme, sólo una superficie acuosa que, en palabras de María Esther Gilio, tiene la extensión del mar y la superficie de un charco.
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Bibliografía citada
Jameson, Fredric (1991) “De cómo el pastiche eclipsó a la parodia”, en: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado. Barcelona, Paidós Studio: 41-44.
Sarlo, Beatriz (1988) “Transgresiones y tributos”, en: El Periodista de Buenos Aires, Nº 197, Buenos Aires, julio.
Sarlo, Beatriz (1994) Escenas de la vida posmoderna. Buenos Aires, Ariel.
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