(Cine y Filosofía, una vez más).
Julio Cabrera. (Brasilia) (Especial para la revista LA VENTANA INDISCRETA).
En mi libro de 99, en el ejercicio Spielberg, sostengo que la Otridad del otro es frecuentemente construida como monstruosa, tanto en el “período animal” de su cine como en el resto. En el caso de humanos, el Otro monstruoso no es un tiburón o un dinosaurio (o una mosca o un lobo), sino un negro, un judío o un enemigo. Cuando la niña se refiere al dinosaurio como un monstruo, el doctor Grant la corrige: “No es un monstruo, es un animal”. De la misma forma, podríamos decir: “No es un monstruo, es un negro”, “No es un monstruo, es un judío”. Entre paréntesis, yo terminaba aquel párrafo haciendo una pregunta que en ese momento no me inquietaba tanto. ¿No podríamos también decir: “(…) ‘No es un monstruo, es un nazi”? ¿Hay límites para la tolerancia hacia la ‘otredad del Otro’?”[1]
Entramos en el siglo XXI arrastrando un profundo desconocimiento de lo humano. O, peor aún, pensando que el ser humano es algo sobre lo cual existe un “saber” que no dominamos, y que deberíamos luchar para obtener. A propósito de la película “La Caída” (Der Untergang), de Oliver Hirschbiegel, leí en muchos lugares y en diferentes lenguas (inclusive en La Ventana Indiscreta número 1) que el mérito o la vergüenza de esta película habría consistido en mostrar un Hitler “humano”, o en haber “humanizado” a Hitler. Estos comentarios parecen suponer que cuando se apunta hacia lo “humano” de un hombre, un animal o un monstruo, estamos refiriéndonos a algo positivo, elevado y comprensible. Si no fuera así, la indignación de Wim Wenders delante del filme de Hirschbiegel no se entendería; él, precisamente, cree que, al “humanizarse” a Hitler, se ha señalado hacia su lado positivo, elevado y comprensible.
Creo que el verbo “humanizar” y el sustantivo “humano” se utilizan aquí de una manera metafísica y mistificada. En verdad, el único sentido en que esos comentarios podrían contener algo de verdad sería el de sugerir que lo que la película “Der Untergang” consigue no es mostrar que Hitler, a pesar de todo, también era humano (algo de lo que no deberíamos haber dudado nunca), sino precisamente lo contrario, que la humanidad, a pesar de todo, es también como Hitler la representó. Haber “humanizado” a Hitler es haberlo mostrado siendo todo lo malvado, irracional, demente, desconsiderado e incomprensible que sólo un ser humano puede ser. Wenders no tenía ningún motivo para la ira[2].
La historia de la filosofía, como yo la veo, es en gran parte culpable de que tengamos esta mala conciencia respecto de lo humano. Durante toda la historia, los filósofos (por lo menos hasta el siglo XIX, mi preferido) han presentado lo humano en ropajes afirmativos, definido por la racionalidad, la deliberación, la lucha contra las pasiones, la vocación moral, la busca de la belleza y la angustia por la salvación eterna. Desde el espiritualismo griego hasta Kant y Fichte, pasando por la era cristiana, lo humano ha sido así presentado, y todo lo “negativo” (lo irracional, lo no deliberado, lo arbitrario, pasional, inmoral, feo, demoníaco y profano), apareció siempre como excepción, desvío, mancha. Todo lo negativo humano fue encapsulado en el problema epistemológico del error, el problema moral del mal y el problema religioso de la condenación. Lo negativo no tiene una entidad propia, sino que es como el suburbio de la Verdad, el Bien y la Salvación.
Creo que en esta historia la negatividad constitutiva de lo humano ha sido escamoteada y desfigurada, de tal forma, que cuando ella se presenta no la reconocemos más; la vemos, a la luz de la narración afirmativa, como extraña y ajena. Aquello no nos pertenece, lo vemos como anomalía y absurdo, como algo que no puede caracterizarnos. Los pensadores que llamo “logopáticos” en mi libro, desde Schopenhauer hasta Heidegger, han dado un giro fundamental en la historia de la filosofía, presentando a la negatividad constitutiva de lo humano en diferentes términos: volición, vida, existencia, angustia, elección absurda de sí mismo. La filosofía de la existencia del siglo XX es hoy una filosofía derrotada (por las filosofías objetivas, el análisis del lenguaje y la filosofía práctica), pero fue ella la que nos brindó las últimas descripciones crudas de la existencia humana, impregnadas de aquella negatividad que ya no reconocemos más como nuestra.
Estoy convencido de que el cine consigue escapar mejor que la filosofía de los obstáculos del afirmativismo. Vengo denunciando el afirmativismo en filosofía ya desde mi libro de 96[3], pero fue en el libro sobre cine y filosofía que comencé a ver que no estamos condenados a pensar el mundo afirmativamente, que las artes, la literatura, el teatro y el cine pueden ayudarnos a ver lo negativo humano como constitutivo y originario, y no como excepción, librándonos de la mistificación afirmativa. Es curioso que en el problema tradicional de la Teodicea, el problema sea cómo conciliar la existencia de un Dios bueno con un mundo en donde existe el mal. Muchos argumentos van en la dirección de negar la existencia de Dios, pero nadie parece dudar de que exista mal en el mundo. Esto parece evidente. Yo no creo que lo sea. A decir verdad, la existencia del mal y la existencia de Dios son dos caras de lo mismo, y si dudamos de uno deberíamos dudar del otro. El “mal” no es una noción negativa, sino afirmativa, sólo existe para la visión afirmativa del mundo. Si asumiéramos una visión negativa, el “problema del mal” se disolvería. En esa visión, “el mal” es simplemente lo humano que no conseguimos reconocer.
“Der Untergang” es tan sólo un ejemplo reciente y expresivo del anti-afirmativismo del cine. Quería referirme en este breve texto a otros dos ejemplos de lo mismo, retirados de una amplia demonología cinematográfica que aún espera sus atentos y obsesivos investigadores. Pero antes de abandonar el film alemán, no puedo resistir a la tentación de comentar (para el mayor escándalo del moralismo wenderiano) la escena del film de Hirschbiegel en donde la sra. Goebbels mata a sus hijos (como Medea), dándoles somníferos y después una cápsula de cianuro. El director ha cuidado que toda la expresión corporal, el silencio, el recogimiento, la convicción y la devoción amorosa de una madre se preserven en esta escena terrible, una de las más conmovedoras que he visto últimamente. Se puede decir que, en una descripción fenomenológica, habría escasas diferencias entre esta madre “asesina” y la madre amorosa que simplemente está poniendo a sus hijos en la cama para dormir. Es como si se hubiera adoptado la pantomima usual y se la hubiera cargado con otro contenido, no menos devoto, convicto y, sobre todo, protector, que la de cualquier otra providencia materna. La filosofía jamás será capaz de ir tan lejos.
Patricia Highsmith colocó su alarmante familiaridad con lo negativo ya en el propio título de su libro: “El talentoso Ripley”. ¿Talentoso para qué? El lector de novelas “noir” va a responder: talentoso para matar. Pero la respuesta filosófica más adecuada sería ésta: talentoso para vivir. Pues vivir consiste en una serie de proyectos y en los indecibles esfuerzos que hacemos para retirar del camino los obstáculos que nos impide realizarlos. Sólo que la mayoría de nosotros hace eso sin ningún talento. En el caso particular de Tom Ripley, no existe un solo momento de su vida en el cual él no se recuerde a sí mismo como queriendo ser rico y exitoso. Para realizar este proyecto, él tiene que matar a Dickie Greenleaf (porque tiene que tomar su lugar), a Freddy Miles (por haber descubierto la verdad), e inclusive a su devoto amante Peter Smith-Kingsley (pura y simplemente para poder continuar manteniendo su impostura). Cuando comete este último crimen, Ripley llora amargamente, como no lo esperaríamos de un “frío asesino”.
Tom Ripley es un “Otro” muy especial: él no es negro ni es nazi. No nos despierta ninguna extrañeza. Nuestra actitud hacia él es la misma que la del señor Greenleaf, padre de Dickie, que envía Tom a Europa para convencer a Dickie de que vuelva a los EEUU. Tom es un joven tímido, culto, pobre y emprendedor. Él no precisa ser “humanizado” porque desde siempre se lo presenta como profundamente “humano”, en el sentido mistificado antes aludido. Lo más chocante en la saga de Tom Ripley es la forma completamente natural con que los crímenes van aconteciendo; a partir de cierto momento, los vemos como inevitables, urgentes, vitalmente ricos de contenido y profundamente motivados por el desarrollo de los acontecimientos; y nos preocupamos por la suerte de Tom, por su destino incierto, al mismo tiempo que admiramos su increíble inteligencia y audacia. Lo negativo ha sido aquí completamente incorporado a lo humano, y la ética ha colapsado en la pura ontología. Tom Ripley es simplemente un ec-sistente trascendiéndose a sí mismo y negándose a la plena coincidencia que lo sofocaría.
René Clément ya había hecho una versión de la misma novela en 1959 (“Plein Soleil”, con Alain Delon como Tom Ripley), versión moralista en donde el asesino no conseguía salvarse del castigo. Tanto en la novela como en el film de 1999, Ripley sale impune, rico y libre. Paradójicamente, a partir de la escena traumática del asesinato de Dickie Greenleaf en medio del mar, percibimos que si lo que Tom Ripley ha hecho pretendiera aún ser entendido y juzgado por la categoría de “mal”, su propio haber surgido en el mundo (así como el nuestro) sería ya un mal. En sus elecciones catastróficas, Tom Ripley simplemente se elige a sí mismo, como todos nosotros.
La obra que consiguió mostrar con extraordinario rigor esa naturalidad devastadora de la negatividad humana es “Elefante” (2003), de Gus Van Sant, la película sobre la masacre de estudiantes y profesores en un colegio. Pues la pregunta fatal aquí es: “¿Por qué aquellos dos jóvenes mataron a todas esas personas?”. Claro que ya existen documentales que intentan explicaciones sociales y psicológicas; lo que el film de Van Sant tiene de ontológico es que, simplemente, muestra los acontecimientos en su total naturalidad, como si no hiciera falta preguntarse por motivos, como si el Gran Motivo estuviera desde siempre presente, acechando en el núcleo mismo de lo humano. Pues mientras aquellos documentales se mantienen en el nivel mistificado, “Elefante” filma despaciosamente, casi con indiferencia, el ir y venir de los estudiantes por el colegio en un día como otro cualquiera. La masacre surge naturalmente de esa cotidianidad perezosa, y su poder de aterrorizar se auto-sustenta sin necesidad de ningún tipo de énfasis.
Que dos jóvenes estudiantes se armen hasta los dientes y asesinen a sus colegas y profesores es, aunque nos choque, una posibilidad de la existencia. En cualquier corte sincrónico de cualquier vida humana encontraremos el suficiente hartazgo y vacío como para entender los acontecimientos devastadores. Es una negatividad constitutiva que estaba, simplemente, esperando su oportunidad. El elefante es aquel enorme evento sin una explicación específica y convincente: algunos sociólogos explican una oreja, los psicoanalistas una pata, pero el elefante todo está simplemente en el nivel de lo negativo originario, enclavado en lo humano que nos extraña y desajusta.
Es en estos puntos cruciales y perturbadores donde, según me parece, el cine aún le da lecciones de filosofía a la filosofía.
Julio Cabrera. (Brasilia) (Especial para la revista LA VENTANA INDISCRETA).
En mi libro de 99, en el ejercicio Spielberg, sostengo que la Otridad del otro es frecuentemente construida como monstruosa, tanto en el “período animal” de su cine como en el resto. En el caso de humanos, el Otro monstruoso no es un tiburón o un dinosaurio (o una mosca o un lobo), sino un negro, un judío o un enemigo. Cuando la niña se refiere al dinosaurio como un monstruo, el doctor Grant la corrige: “No es un monstruo, es un animal”. De la misma forma, podríamos decir: “No es un monstruo, es un negro”, “No es un monstruo, es un judío”. Entre paréntesis, yo terminaba aquel párrafo haciendo una pregunta que en ese momento no me inquietaba tanto. ¿No podríamos también decir: “(…) ‘No es un monstruo, es un nazi”? ¿Hay límites para la tolerancia hacia la ‘otredad del Otro’?”[1]
Entramos en el siglo XXI arrastrando un profundo desconocimiento de lo humano. O, peor aún, pensando que el ser humano es algo sobre lo cual existe un “saber” que no dominamos, y que deberíamos luchar para obtener. A propósito de la película “La Caída” (Der Untergang), de Oliver Hirschbiegel, leí en muchos lugares y en diferentes lenguas (inclusive en La Ventana Indiscreta número 1) que el mérito o la vergüenza de esta película habría consistido en mostrar un Hitler “humano”, o en haber “humanizado” a Hitler. Estos comentarios parecen suponer que cuando se apunta hacia lo “humano” de un hombre, un animal o un monstruo, estamos refiriéndonos a algo positivo, elevado y comprensible. Si no fuera así, la indignación de Wim Wenders delante del filme de Hirschbiegel no se entendería; él, precisamente, cree que, al “humanizarse” a Hitler, se ha señalado hacia su lado positivo, elevado y comprensible.
Creo que el verbo “humanizar” y el sustantivo “humano” se utilizan aquí de una manera metafísica y mistificada. En verdad, el único sentido en que esos comentarios podrían contener algo de verdad sería el de sugerir que lo que la película “Der Untergang” consigue no es mostrar que Hitler, a pesar de todo, también era humano (algo de lo que no deberíamos haber dudado nunca), sino precisamente lo contrario, que la humanidad, a pesar de todo, es también como Hitler la representó. Haber “humanizado” a Hitler es haberlo mostrado siendo todo lo malvado, irracional, demente, desconsiderado e incomprensible que sólo un ser humano puede ser. Wenders no tenía ningún motivo para la ira[2].
La historia de la filosofía, como yo la veo, es en gran parte culpable de que tengamos esta mala conciencia respecto de lo humano. Durante toda la historia, los filósofos (por lo menos hasta el siglo XIX, mi preferido) han presentado lo humano en ropajes afirmativos, definido por la racionalidad, la deliberación, la lucha contra las pasiones, la vocación moral, la busca de la belleza y la angustia por la salvación eterna. Desde el espiritualismo griego hasta Kant y Fichte, pasando por la era cristiana, lo humano ha sido así presentado, y todo lo “negativo” (lo irracional, lo no deliberado, lo arbitrario, pasional, inmoral, feo, demoníaco y profano), apareció siempre como excepción, desvío, mancha. Todo lo negativo humano fue encapsulado en el problema epistemológico del error, el problema moral del mal y el problema religioso de la condenación. Lo negativo no tiene una entidad propia, sino que es como el suburbio de la Verdad, el Bien y la Salvación.
Creo que en esta historia la negatividad constitutiva de lo humano ha sido escamoteada y desfigurada, de tal forma, que cuando ella se presenta no la reconocemos más; la vemos, a la luz de la narración afirmativa, como extraña y ajena. Aquello no nos pertenece, lo vemos como anomalía y absurdo, como algo que no puede caracterizarnos. Los pensadores que llamo “logopáticos” en mi libro, desde Schopenhauer hasta Heidegger, han dado un giro fundamental en la historia de la filosofía, presentando a la negatividad constitutiva de lo humano en diferentes términos: volición, vida, existencia, angustia, elección absurda de sí mismo. La filosofía de la existencia del siglo XX es hoy una filosofía derrotada (por las filosofías objetivas, el análisis del lenguaje y la filosofía práctica), pero fue ella la que nos brindó las últimas descripciones crudas de la existencia humana, impregnadas de aquella negatividad que ya no reconocemos más como nuestra.
Estoy convencido de que el cine consigue escapar mejor que la filosofía de los obstáculos del afirmativismo. Vengo denunciando el afirmativismo en filosofía ya desde mi libro de 96[3], pero fue en el libro sobre cine y filosofía que comencé a ver que no estamos condenados a pensar el mundo afirmativamente, que las artes, la literatura, el teatro y el cine pueden ayudarnos a ver lo negativo humano como constitutivo y originario, y no como excepción, librándonos de la mistificación afirmativa. Es curioso que en el problema tradicional de la Teodicea, el problema sea cómo conciliar la existencia de un Dios bueno con un mundo en donde existe el mal. Muchos argumentos van en la dirección de negar la existencia de Dios, pero nadie parece dudar de que exista mal en el mundo. Esto parece evidente. Yo no creo que lo sea. A decir verdad, la existencia del mal y la existencia de Dios son dos caras de lo mismo, y si dudamos de uno deberíamos dudar del otro. El “mal” no es una noción negativa, sino afirmativa, sólo existe para la visión afirmativa del mundo. Si asumiéramos una visión negativa, el “problema del mal” se disolvería. En esa visión, “el mal” es simplemente lo humano que no conseguimos reconocer.
“Der Untergang” es tan sólo un ejemplo reciente y expresivo del anti-afirmativismo del cine. Quería referirme en este breve texto a otros dos ejemplos de lo mismo, retirados de una amplia demonología cinematográfica que aún espera sus atentos y obsesivos investigadores. Pero antes de abandonar el film alemán, no puedo resistir a la tentación de comentar (para el mayor escándalo del moralismo wenderiano) la escena del film de Hirschbiegel en donde la sra. Goebbels mata a sus hijos (como Medea), dándoles somníferos y después una cápsula de cianuro. El director ha cuidado que toda la expresión corporal, el silencio, el recogimiento, la convicción y la devoción amorosa de una madre se preserven en esta escena terrible, una de las más conmovedoras que he visto últimamente. Se puede decir que, en una descripción fenomenológica, habría escasas diferencias entre esta madre “asesina” y la madre amorosa que simplemente está poniendo a sus hijos en la cama para dormir. Es como si se hubiera adoptado la pantomima usual y se la hubiera cargado con otro contenido, no menos devoto, convicto y, sobre todo, protector, que la de cualquier otra providencia materna. La filosofía jamás será capaz de ir tan lejos.
Patricia Highsmith colocó su alarmante familiaridad con lo negativo ya en el propio título de su libro: “El talentoso Ripley”. ¿Talentoso para qué? El lector de novelas “noir” va a responder: talentoso para matar. Pero la respuesta filosófica más adecuada sería ésta: talentoso para vivir. Pues vivir consiste en una serie de proyectos y en los indecibles esfuerzos que hacemos para retirar del camino los obstáculos que nos impide realizarlos. Sólo que la mayoría de nosotros hace eso sin ningún talento. En el caso particular de Tom Ripley, no existe un solo momento de su vida en el cual él no se recuerde a sí mismo como queriendo ser rico y exitoso. Para realizar este proyecto, él tiene que matar a Dickie Greenleaf (porque tiene que tomar su lugar), a Freddy Miles (por haber descubierto la verdad), e inclusive a su devoto amante Peter Smith-Kingsley (pura y simplemente para poder continuar manteniendo su impostura). Cuando comete este último crimen, Ripley llora amargamente, como no lo esperaríamos de un “frío asesino”.
Tom Ripley es un “Otro” muy especial: él no es negro ni es nazi. No nos despierta ninguna extrañeza. Nuestra actitud hacia él es la misma que la del señor Greenleaf, padre de Dickie, que envía Tom a Europa para convencer a Dickie de que vuelva a los EEUU. Tom es un joven tímido, culto, pobre y emprendedor. Él no precisa ser “humanizado” porque desde siempre se lo presenta como profundamente “humano”, en el sentido mistificado antes aludido. Lo más chocante en la saga de Tom Ripley es la forma completamente natural con que los crímenes van aconteciendo; a partir de cierto momento, los vemos como inevitables, urgentes, vitalmente ricos de contenido y profundamente motivados por el desarrollo de los acontecimientos; y nos preocupamos por la suerte de Tom, por su destino incierto, al mismo tiempo que admiramos su increíble inteligencia y audacia. Lo negativo ha sido aquí completamente incorporado a lo humano, y la ética ha colapsado en la pura ontología. Tom Ripley es simplemente un ec-sistente trascendiéndose a sí mismo y negándose a la plena coincidencia que lo sofocaría.
René Clément ya había hecho una versión de la misma novela en 1959 (“Plein Soleil”, con Alain Delon como Tom Ripley), versión moralista en donde el asesino no conseguía salvarse del castigo. Tanto en la novela como en el film de 1999, Ripley sale impune, rico y libre. Paradójicamente, a partir de la escena traumática del asesinato de Dickie Greenleaf en medio del mar, percibimos que si lo que Tom Ripley ha hecho pretendiera aún ser entendido y juzgado por la categoría de “mal”, su propio haber surgido en el mundo (así como el nuestro) sería ya un mal. En sus elecciones catastróficas, Tom Ripley simplemente se elige a sí mismo, como todos nosotros.
La obra que consiguió mostrar con extraordinario rigor esa naturalidad devastadora de la negatividad humana es “Elefante” (2003), de Gus Van Sant, la película sobre la masacre de estudiantes y profesores en un colegio. Pues la pregunta fatal aquí es: “¿Por qué aquellos dos jóvenes mataron a todas esas personas?”. Claro que ya existen documentales que intentan explicaciones sociales y psicológicas; lo que el film de Van Sant tiene de ontológico es que, simplemente, muestra los acontecimientos en su total naturalidad, como si no hiciera falta preguntarse por motivos, como si el Gran Motivo estuviera desde siempre presente, acechando en el núcleo mismo de lo humano. Pues mientras aquellos documentales se mantienen en el nivel mistificado, “Elefante” filma despaciosamente, casi con indiferencia, el ir y venir de los estudiantes por el colegio en un día como otro cualquiera. La masacre surge naturalmente de esa cotidianidad perezosa, y su poder de aterrorizar se auto-sustenta sin necesidad de ningún tipo de énfasis.
Que dos jóvenes estudiantes se armen hasta los dientes y asesinen a sus colegas y profesores es, aunque nos choque, una posibilidad de la existencia. En cualquier corte sincrónico de cualquier vida humana encontraremos el suficiente hartazgo y vacío como para entender los acontecimientos devastadores. Es una negatividad constitutiva que estaba, simplemente, esperando su oportunidad. El elefante es aquel enorme evento sin una explicación específica y convincente: algunos sociólogos explican una oreja, los psicoanalistas una pata, pero el elefante todo está simplemente en el nivel de lo negativo originario, enclavado en lo humano que nos extraña y desajusta.
Es en estos puntos cruciales y perturbadores donde, según me parece, el cine aún le da lecciones de filosofía a la filosofía.
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[1] Cabrera Julio. Cine: 100 años de Filosofía, Gedisa, Barcelona, 1999, pág. 106.
[2] Digamos de paso que el cine de Wenders, sobre todo en “Paris/Texas” y “El cielo sobre Berlín” es, en una visión posible, un paradigma de desconocimiento de lo humano. Su especulación sobre ángeles y humanos desarrollada en imágenes en el segundo film, parece profundamente mistificadora (aunque la película es bellísima). A los ojos de un ángel, una taza de café caliente se transforma en una especie de milagro. Esto es un buen ejemplo de lo que llamo “irreconocible negatividad de lo humano” y que trataré de explicar aquí. Se podría escribir un libro sobre esto, pero me limito aquí a una broma: ¡debe haber sido terrible para Wenders ver como Hirshbiegel utilizaba a su ángel Bruno Ganz para personificar al mismísimo demonio!
[3] Cabrera Julio. Crítica de la Moral Afirmativa. Gedisa, Barcelona, 1996.
[1] Cabrera Julio. Cine: 100 años de Filosofía, Gedisa, Barcelona, 1999, pág. 106.
[2] Digamos de paso que el cine de Wenders, sobre todo en “Paris/Texas” y “El cielo sobre Berlín” es, en una visión posible, un paradigma de desconocimiento de lo humano. Su especulación sobre ángeles y humanos desarrollada en imágenes en el segundo film, parece profundamente mistificadora (aunque la película es bellísima). A los ojos de un ángel, una taza de café caliente se transforma en una especie de milagro. Esto es un buen ejemplo de lo que llamo “irreconocible negatividad de lo humano” y que trataré de explicar aquí. Se podría escribir un libro sobre esto, pero me limito aquí a una broma: ¡debe haber sido terrible para Wenders ver como Hirshbiegel utilizaba a su ángel Bruno Ganz para personificar al mismísimo demonio!
[3] Cabrera Julio. Crítica de la Moral Afirmativa. Gedisa, Barcelona, 1996.
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