Por Francisco J. Goin
Cuando el destino nos alcance
Un anciano, recostado en una camilla, observa en una habitación dotada de varias pantallas gigantes las escenas idílicas de la Naturaleza en su apogeo: un ciervo tomando agua en el medio de un arroyo, una cascada, pastizales al viento, un bosque en otoño. Atrás ha quedado una vida de penurias en un planeta superpoblado: el agua racionada, el alimento racionado, muchedumbres en los espacios públicos, minúsculas viviendas en las que sus moradores vivirán sus destinos de hormigas obedientes. El anciano no lo sabe, pero será asesinado en pocos segundos más. Su cuerpo será convertido en galletas de color verde, necesarias para alimentar a las muchedumbres crecientes, ignorantes de su origen último. Un hombre (encarnado por Charlton Heston) descubrirá el horror, el genocidio, el dilema moral: a partir de cierta edad, somos el alimento balanceado de los otros. Distópica por excelencia, la película Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973) nos advierte sobre el futuro de pesadilla que habrán de sufrir nuestros nietos como consecuencia del incremento exponencial de la población humana.
Distopía es aquella visión anti-utópica de un posible mundo futuro. Si la utopía incluye una visión idealizada, mejorada o paradisíaca del mundo por venir, la distopía es la proyección de los temores actuales del hombre, una visión infernal del futuro posible. Una búsqueda rápida de la palabra distopía en el cine y la literatura permite hacer una primera diferenciación: las obras verdaderamente distópicas son aquellas en las que el futuro tan temido constituye el eje central de las mismas –parafraseando a McLuhan, aquellas películas en donde el mensaje es el medio. Por el contrario, existen numerosas obras en las que el futuro distópico es un mero escenario, un marco en el cual se desarrolla una trama determinada (dramática, policial, bélica, etc.).
Prospectiva es la proyección a futuro de determinados parámetros o tendencias verificables en la actualidad. Un ejemplo clásico de prospectiva (a propósito de Cuando el destino nos alcance) es aquel realizado por los investigadores sociales sobre la demografía humana. Proyectando a futuro los índices actuales de natalidad y mortalidad, por ejemplo, se ha señalado que hacia mediados del Siglo XXI la población humana mundial habrá alcanzado su máximo absoluto, con algo menos de 10.000 millones de habitantes. A partir de allí, se infiere una meseta y un paulatino descenso de la población, hasta alcanzar un equilibrio de, tal vez, unos 8.000 millones de habitantes.
Mientras que la distopía es una visión de mundo, la prospectiva es una herramienta de análisis. Ambas tienen un campo de acción común: el futuro, a partir de los datos del presente. (Ambas tienen, también, la misma limitación esencial: la calidad y cantidad de los datos del presente). El artista distópico utiliza su imaginación para proyectar sus pesadillas en el tiempo. El investigador prospectivo emplea el cálculo numérico para hacer más o menos lo mismo. Generalmente, las distopías surgen a partir de prospectivas previamente elaboradas. La película El día después de mañana, por ejemplo, surgió después de que muchos científicos alertaran sobre una paradoja climática: el calentamiento global podría devenir en un enfriamiento del Hemisferio Norte a ambos lados del Atlántico. La película, sin embargo, no es una verdadera distopía sino que, sobre un escenario distópico, fue aplicado un guión convencional de drama y aventura (padre que salva al hijo y sus amigos de una situación desesperada, padre que se reencuentra con el hijo, etc.).
Los párrafos precedentes nos introducen a las tres preguntas a las que se intenta responder en este ensayo: En primer lugar, ¿son prospectivas las distopías?; luego, ¿anticipan el futuro las distopías del cine?; finalmente, ¿cuál es el trasfondo en el que un artista produce una visión distópica del mundo? Adelantamos las respuestas: (1) no; (2) más o menos; (3) el trasfondo es moral.
El canon
La enciclopedia on-line Wikipedia nos ofrece una módica lista de menos de veinte películas susceptibles de integrar el canon distópico, a saber: Metrópolis (Fritz Lang, 1927); La jetée (Chris Marker, 1962); Fahrenheit 451 (François Truffaut, 1966); La naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971); Naves misteriosas (Silent Running, Douglas Trumbull, 1972); Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, Richard Fleischer, 1973); Zardoz (John Boorman, 1974); Mad Max (George Miller, 1979); Blade Runner (Ridley Scott, 1982); 1984 (Michael Radford, (1984); Brazil (Terry Gilliam, 1985); Doce monos (Twelve Monkeys, Terry Gilliam, 1995); Ghost in the Shell (Mamoru Oshii, 1996); Gattaca (Andrew Niccol, 1997); Dark City (Alex Proyas, 1998); Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak, 1999); The Matrix (hermanos Wachowski, 1999); Equilibrium (Kurt Wimmer, 2002); V de Vendetta (o V de Venganza, James McTeigue, 2006).
En realidad, podrían ser treinta o cuarenta, pero también podrían ser menos de diez. Veamos un ejemplo: The Matrix, cualquier bodrio de la saga. Sin saberlo, la Humanidad vive dominada por robots y por una especie de software desbocado, simbolizado en uno o muchos Mr. Smith. Somos las baterías de ese mundo siniestro. Unos pocos Hombres y Mujeres Despiertos luchan contra el sistema mediante una guerrilla virtual incomprensible. Se enchufan el cerebro con unos cables y aparecen haciendo artes marciales contra los Mr. Smith en habitaciones o plazas virtuales. El proletariado libre de The Matrix vive bajo tierra esperando la batalla final contra los malos. Estos últimos envían unos pulpos metálicos para matar a los disidentes, pero al final parece que pierden. De todos modos la cosa se decide en los espacios virtuales, en donde también hay disidentes entre el software, esta vez simbolizados por una anciana de color, que fuma y hace bizcochos en hornos virtuales. En fin, ya no me acuerdo quién gana, pero pareciera que no es Mr. Smith. El problema básico de The Matrix es que es demasiado inverosímil como para despertar algún interés. Un segundo problema es que el nudo dramático no se resuelve entre hombres o sistemas sino entre El Hombre y El Software, lo cual no por desconcertante deja de ser una pavada. En síntesis, ¿cuál es la distopía de The Matrix? Al igual que en El día después de mañana, el elemento distópico aparece como telón de fondo de la verdadera película: una exhibición de patadas voladoras y héroes esquivando balas en cámara lenta o manejando naves espaciales de diseño retro. Que The Matrix se haya convertido en un film de culto para nerds adolescentes no le agrega un gramo de valor distópico adicional. Es otra porquería de Hong Kong, otra peli de cunfú o taicuondo estilizado.
Ahora bien, ¿es distópica Metrópolis? Extraña mezcla de Octubre con El Gabinete del Doctor Caligaris, vista desde el mirador del Siglo XXI la trama de esta película nos resulta algo inocente. Una especie de delirio místico en el que el amor y la comprensión del hijo del dueño de una megacorporación habrá de interceder entre este último y el ejército de obreros bajo su mando, los que realmente hacen funcionar a Metrópolis. Todo esto con cierta religiosidad de catacumbas (la María buena), robots (la María mala), máquinas de pesadilla y un perfil urbano futurista, con aviones y zepelines sobrevolando los rascacielos. Realizada diez años después de la Revolución Rusa, nos preguntamos qué quiso transmitirnos Fritz Lang. ¿Una alternativa a la lucha de clases?
Una mirada de contexto, sin embargo, permite apreciar un contrapunto interesante: el universo utópico de los ricos y acomodados (esa Nueva York futurista y luminosa que resulta ser Metrópolis) versus el infierno distópico de los sumergidos, los explotados por la Revolución Industrial (que viven, literalmente, en el subsuelo). En síntesis, podría argumentarse que la distopía de Metrópolis radica en mostrar la vida bajo el poder omnímodo de un sistema (en este caso, el Capital) asociado a las máquinas. Desde este punto de vista, podría argumentarse que la mayor parte de las películas distópicas posteriores constituyen variaciones sobre Metrópolis.
El párrafo anterior nos lleva a una primera distinción. Se ha puesto poco énfasis en el contexto político-sistémico en el que se desarrollan las distopías cinematográficas. Adelantamos, pues, la siguiente hipótesis: las distopías del cine nos muestran versiones paroxísticas del Estado y del mercado.
La principal lucha ideológica del Siglo XX, Capitalismo vs. Marxismo, alcanza su clímax en las manifestaciones distópicas del cine y la literatura bajo la forma de sistemas de opresión, en los que los seres humanos son meros juguetes de fuerzas que les exceden y ante las cuales no hay salida victoriosa. Ejemplos de distopías de Mercado son, por ejemplo, Metrópolis, Blade Runner y Código 54; por su parte, las distopías de Estado incluyen a 1984, Fahrenheit 451, La Naranja Mecánica, Brazil y Doce Monos, entre otras. Es imposible no ver paralelos entre los avatares políticos del Siglo XX y la producción distópica. Siempre contextualizadas por la tensión mercado-Estado, las películas distópicas suelen hacer hincapié en algunos aspectos determinados de dicha tensión. Metrópolis nos advierte sobre la deshumanización del trabajo mecanizado, tópico frecuente en la literatura ya desde fines del Siglo XIX. 1984 y Fahrenheit, cercanos a las experiencias del stalinismo y del fascismo, hablan de estados netamente totalitarios. La Naranja Mecánica introduce el tema de la violencia marginal y de la violación psíquica del individuo al servicio del adaptacionismo social. Brazil explora los mecanismos burocráticos del estado autoritario. Más cercanos en el tiempo, Blade Runner y Código 54 imaginan los excesos de las megacorporaciones libradas a su antojo, tanto para la producción de robots autoconcientes como para la regulación genética de las personas. En el medio está el hombre común, inerme y solo.
La era del miedo
Recuerdo con precisión a mi profesor de Geografía del colegio secundario. Un hombre serio y metódico, dado a los números de la Geografía Humana y a las proyecciones. Algunas de sus frases perduraron en mi mente durante décadas: “A la Argentina le quedan cuarenta años de petróleo”. Dicho en 1973, el plazo parecía ridículamente largo, fácil de saldar con nuevas tecnologías casi al alcance de la mano. No obstante, mi profesor era optimista; relevante para este artículo es la siguiente perla, una entre sus (agudas y numerosas) reflexiones: “Un año después de publicadas las predicciones de Malthus, se inventaba la cosechadora”. Era su forma de inyectarnos optimismo: los sombríos cálculos de Malthus en torno al crecimiento de la población humana no tenían en cuenta las nuevas tecnologías productoras de alimentos, ni la prodigiosa capacidad humana de inventar e innovar. Poco después vi Cuando el destino nos alcance. Confieso que me burlé interiormente de esta película. No me creí la mirada de espanto de Charlton Heston en la fábrica de galletas, cuando advierte la verdad sobre el destino de los viejos.
Sin advertirlo, mi mirada reflejaba el optimismo (el utopismo) tecnológico de la época, la falta de conciencia sobre la idea de límites (al desarrollo, al aprovechamiento energético, a la extracción de recursos, a la expresión política de los mecanismos de cambio social, a la realpolitik de la Guerra Fría, al estrecho margen de acción que el capitalismo dominante estaba dispuesto a conceder a regiones enteras del planeta). Pocos años antes se había pisado la superficie de la Luna. Pocos años después (1980), la revista Time reemplazaba en la tapa a su “Man of the Year” por el insólito “Machine of the Year”: una computadora personal. Por supuesto, existían Biafra y Bangladesh, pero ¿qué eran si no la expresión fallida de la idea de progreso? Para eso estaba la Revolución, que cambiaría radicalmente las condiciones de vida de los pueblos. La izquierda repetía, inadvertidamente, un tópico clásico de la ideología del American Way of Life: lucha, lucha que alcanzarás tus sueños.
En 1973 se publica el influyente Los limites del Crecimiento, de Meadows y colaboradores. Hacia esa época estallan los precios del petróleo. El Departamento de Estado norteamericano decide tranquilizar el patio trasero, por lo que comienza la última ola de dictaduras latinoamericanas, asiáticas y africanas, esta vez con una nueva herramienta conceptual: el neoliberalismo. En 1980 entran a escena, de la mano de Ronald Reagan, el rearme nuclear norteamericano (supuestamente atrasado con respecto al soviético) y el capitalismo financiero de las grandes corporaciones, con una nueva idea-fuerza: la denominada globalización. La cultura popular occidental se vuelca al dark, al punk y al concepto de no future. El cine hace lo suyo. Continúa la Era del Miedo.
Una mirada retrospectiva permite apreciar por qué decimos que la era del miedo continúa, antes que empieza. El miedo a la superpoblación humana comienza masivamente en la década de 1950, cuando las Naciones Unidas comienzan a publicar estadísticas globales sobre el crecimiento anual de la población y sobre las tasas de natalidad y mortalidad en cada continente. Antes, el surgimiento del nazismo y del fascismo habría de impactar fuertemente en las conciencias liberales de la época. Aún antes, las purgas del estalinismo horrorizaron a buena parte de la generación contemporánea a la Revolución Rusa. Los temores y advertencias sobre las consecuencias de la contaminación ambiental se disparan hacia la década de 1970 (con Primavera silenciosa, su texto emblemático). Finalmente, la producción literaria dedicada a explorar, ficticia o prospectivamente, temas como la inteligencia artificial, el código genético o el cambio climático, aparece masivamente en las décadas de 1980, 1990 y 2000, respectivamente. No parece casual la modernización conceptual de los cineastas distópicos en torno a cada uno de estos temas a lo largo del tiempo, así como tampoco el abandono de algunos de estos escenarios. Hoy sabemos, por ejemplo, que la producción mundial de alimentos no debería representar límite alguno a la demografía humana en su escala actual (como siempre, el problema es la distribución, no la producción). Estas constataciones nos llevan a formular una segunda hipótesis: más allá de sus contextos, la producción distópica cristaliza temores sociales específicos (las prospectivas distópicas) de cada época en particular.
Como en un collage irregular y sorpresivo, el artista distópico introduce en la obra factores de impacto prospectivo. Al comienzo de este artículo dijimos que a distopía es la proyección de los temores actuales del hombre. Ahora bien, no se trata de cualquier temor ni de temores individuales. El director de cine, como cualquier otro hombre, lee los diarios y los suplementos dominicales, habla con el vecino y mira televisión. Hasta cierto punto, la obra cinematográfica distópica incluye los miedos colectivos de su tiempo. Percibimos el miedo a la revolución de las masas en Metrópolis, a la perversión de la memoria histórica e individual en 1984 o en Fahrenheit, así como también a la opresión del estado autoritario en estas últimas y en Brazil, al Apocalipsis nuclear en Mad Max, al crecimiento demográfico en Cuando el destino..., a la decadencia estética postmoderna en Brazil, a la fragmentación social en La Naranja Mecánica y Blade Runner, al cambio climático en Blade Runner y Código 54, al control genético en Código 54 y Gattaca, a las armas virales de destrucción masiva en Doce Monos, a la relación Inteligencia Humana-Inteligencia Artificial en Blade Runner o Minority Report, a la contaminación industrial en Blade Runner o Cuando el destino..., a la inmigración masiva y al ascenso económico de Asia en Blade Runner.
“Notable experiencia la de vivir con miedo; eso es la esclavitud” (anteúltimas palabras de Roy Batty, humanoide de la serie Nexus 6, modelo de combate).
Por acumulación, Blade Runner es tal vez la más extraordinaria película distópica jamás realizada. El comienzo es ya el final: la música de Vangelis impacta con sus tonos mortuorios y ominosos, como para que no quede ninguna duda sobre el tipo de mundo que estamos conociendo. Los humos industriales de una Los Angeles siniestra, en permanente penumbra, agobian el aire que mal respira el hormiguero humano. Una llovizna pegajosa impregna las paredes, el asfalto, los edificios herrumbrados, los callejones llenos de basura. La gigantesca pirámide de la Corporación Tyrell no es menos opresiva, y se distingue del resto del perfil urbano por su escala sobrehumana. En fin, ya sabemos quiénes son los malos y cuál es el contexto sistémico del film: la Religión del Capital y del Mercado.
Prácticamente todos los miedos distópicos contemporáneos convergen en Blade Runner: la polución industrial, el cambio climático, el crecimiento demográfico, el dilema planteado por la inteligencia artificial, la inmigración asiática masiva, el cocoliche postmoderno de modas y tendencias, el control social por medio de psicofármacos (recuérdese la propaganda recurrente, en enormes globos voladores, en la que mujeres de aspecto oriental se llevan pastillas a la boca), la fragmentación del cuerpo social (es notable la escena en la que el detective Deckard, antes de asesinar [retirar] por la espalda a la humanoide Zora, atraviesa muchedumbres caóticas entre las que circula un grupo de Hare Krishnas). La perfecta pesadilla humana ya fue inventada en 1982; se llama Blade Runner y sólo nos falta sentir el olor a vómito en los callejones, en donde pandillas de enanos (!) saquean vehículos ultramodernos bajo la lluvia. El tono de policial negro por el que se deslizan los personajes no hace sino acentuar su carácter de perdedores de todo tipo, marginales no ya de un sistema sino de varios: urbano, político, social, intelectual. Algún crítico liviano calificó la película como apologética del consumo. Uno se pregunta qué les pasa a ciertos críticos.
Blade Runner se pregunta, y nos pregunta, qué nos hace seres humanos. No ofrece respuestas, y es muy bueno que así sea (estamos hartos de las películas en las que los hombres “tienen sentimientos” en relación con las máquinas; ¿no tuvieron nunca un perro estos cineastas cuando niños?). Pero además, el director Ridley Scott se encarga de explicarnos, a través de múltiples recursos, que abomina de este futuro. Scott parece emerger detrás de cada fotograma exclamando a los gritos: “Esto está mal! Esto está muy feo!” El tono de censura moral al futuro planteado por Blade Runner se expresa de múltiples maneras: en la iluminación opresiva de casi todos los interiores, en la amalgama de objetos en cada habitación, en el desesperanzado amor de Deckard hacia Rachel, en la tristeza con que aquél retira (asesina serialmente) a cada uno de los humanoides, en las incertidumbres que plantea la distinción misma entre hombres y humanoides. Escuchamos el blues más desgarrador de la historia musical del cine en el preciso instante en que Deckard, después de haber sido molido a golpes por un humanoide, se duerme; esto es, abandona la conciencia. Por último, y a pesar de la infame última escena impuesta por la industria, hacia los tramos finales de la película comenzamos a sospechar de la humanidad de Deckard: él, también, podría ser un humanoide. ¿Y qué?
Nos vamos con la imagen de Deckard derramando una gota de sangre en su vaso de tictac, con sus ojos de miedo, sus ojos de esclavo de la ficción distópica en la que tiene que actuar de ser humano. Forma y fondo, un blues conmueve la pocilga futurista en la que vive. “I’ve seen things you people wouldn’t believe…,” murmura Roy desde las sombras. El futuro, amigos, es la muerte, el fin de la conciencia; el futuro siempre será peor.
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