Imposibilidades de un cine neutro


a mis viejos, vueltos a nacer el 15 de mayo


Wim Wenders, en la revista francesa Trafic (dic. 2004)*, acusa a Oliver Hirschbiegel de haber tenido en La caída una condescendencia con el führer. El hecho decisivo es no haber mostrado su muerte, y sí la de todos los demás. «Declaro que el führer está muerto» en esta película eso no tendría que haber sido una declaración, dice Wenders. Y se pregunta: «¿no es ese escamoteo lo que hace que esas figuras sean inmortales, míticas?». Hirschbiegel se vuelve dudoso al hacerle esa concesión a Hitler. Ahora bien, su crítica resulta externa, pues le pide a la película que tome partido por el nazismo, que lo enardezca o vitupere (según el sentido común y la “sana” costumbre) cuando la película intenta, en todo caso, mostrarnos otra cosa: la nueva experiencia de un Hitler humano. Y además es deshonesta: arroja un manto de duda sobre el director pero no se atreve a afirmar que sea efectivamente un nazi.

No obstante, deja entrever una cuestión: ¿es posible la neutralidad en el cine? Porque a Wenders, en definitiva, le molesta que la película intente ser neutral respecto al juicio, que nos lo deje a libre elección. Es cierto, el cine no puede ser neutral. El cine emite necesariamente un juicio sobre lo que muestra. La cámara no es un vehículo traslúcido y neutro; al contrario, encuadra la realidad, muestra imágenes. De modo que podemos decir que con el cine sucede lo mismo que con el sujeto trascendental kantiano: de lo real sólo obtiene fenómenos (imágenes aisladas que se le presentan). Ante la imposibilidad de mostrar la realidad y obteniendo siempre el fenómeno, la tarea del realizador de cine será, kantianamente dicho, la de hacer aparecer el nóumeno (es decir lo en sí, la cuestión a mostrar, algo que en la película, si todo sale bien, podremos ver en la totalidad de su desarrollo). La particularidad de la mirada del realizador tal vez sea mostrar en las apariencias de lo real (es decir, los fenómenos, el material que retiene en la imagen) lo real. El realizador se sumerge en un mundo fenoménico imponiendo un orden temporal, secuenciando las imágenes de una determinada manera. Algo parecido pensaba Pasolini, y hacía la salvedad: el director de cine debe ser consciente de la violencia que ejerce sobre la realidad (su juicio sobre lo que muestra), para que lo real emerja de la narración en forma indirecta. E indirecta quiere decir aquí de nuestro lado, asumiendo nuestra condición de sagaces espectadores.

Pero antes de hilar fino, volvamos al tema que nos preocupa: la posibilidad de una neutralidad del punto de vista.

En cine hablar de «punto de vista» es un poco vetusto y anacrónico. Si seguimos las precisiones del Diccionario de cine de Eduardo A. Russo, podemos decir que en un sentido literal el punto de vista haría referencia al sitio desde donde se ejerce la visión de un espacio; y en un sentido metafórico, aludiría a lo ideológico o a lo relativo a la narración del film como totalidad. Wenders, que lo piensa en este segundo sentido, piensa además que el punto de vista en La caída es un doble «punto de vista», un punto de vista híbrido. En efecto, la película cuenta dos testimonios que aportan la cuota de veracidad que nos sacude como espectadores. Por un lado, la narración cercana e intimista de la secretaria, que garantiza cierta familiaridad con el objeto; y por otro, el testimonio que se supone objetivo del libro sobre los últimos doce días del Tercer Reich del profesor Joachim Fest. De manera que en La caída nos encontramos con escenas narradas desde el «punto de vista» de Fraulëin Junge, la secretaria, y otras que pretenden contar los hechos tal cual fueron; es decir, desde el «punto de vista» de libro de Historia. Wenders dice: «La competencia del profesor, conjugada con la autenticidad de un testigo directo de los hechos: ¡imposible dudar de la seriedad de los propósitos! Con ese espíritu fue lanzada la película: "Sabemos de lo que estamos hablando."»

Sobre todo hay que concederle a Wenders sus argumentos de realizador, que nos han hecho pensar en esta cuestión del «punto de vista». Concuerdo con que en cine no alcance con tener componentes verídicos. No podría pensar la experiencia del cine como la que tengo con un conjunto de testimonios confiables. En todo caso diré que se comenzará a pensar a partir de ellos. El cine a partir de allí zanjará otro nivel de verdad, establecerá por la potencia de sus imágenes, dada en su exposición pública, una nueva experiencia cargada de significado. Como pensaba Herzog: «en cine, los niveles de verdad son infinitos, y el del llamado cine-verdad es el más superficial, el más primario». Prolongar los límites de verdad, excederse en el «punto de vista», crear un punto de vista en el otro, resulta ser una condición a priori del cine, independiente de la experiencia (fallida, según Wenders) de Hirschbiegel. Además, el punto de vista puede ser múltiple y variable de plano a plano. Por lo que un punto de vista pueden ser muchos puntos de vista. Puede variar, por ejemplo, de personaje a personaje, de cámara subjetiva a cámara subjetiva y aún así contar una historia. Es el caso de Rashomon de Akira Kurosawa (1950), donde un crimen, evocado por cuatro personajes, queda sin hallar una versión definitiva, es decir, sin reducir el «punto de vista» a un relato definitivo del hecho. Esta experiencia nos enseña que la hibridez de «punto de vista» no existe, puesto que el cine, en todo caso, lo construirá a priori, independientemente de la claridad con la que lo muestre, o inclusive mostrandolo de una manera vulgar.

Por todo esto podemos decir que la crítica de Wenders no tiene ninguna validez estética; y se centra sólo en los aspectos ideológicos. Y a este respecto, tampoco concordamos con Wenders pues, para él «La caída nos deja con una imagen de sol, de libertad. Mientras que los dos héroes alemanes sobrevivientes pedalean hacia la libertad, una luz de sol artificial ilumina a Traudl y al pequeño Peter de las Juventudes Hitlerianas.». En todo caso, que él se haga cargo de esa imagen de sol y libertad que le deja la película. Por nuestra parte, si recordamos el aturdimiento con que salimos del cine al ir a verla, tenemos que decir que La caída no nos dejó sino en silencio. Salimos del cine aturdidos por el sabor de un drama muy intenso, oscuro y alemán: el suicidio y la coherencia dramática que, dadas las situaciones que se describen, encierra esa idea.

En definitiva, todo ocurre como si, por una parte, no bastara con conjugar dos historias para narrar algunas historias: es necesario establecer, claramente, el «punto de vista», la visión narrativa de conjunto que emite un juicio sobre lo mostrado; y por otra, en una película que trata un tema tan sensible, el «punto de vista» aparece como algo que no puede ser ambiguo*.

Werner Herzog, otro de los grandes directores alemanes, prefería colocar otra verdad en lugar de la verdad "verdadera": «tan verdadera como ella, pero "distinta", intensificada, potenciada»**. Algo parecido hizo Hirschbiegel y el resultado, como pensaba Pasolini, produjo una desestabilización de los lenguajes convencionales. La crítica de Wenders pertenece a esos lenguajes desestabilizados por la figura humana del Führer. Suena como pedirle a Herzog que en Aguirre, la ira de Dios (1972), o en El enigma de Kaspar Hauser (1974), se limitase a contar los hechos históricos dejando de lado toda la verdad que su fantasía nos revela.

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*Un ejemplo parecido se suscitó en la crítica argentina con la primer película de Fito Paez. En efecto, Vidas paralelas (2000), que confieso su punto de vista híbrido, trataba un tema muy delicado (los hijos de desaparecidos) y lo relacionaba con otro muy universal, la tragedia Edipo Rey. De una mezcla tal resulta una deformación, una banalización del hecho concreto (y aun latente), al sumirlo en la trama de una tragedia tan conocida como la de Sófocles. En pocas palabras, lo particular se funde en lo universal y se vuelve indiscernible, perdiendo su particular riqueza de experiencia cinematográfica.



**Todas los comentarios de Herzog proceden de Werner Herzog, una retrospectiva, editado por el Instituto Goethe de la Ciudad de Buenos Aires en 1996.

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