Si tenemos que imitar la fonética de un alemán, un poco en chiste un poco en serio, agravamos el tono y escupimos sílabas bruscas como si de por sí los alemanes fuesen nazis que imparten órdenes. Como si la fonética misma contuviese el autoritarismo de la conducta inherente a cada alemán. Tiene que aparecer alguien que haya conocido Alemania, y que le profese verdadero respeto, para desmentir nuestra apresurada creencia y contarnos que el idioma alemán es una lengua delicada y exquisita como pocas, y no sólo un burdo medio de comunicación entre animales autoritarios.Este es sólo un ejemplo de cómo en las últimas décadas, probablemente desde mucho antes, fuimos formando de Alemania un mito que peligrosamente se alejaba de la realidad. Lo mismo se evidencia cuando los críticos de cine interpretan películas realizadas en ese país. Un poco para ofrecer ideas críticas de un cine alemán menos mitificado, pero fundamentalmente para desmitificar a los alemanes mismos, es que me interesa publicar la nota que sigue.
El Herzog racionalista Desde los tempranos años sesenta, Herzog viene sembrando un revuelo de opiniones en torno a su propia figura. La crítica especializada de cine comparte la idea de que es un director despótico, inescrupuloso, capaz de someter a sus equipos de trabajo a la explotación y el desprecio. Lo curioso es que en los reportajes y entrevistas se muestra como una persona comprensiva y con predisposición natural a dialogar con los otros. Incluso llega a decir que una de sus principales características es la prudencia.
Un empleado de la cinemateca de Toulouse que estaba de visita en Argentina, cuando le pedí su opinión de la película La caída, me dijo que estaba muy mal filmada. "Sí… pero la película… ¿qué te pareció?" le volví a preguntar yo, como para hacerle notar que no me estaba respondiendo lo esencial. Después de unos tres intentos, finalmente me confesó que La caída tenía algo rescatable: por primera vez los alemanes dotaban de un rostro humano a Hitler, que hasta ese momento en Europa siempre había sido sinónimo de bestia inhumana o encarnación del mal en el mundo. Hago notar dos cosas: la inicial reticencia que mostró mi interlocutor a hablar del problema fundamental que presenta la película y este mecanismo humano, señalado concientemente por el francés, tendiente a demonizar lo que no se comprende.
Las razones por las cuales La caída fue mucho más controvertida que el cine de Herzog, al punto de remover los cimientos del público en general, son tan obvias que no habría ni siquiera que aclararlas: si se humanizan figuras como las de tiránicos emperadores o despiadados jefes tribales, cosa que de hecho el cine hace, la controversia directamente no se abre. Pero se tocó la figura de Hitler, sobre la que todavía hay puesto demasiado odio.Las películas más controversiales de Herzog, si bien no molestaron a nadie, generaron el mito demoníaco en torno a la figura del director. Esto revela algo del mismo odio e incomprensión que se desastaron con La caída. En Aguirre, la ira de Dios, por ejemplo, Herzog cuenta en tono exaltadamente romántico la historia de un conquistador español que arriba a tierras amazónicas con una sed animal por apoderarse del oro que espera encontrar en ellas. En Fitzcarraldo, se trata de un exquisito aristócrata inglés que, con aires de imperialismo, es capaz de someter a trabajo forzado a cientos de aborígenes con tal de cumplir su sueño de construir una ópera en el punto más alto y alejado de la selva amazónica.
De estas películas lo que más inquieta es el poder que tienen de transmitirnos las pasiones de sus oscuros protagonistas. El director capta con gran penetración el amor obnubilado que sienten Aguirre y Fitzcarraldo cada vez que están cerca de ver realizados sus sueños. Herzog nos obliga a sentir compasión e incluso empatía por hombres que en los actuales tiempos se debe tachar de inmorales o enemigos de la civilización. Creo que este es uno de los principales hallazgos de su cine. Goethe ya lo había hecho a través de la literatura, con su Fausto, resaltando los rasgos humanos de Mefistófeles, que no es otro que el diablo personificado en un hombre. Hegel, Shopenhauer y Nietszche son sólo algunos de los filósofos alemanes que mejor supieron encarnar estas espiritualidades humanas irracionales, iracundas y hasta demoníacas. Quizás sea la crítica fundamental del romanticismo, perfectamente expresada en el Hiperión de Holderlin, la que mejor cuaje con las películas más polémicas de Herzog: son precisamente los fines más nobles -como la belleza sublime para Fitzcarraldo o la instauración del bien supremo para Aguirre, que se proclama a sí mismo rey de todo el Amazonas- los que empujan a cometer los actos humanos más bestiales. Buscando la libertad para los griegos, convencido de que los fines perseguidos son los mejores, Hiperión termina liderando hordas de brutales asesinos. Y las metáforas alemanas de esta paradoja trágica son demasiadas como para enumerarlas.
Viendo la complejidad moral y psíquica -vamos a decir espiritual- de los personajes herzoguianos, y los dilemas existenciales a que nos enfrentan, me resisto a creer que Herzog sea sólo un apologista de algún tipo de irracionalidad, como podría pensarse. Con dichos personajes el director alemán nos invita a cuestionar la pureza de la racionalidad, a tomar conciencia de su contracara, penetrando los trasfondos más oscuros y reveladores del hombre.
El Hirschbiegel casto
A pesar de haber quedado fascinados con la película La caída, nos enteramos de una crítica como la de Wenders, indignado por la parcialidad con que se trata un asunto que sería de por sí condenable, y nos preguntamos si es correcta ética y políticamente nuestra defensa de la obra de Hirschbiegel. Por un segundo creemos estar siendo funcionales a la ideología nazi, sólo por nuestra tendencia a no querer estar de acuerdo. Afortunadamente la culpa se nos pasa rápidamente. Si por instantes la sentíamos, e incluso llegamos a confesarla como lo estamos haciendo ahora, es porque también nosotros somos capaces de indignarnos frente a la barbarie que ejercen hombres sobre otros hombres. No somos ajenos a los feroces despliegues de dicha barbarie, a veces como víctimas, otras, probablemente, como sutiles e imperceptibles victimarios. Pero así y todo seguimos insistiendo con que la película no tiene que indignarnos.
El mismo empleado de la cinemateca de Toulouse que terminaría confesando la virtud de La caída llegó a decirme, después de nuevos intentos por sacarle el tema del nazismo, que él no había vivido esa época de la historia. Que yo tenía que entender que él, por pertenecer a una generación posterior, no estaba en condiciones de sostener las fuertes posturas sobre el nazismo que yo quería escuchar. Me sorprendió viniendo de alguien perteneciente a un país que había sufrido tan de cerca la violencia nazi.
Me quiero servir de esta nueva confesión del francés pero esta vez para discutir con Wenders. Entiendo la indignación del director de Buena vista social club (que no acepta ningún tipo de benevolencia frente a una figura como la de Hitler) y la de todos aquellos que aún padezcan el feroz resentimiento contra una dictadura de la que todavía quedan muchas secuelas. Pero no acepto que se juzgue una película por no haber sido filmada desde ese mismo resentimiento. Hirschbiegel, uno de los exponentes jóvenes del nuevo cine alemán, también pertenece a esa generación que no carga con el mismo odio al nazismo de sus antepasados. Odia al nazismo, pero también y fundamentalmente intenta comprenderlo.
La verdad de los alemanes
Viajar a Buenos Aires, al suntuoso Village Recoleta, para cubrir el V Festival de Cine Alemán sirvió, yo creo, para comprender, más que lo que pasa con el cine alemán en Argentina, lo que nos estaba pasando a los que con desmedida pasión tratábamos de sacar esta publicación. Para nosotros el valor histórico del estreno de La caída o la fuerza vital de cada pieza de la obra cinematográfica de Herzog y, en fin, la importancia de todas aquellas experiencias del cine y la cultura alemana que con espíritu trágico hemos estado abordando a lo largo de los últimos meses, eran cosas que ni siquiera se discutían. El intento frustrado de entrevistar al organizador del festival, de alguna manera, nos hizo tomar conciencia de que, si bien el cine y las culturas de otros países pueden influenciar a muchos, los que estábamos siendo verdaderamente influenciados, porque nos prestábamos para eso, éramos nosotros. Después de ver una película de Margarette Von Trotta, en una sala colmada de alemanes, finalmente dimos con el organizador del evento y le contamos que estudiábamos filosofía, que nos interesaba mucho el cine y que prontamente publicaríamos el primer número de una revista que hablaría sobre cine alemán, aprovechando el estreno de La caída, película que por otra parte, también le dijimos, nos había parecido especialmente interesante. Nuestro interlocutor nos miraba ligeramente sorprendido, como sin terminar de encajar con nuestra naturaleza. Le preguntamos qué proyecciones tenía organizado el festival y, apurado por las caóticas circunstancias del evento, se puso a explicarnos que para los organizadores el cine alemán en Argentina era fundamentalmente un mercado redituable, o rentable, o viable. No me acuerdo bien las palabras que usó pero el sentido era bastante claro. También era claro que no vivía la experiencia del cine alemán como la estábamos viviendo nosotros. Pero no se podía pedir otra cosa: éramos nosotros, no él, los que estábamos flotando en una burbuja de irrealidad. En La Plata nuestros compañeros estaban en una gran asamblea, a punto de tomar la facultad, y nosotros viajando en un tren con destino al Village Recoleta para compartir una completa desconexión nacional con los alemanes residentes en Argentina. Como jóvenes estetas del París del 68, nos perdíamos apasionadamente en los vericuetos de una realidad ardiente que a cada segundo parecía estar más próxima a su propia destrucción. El mundo se acababa y nosotros como barriletes que inician su vuelo libre empujados por los vientos de la historia.
Fue precisamente esa fiebre voluntarista, expresada en el deseo de convertirnos en reporteros de la noche a la mañana, la que finalmente nos condujo a la desilusión. Una desilusión que no tardó en fagocitarse a sí misma para dar lugar a un nuevo estado emocional, esta vez favorable, de resignación serena. Entendimos que muchas veces el destino nos obstruye el camino porque se guarda una gran enseñanza para compartir con nosotros.
Todo sucedió en unos pocos segundos. El alemán interrumpe su conversación con nosotros porque alguno de sus empleados lo requiere, e inmediatamente con mi compañero intercambiamos gestos apresurados y palabras no muy bien articuladas pero que sin embargo transmiten rápidamente un mensaje claro como el agua: habíamos tomado la determinación de aprovechar la distracción del entrevistado para sacar el reporter de la mochila. Las cosas que el empresario de cine nos estaba diciendo tenían que ser grabadas si más tarde queríamos contar la experiencia como auténticos corresponsales del hecho.
Cuando vuelve su cuerpo hacia nosotros, lo primero que encuentra es el reporter, muy cerca de su nariz, y atrás un raro personaje, es decir yo, preguntándole si se dejaba grabar. Naturalmente, el hombre de negocios se sintió aturdido por nuestro arremetedor proceder (visto desde afuera, el lapso en que sacamos el reporter de la mochila podía confundirse fácilmente con la tentativa de un atentado terrorista) y por eso decidió suspender en ese mismo momento el diálogo que en realidad ni siquiera había tenido tiempo de iniciarse. Si bien nos dejó su tarjeta personal, para que volviésemos con una cita "donde pudiésemos estar más tranquilos", nos quedamos como con algo atravesado en la garganta. Había sido tan intensa la certeza de que volveríamos a La Plata con un reportaje que la brusquedad con que se cortó todo dejó cierto halo de desilusión.
Lo mismo pasó con los espectadores en las salas. Mirando Fuera de ritmo, en dos butacas inmediatas a la mía se sentaron dos adolescentes alemanes que si no hubiera sido por el idioma tranquilamente podían pasar por argentinos. ¿Pero qué esperaba yo de adolescentes alemanes?... ¿o es que ni siquiera los esperaba, y la sorpresiva aparición de sus figuras, tan reales, tan banales como las que nos rodean cotidianamente, me hizo tomar conciencia de lo lejos que estaban mis representaciones del mundo, del mundo tal y como finalmente se presenta? Los alemanes son tan banales como cualquier otro pueblo que podamos tomar al azar. Incluso, en las salas de cine, se ríen en los momentos de película en que no debieran reírse. Como gran parte del público argentino, suelen no diferenciar las partes cómicas de las partes trágicas de un film.
Si en algún momento creímos que a través del cine alemán íbamos a captar algo así como la esencia alemana (así es como traducíamos el sentimiento de responsabilidad filosófica frente al cine de ese país) hoy vemos que ingresando en el corazón mismo de lo alemán (¿qué puede ser más penetrante en este sentido que rodearse de alemanes que van al cine y ver películas alemanas con ellos?) sólo nos alejábamos del objetivo. Sólo desmitificando a Herzog, a Hirschbiegel, al mismo Hitler e incluso al pueblo alemán como suerte de espiritualidad elevada podemos acercarnos a las proximidades de la verdad que estamos buscando.