Charlotte deambula con su cara de rubia por las calles de Tokyo. Sushi- que no lo hacen como en Nueva York- video juegos, whisky, canto bar y un romance de aventura. Una bomba estalló en Hiroshima pero Charlotte no tiene por qué preocuparse. “Hoy fui a un templo budista pero no sentí nada”.
Así como Cóppola no tuvo reparos en filmar una película sobre Tokyo en la que los japoneses parecen ridículos, violentos o estúpidos, tampoco su personaje se siente culpable por detestarlos, siendo lo único placentero de su visita a Japón el encuentro con otro norteamericano que le recuerda lo diferente que ella es de esos orientales.
Es que la rubia de “Lost in traslation” no siente nada. ¿Cómo esta chica sin brillo puede haberse convertido en la espectacular Nola Rice de Match Point? La criatura de Cóppola, definitivamente, no es un objeto de deseo construido para el regodeo de la mirada masculina; Charlotte no está puesta en exhibición: toda posibilidad de erotismo culminó a partir de ese primer plano que nos introduce en la narración y nos muestra los muslos de Johansson en bombachas de abuela.
Es claro: Cóppola intenta proponer un relato con voz femenina. Pero también puede suceder que, si una mujer abre la boca, no diga más que frivolidades.
Una tienda de campaña especialmente construida para la ocasión la está esperando en la frontera entre Francia y Austria. Ahora que la paz entre ambos países depende de su unión matrimonial, la joven María Antonieta deberá asumirse adulta y desprenderse de todo aquello que la liga a su tierra natal, a sus juegos de infancia. Sin embargo, una vez en Versalles, eso que había abandonado – amigas, cachorros, pasteles, zapatos- se multiplica. ¿Qué es lo que cambió entonces para María Antonieta cuando pisa suelo francés?
Para convertirse en la Delfina de Francia, nada de lo viejo puede conservarse. Manos francesas la desvisten, y ahí la tenemos, plano de espaldas, el cuerpo desnudo. Frágil y blanca, María Antonieta sin ropas de adolescente. Las mismas manos la visten de azul pastel, pero el cuerpo debajo de la ropa ya no es suyo. Ahora sus dedos son para llevar el anillo que selle el pacto internacional, ahora su intimidad será espectáculo y su vientre, la arena de lo político. El cuerpo no le pertenece ni para vestirse: María Antonieta es una mujer pública.
Pero parece que nada puede hacer mella en las chicas de Cóppola, ni siquiera que las nombren reinas. La rubia solamente piensa en zapatos nuevos, bordados y bombones. El rechazo del príncipe a tocar su cuerpo, a consumar el matrimonio y consolidar la alianza política, no lo vive más que como desplante que hiere su autoestima femenina, ¡y encima la cuñada que queda embarazada antes, la muy zorra! Así como Charlotte, jamás podría, como el personaje de Richard Gere en “Rapsodia en agosto”, sentir culpa por Hiroshima al ser norteamericana, tampoco la María Antonieta de Cóppola contempla una ética que la haga responsable del hambre del pueblo que gobierna. Impoluta frente a lo que la penetra, María Antonieta pone cara de violada indiferente.
Durante todo el relato, la cámara asume un único punto de vista que justifica la frivolidad de la reina: la responsabilidad es excesiva para esta adolescente tan dulce y divertida. Sin embargo, en tres oportunidades, este punto de vista será contradicho por la enunciación. La primera se sucede mientras transcurren los créditos, es la primera escena del film: María Antonieta se abanica con una pluma, una criada la sirve, y ella mira a cámara, provocativa. La segunda es la escena de amor con el Conde Fresen, su amante, y otra vez esa mirada en los ojos. Finalmente, la tercera, la escena en la que pronuncia la frase paradigmática, “si los pobres no tienen pan, que coman pastel”.
La escena con el Conde es llamativamente similar a la escena entre el rey y su favorita, la Condesa Du Barry, sucedida unos momentos antes en la historia. La Condesa es la representación del pueblo en Versalles, sus modales poco refinados y su excentricidad evidencian de manera constante que no pertenece a ese lugar. Su presencia es insoportable para María Antonieta, que no acepta ni siquiera dirigirle el saludo. La disputa entre las dos mujeres parece una simple disputa de competencia femenina, pero la enunciación devela la presencia del pueblo no nombrado, que sintomáticamente se presenta en la única escena de cama de la reina, y en la representación teatral en la que María Antonieta personifica a una campesina.
Es en estos momentos privados entonces, en los que parece que por fin la reina ha logrado escaparse del corset protocolar y podrá expresar la verdad de su desasosiego. Sin embargo, María Antonieta mira a cámara y aún así será dicha- por el estereotipo que la Historia le asigna-, o dejara escapar una frase banal.
La película está llena de discurso femenino, la banda de sonido es el constante parloteo de las mujeres de la Corte, que nunca terminan de ponerse al día con las novedades. Los chismes se comentan en presencia del damnificado, pero simulando no ser oídas. Es así como el discurso se organiza para ser escuchado, pretendiendo lo contrario.
Pero, generalmente no sabemos de qué o quiénes están hablando, solamente las oímos hablar. Y el único discurso elocuente, entonces, es el de la pequeña princesa, la única en el film que habla en francés, y que corriendo por el jardín pronuncia “Regarde la petite abeille!” Es la que posee la lengua, sin embargo quien no puede hacer uso de ella.
Cuando ya todo sea irremediable y el palacio real esté rodeado por “la urbe enfurecida”, será María Antonieta la que salga al balcón, pero no para ofrecer sus palabras, sino su cuerpo. Sin embargo, esa sí que sería una contradicción que el universo Cóppola no podría resistir. La directora, entonces, salva a ese cuerpo hecho para ser mutilado desde la primera escena, y sustituye la guillotina por una reverencia de María Antonieta, un gesto de nena que juega a ser princesa. Porque Cóppola no comprende que lo único que la hubiera salvado era que le corten la cabeza.
Las vírgenes suicidas es el primer film de Cóppola, relata la historia de cinco bellas hermanas rubias que se suicidan inexplicablemente. La voz de la narración pertenece a uno de los chicos que vivía en el mismo barrio que las chicas, que estaba enamorado de ellas como sus amigos, y que, aún hoy que ya pasaron muchos años, sigue intentando encontrar la causa de la trágica decisión. La enunciación nunca evidencia cuál de los chicos de la banda está narrando: podría ser cualquiera de ellos.
Los chicos van atando cabos a medida que van recolectando información y objetos personales de sus adoradas. Sin embargo, nada sacan en claro –“nunca las entenderemos”- hasta que consiguen el diario íntimo de la menor de las hermanas, la primera en suicidarse. Por fin, pensamos, vamos escuchar el relato de la chica, la causa de la desdicha. Y entonces, los chicos leen: “Hoy comimos pizza congelada”.
Es que quizás las películas de Cóppola nos estén diciendo eso: el discurso femenino está lleno de nada. Pero también podría ser que refieran a la imposibilidad de construir un relato desde un punto de vista no filtrado por el masculino. Y entonces podremos pensar, como la pequeña suicida que, como María Antonieta, mira a cámara y dice: “Doctor, cómo se nota que usted nunca fue una niña de 13 años.”
Así como Cóppola no tuvo reparos en filmar una película sobre Tokyo en la que los japoneses parecen ridículos, violentos o estúpidos, tampoco su personaje se siente culpable por detestarlos, siendo lo único placentero de su visita a Japón el encuentro con otro norteamericano que le recuerda lo diferente que ella es de esos orientales.
Es que la rubia de “Lost in traslation” no siente nada. ¿Cómo esta chica sin brillo puede haberse convertido en la espectacular Nola Rice de Match Point? La criatura de Cóppola, definitivamente, no es un objeto de deseo construido para el regodeo de la mirada masculina; Charlotte no está puesta en exhibición: toda posibilidad de erotismo culminó a partir de ese primer plano que nos introduce en la narración y nos muestra los muslos de Johansson en bombachas de abuela.
Es claro: Cóppola intenta proponer un relato con voz femenina. Pero también puede suceder que, si una mujer abre la boca, no diga más que frivolidades.
Una tienda de campaña especialmente construida para la ocasión la está esperando en la frontera entre Francia y Austria. Ahora que la paz entre ambos países depende de su unión matrimonial, la joven María Antonieta deberá asumirse adulta y desprenderse de todo aquello que la liga a su tierra natal, a sus juegos de infancia. Sin embargo, una vez en Versalles, eso que había abandonado – amigas, cachorros, pasteles, zapatos- se multiplica. ¿Qué es lo que cambió entonces para María Antonieta cuando pisa suelo francés?
Para convertirse en la Delfina de Francia, nada de lo viejo puede conservarse. Manos francesas la desvisten, y ahí la tenemos, plano de espaldas, el cuerpo desnudo. Frágil y blanca, María Antonieta sin ropas de adolescente. Las mismas manos la visten de azul pastel, pero el cuerpo debajo de la ropa ya no es suyo. Ahora sus dedos son para llevar el anillo que selle el pacto internacional, ahora su intimidad será espectáculo y su vientre, la arena de lo político. El cuerpo no le pertenece ni para vestirse: María Antonieta es una mujer pública.
Pero parece que nada puede hacer mella en las chicas de Cóppola, ni siquiera que las nombren reinas. La rubia solamente piensa en zapatos nuevos, bordados y bombones. El rechazo del príncipe a tocar su cuerpo, a consumar el matrimonio y consolidar la alianza política, no lo vive más que como desplante que hiere su autoestima femenina, ¡y encima la cuñada que queda embarazada antes, la muy zorra! Así como Charlotte, jamás podría, como el personaje de Richard Gere en “Rapsodia en agosto”, sentir culpa por Hiroshima al ser norteamericana, tampoco la María Antonieta de Cóppola contempla una ética que la haga responsable del hambre del pueblo que gobierna. Impoluta frente a lo que la penetra, María Antonieta pone cara de violada indiferente.
Durante todo el relato, la cámara asume un único punto de vista que justifica la frivolidad de la reina: la responsabilidad es excesiva para esta adolescente tan dulce y divertida. Sin embargo, en tres oportunidades, este punto de vista será contradicho por la enunciación. La primera se sucede mientras transcurren los créditos, es la primera escena del film: María Antonieta se abanica con una pluma, una criada la sirve, y ella mira a cámara, provocativa. La segunda es la escena de amor con el Conde Fresen, su amante, y otra vez esa mirada en los ojos. Finalmente, la tercera, la escena en la que pronuncia la frase paradigmática, “si los pobres no tienen pan, que coman pastel”.
La escena con el Conde es llamativamente similar a la escena entre el rey y su favorita, la Condesa Du Barry, sucedida unos momentos antes en la historia. La Condesa es la representación del pueblo en Versalles, sus modales poco refinados y su excentricidad evidencian de manera constante que no pertenece a ese lugar. Su presencia es insoportable para María Antonieta, que no acepta ni siquiera dirigirle el saludo. La disputa entre las dos mujeres parece una simple disputa de competencia femenina, pero la enunciación devela la presencia del pueblo no nombrado, que sintomáticamente se presenta en la única escena de cama de la reina, y en la representación teatral en la que María Antonieta personifica a una campesina.
Es en estos momentos privados entonces, en los que parece que por fin la reina ha logrado escaparse del corset protocolar y podrá expresar la verdad de su desasosiego. Sin embargo, María Antonieta mira a cámara y aún así será dicha- por el estereotipo que la Historia le asigna-, o dejara escapar una frase banal.
La película está llena de discurso femenino, la banda de sonido es el constante parloteo de las mujeres de la Corte, que nunca terminan de ponerse al día con las novedades. Los chismes se comentan en presencia del damnificado, pero simulando no ser oídas. Es así como el discurso se organiza para ser escuchado, pretendiendo lo contrario.
Pero, generalmente no sabemos de qué o quiénes están hablando, solamente las oímos hablar. Y el único discurso elocuente, entonces, es el de la pequeña princesa, la única en el film que habla en francés, y que corriendo por el jardín pronuncia “Regarde la petite abeille!” Es la que posee la lengua, sin embargo quien no puede hacer uso de ella.
Cuando ya todo sea irremediable y el palacio real esté rodeado por “la urbe enfurecida”, será María Antonieta la que salga al balcón, pero no para ofrecer sus palabras, sino su cuerpo. Sin embargo, esa sí que sería una contradicción que el universo Cóppola no podría resistir. La directora, entonces, salva a ese cuerpo hecho para ser mutilado desde la primera escena, y sustituye la guillotina por una reverencia de María Antonieta, un gesto de nena que juega a ser princesa. Porque Cóppola no comprende que lo único que la hubiera salvado era que le corten la cabeza.
Las vírgenes suicidas es el primer film de Cóppola, relata la historia de cinco bellas hermanas rubias que se suicidan inexplicablemente. La voz de la narración pertenece a uno de los chicos que vivía en el mismo barrio que las chicas, que estaba enamorado de ellas como sus amigos, y que, aún hoy que ya pasaron muchos años, sigue intentando encontrar la causa de la trágica decisión. La enunciación nunca evidencia cuál de los chicos de la banda está narrando: podría ser cualquiera de ellos.
Los chicos van atando cabos a medida que van recolectando información y objetos personales de sus adoradas. Sin embargo, nada sacan en claro –“nunca las entenderemos”- hasta que consiguen el diario íntimo de la menor de las hermanas, la primera en suicidarse. Por fin, pensamos, vamos escuchar el relato de la chica, la causa de la desdicha. Y entonces, los chicos leen: “Hoy comimos pizza congelada”.
Es que quizás las películas de Cóppola nos estén diciendo eso: el discurso femenino está lleno de nada. Pero también podría ser que refieran a la imposibilidad de construir un relato desde un punto de vista no filtrado por el masculino. Y entonces podremos pensar, como la pequeña suicida que, como María Antonieta, mira a cámara y dice: “Doctor, cómo se nota que usted nunca fue una niña de 13 años.”
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