Uno de los impactos más unánimes que ha tenido la película La caída ha sido la percepción de un Hitler humanizado. Como si el director hubiese sido reticente a la hora de adscribir caracteres malignos al personaje, o al menos no los hubiese explicitado con la transparencia que el tema requería. Pero lo curioso es que si queremos justificar con ejemplos esta incómoda percepción que se nos impone con un sabor poco feliz pero con una contundencia insoslayable, no tenemos a qué escena recurrir ni elemento desde donde afirmar aquello que sin embargo sentimos. Tal vez sea este uno de los logros más elevados del film, ya que no sólo nos deja con un sentido flotante de humanidad en Hitler que no tenemos cómo apuntalar sino que, contrariamente, no escasean ejemplos en los que podemos encontrar el transparente prototipo de un Hitler deleznable y tiránico. Pensemos, por rememorar sólo algunas escenas, en las implicancias raciales y la inclemencia contra su pueblo que hay en sus discursos, por ejemplo, en el momento en que ha asumido su derrota y comienza a despotricar diciendo: "Si la guerra está perdida ¿qué importa que las personas también estén perdidas? Las necesidades básicas del pueblo alemán no son relevantes ahora. Nuestro pueblo se volvió débil y según las leyes de la naturaleza debe morir. Lo que quede después de esta batalla será solo el inferior, el superior habrá caído"
Por otro lado, tampoco ha tenido el autor la suspicacia ni la imprudencia de dejar filtrar alguna veneración indirecta y soslayada que nos abra una brecha a través de la cual simpatizar con el Führer. No, su condena del personaje es insoslayable también. Y sin embargo, tanto en nosotros espectadores, como en los detractores del film y en sus admiradores, está el molesto resquemor de sentir que en el Hitler enfundado por Bruno Ganz se perfila un semblante de un ser humano demasiado humanizado para la costumbre y la ética de nuestros tiempos. Pero si estas consideraciones son acertadas en algún punto, ¿qué será entonces aquello que del film nos llega y nos conmueve sin que lo veamos, en base a lo cual vivimos esta humanidad infundada de Hitler?
La primera opción en la que pienso es la más visible, la más superficial: la victimización de los implicados. La primera sensación de humanidad y compasión que sentimos en la película, más que referirla al Führer, la podemos referir al modo descarnado en que es presentado el pueblo berlinés: ¿será la tremebunda miseria y desesperación de un pueblo abatido bajo una invasión, con las interminables camillas de civiles heridos y cuerpos despedazados gritando sobre el fondo de las tétricas imágenes de devastación la que nos genera ese sentimiento de humanidad hacia las víctimas, que de alguna forma se propaga hacia todos los personajes hasta llegar a hacernos sentir que el mismo Hitler se nos presente como alguien más benévolo? O será, por otro lado, el cuadro de un sujeto vulnerable y finito con que Hirschbiegel nos presenta a Hitler, a contrapelo y en contraste con aquellos retratos tipificados e incluso burdamente satanizados hasta en las más suspicaces miradas y los más escondidos gestos, ya que, recordemos, Hitler mismo se sitúa a sí mismo como víctima en varias ocasiones: lo oímos quejarse cuando dice: "todo el mundo me miente, incluso las SS. ¨¡He sido traicionado y engañado desde el comienzo!", o también: "Todas mis órdenes han sido desobedecidas. ¿Cómo puedo ser un líder en estas circunstancias?", y más adelante el desconcertante: "Se acabó. La guerra está perdida. Hagan lo que quieran". Y también aquella escena en que despotrica sintiéndose un extraño advenedizo ante los generales egresados de prestigiosas universidades y miembros de encumbradas familias aristocráticas. En fin, la exposición de un pueblo en las condiciones más deplorables y terribles y la figura de un Hitler que pareciera quejarse de una desobediencia de sus súbditos, situándose en el lugar de víctima desobedecida y engañada podrían contribuir a esta humanización que nos deja el film.
Otro elemento del que podemos servirnos para develar esta oscura experiencia estética es la forma en que aparece expuesta la necesidad de ciertos hombres de mantener allí, fuera de las inmediaciones del yo, un objeto grandioso y omnipotente que sea no sólo la referencia del sujeto, sino la garantía de su constitución. Me explico. Sucede que al ir transcurriendo la película nos da la impresión de que ese sujeto enigmático y sombrío no es sólo la cima de una estructura jerárquica militar, sino el sostén íntimo y mental de cada ciudadano. La escena más emotiva al respecto es aquella donde la enfermera que entra al búnker se quiebra ante la presencia de Hitler y le ruega ahogada en desesperación, mientras aprieta sus brazos llorando: "¡Mein Fuhrer, mantén la fe en la victoria final. Condúcenos y te seguiremos!".
Esta necesidad de ser conducido y protegido ante el desamparo de la guerra alcanza incluso a las figuras más elevadas de la estructura jerárquica alemana, y la vemos en la escena en que los generales y Hitler están reunidos analizando los porvenires de la guerra, y el Führer, que hasta ese momento había mantenido una actitud parca y obstinada respecto a la caída de Berlín, admite, para estupor y sorpresa de los allegados, la derrota. En ese momento se produce un movimiento brusco y sorpresivo en el film y varios de los generales que había estado insistiendo en lo descabellado e insensato que era negar que la guerra había sido perdida y que murmuraban "el Führer ha perdido la razón", pierden su actitud serena y racional y no toleran que el Führer haya aceptado la derrota. A tal punto llega esta conmoción que inmediatamente tratan de reubicarlo, de hacerle entender que en realidad sí pueden ganar la guerra aún, como si se tratara de reordenar las piezas de una estructura imaginaria que se ha corrido y que requería de la presencia del líder en el lugar de figura inconmovible y victoriosa. Pareja con esta actitud hacia un líder va aquella omnisciencia que Eva le atribuye a su amado, cuando, al ser interrogada sobre si eran acertadas o no los planteos de Hitler respecto a los destinos de la guerra dice: "Es el Führer. Sabe qué es lo mejor", gesticulando la obviedad y lo innecesario del comentario. Así, el pueblo, los generales, la nación entera parecía requerir de esta figura idolatrada, habiendo depositado allí, en algo externo, inquebrantable y superior a ellos, todo su andamiaje emocional y patriótico. Tal vez esta podría ser una de las bases que nos hace ver un Hitler que en lugar de un demonio real podría ser un sujeto solicitado a llenar un vacío y ocupar el lugar que la nación le había adjudicado.
Pero hecho este recorrido ninguno de estos puntos me parece lo suficientemente claro como para sustentar este resabio de un Hitler humano que queda amargamente suspendido en nuestra experiencia estética. Y me siento un poco frustrado y un poco engañado por las propias pretensiones de buscar un enigma que parece no poder resolverse. Y pienso entonces que tal vez la respuesta sea tan oscura como la intuición misma que engendra. Hagamos un alto y por un momento tratemos de pasar al negativo de la situación, al lugar que está en el opuesto del demonio; es decir, pasemos al lugar del dios, al lugar de una figura venerada e idolatrada. Sin duda, uno de los rasgos que requieren sostener la idealización de un sujeto humano, es su distancia. A medida que nos acercamos al objeto ideal y vamos percibiendo todos aquellos puntos oscuros y rasgos escondidos que desde la distancia, al no poder apreciarlos, los llenábamos con nuestra propia atribución de rasgos míticos y enigmáticos, vamos percibiendo aquello que a lo lejos nos parecía grandilocuente y delirante como un simple objeto; el objeto elevado al rango de sublime, de cosa inalcanzable (ídolo popular) se va desvaneciendo, su semblante que ilumina y sostiene su esplendor se va evaporando a cada paso que damos. Hasta que al final nos encontramos con un sujeto como nosotros, que camina, que come, que es mas gordo de lo pensado, o mas flaco, que no tiene buen humor, que sólo es grandioso en aquel acto que admiramos (al poeta no le está permitido salir a la terraza a colgar las medias). En suma, nos encontramos con un hombre, donde habíamos visto un dios. Es tal vez esta la sensación que habrán sentido los generales nazis que quisieron, no obstante ver caer al ídolo, reubicarlo en su lugar cuando se quiso rendir. Y tal vez lo que hace Hirschbiegel con nosotros es traernos la sensación opuesta a través de una técnica que consiste precisamente en la cercanía. Y es que La caída narra, justamente, la especificidad y cercanía de los últimos días del Führer. Las casi dos horas y media que dura el film son de una notable hiperconcentración en un punto temporal demasiado escueto, y a través de él nos muestra un agujero finísimo y a la vez trascendente de toda la maquinaria Hitleriana. Quiero decir: la cercanía del ojo que ve, de la cámara que constantemente sigue y ausculta los movimientos, gestos, posiciones, rabietas de Hitler, son una forma de desacralizarlo, de desdemonizarlo a través de una especie de naturalismo del autor. Así se van acumulando en nosotros, casi imperceptiblemente, copiosos y repetitivos fragmentos de un Hitler cercano y cotidiano con el que vamos conviviendo a lo largo de la película. Y es por esta vía que vemos a un Hitler con un temblequeo de abuelo en su mano izquierda, que camina con dificultad, que pregunta cómo suicidarse y de qué forma hacerlo para sufrir lo menos posible, que suelta una lágrima cuando Albert Speer entra al recinto a despedirlo, que se acomoda constantemente el flequillo, que tiene una perra que se pone mal porque Eva la patea y él no se da cuenta, que protesta y se vive quejando porque nadie le hace caso. Es decir, la constancia del film es una cotidianidad permanente que no puede tener otro resultado en nosotros que una desdemonización. Faltaba nomás que nos exhibiera a Hitler sentado en la letrina, o en el inodoro, para terminar de bajar de un hondazo al demonio que teníamos instalado en nuestra percepción previa. Y es así como a través de esta secuencia repetitiva y constante de imágenes cotidianas, de fragmentos de simplicidad, el film en lugar de hacernos caer un ídolo, nos hace caer un demonio. El Hitler que teníamos elevado al rango de lo siniestro-sublime se corre del lugar de lo infernal incognoscible y absoluto y, sin cambiar en nada su esencia ni su identidad, lo ubica, de un modo sorpresivo, esquivo y chocante para el espectador en el lugar de un hombre, un poderoso y enigmático hombre genocida, intolerante, brutal, desalmado, pero empírico hombre al fin. El demonio ha sido desacralizado. El Hitler que vemos en La Caída es un Hitler secularizado.
Tal vez un poco esta última razón, y un poco las anteriores, sean algunas de las posibles causas de ese efecto embarazoso y conflictivo que nos ha dejado esta experiencia estética. De lo que no hay duda es que la experiencia ha existido y se ha impuesto en nosotros de manera concreta y maciza. Y que ha provocado una apertura subyacente que reclama ser colmada.
Por otro lado, tampoco ha tenido el autor la suspicacia ni la imprudencia de dejar filtrar alguna veneración indirecta y soslayada que nos abra una brecha a través de la cual simpatizar con el Führer. No, su condena del personaje es insoslayable también. Y sin embargo, tanto en nosotros espectadores, como en los detractores del film y en sus admiradores, está el molesto resquemor de sentir que en el Hitler enfundado por Bruno Ganz se perfila un semblante de un ser humano demasiado humanizado para la costumbre y la ética de nuestros tiempos. Pero si estas consideraciones son acertadas en algún punto, ¿qué será entonces aquello que del film nos llega y nos conmueve sin que lo veamos, en base a lo cual vivimos esta humanidad infundada de Hitler?
La primera opción en la que pienso es la más visible, la más superficial: la victimización de los implicados. La primera sensación de humanidad y compasión que sentimos en la película, más que referirla al Führer, la podemos referir al modo descarnado en que es presentado el pueblo berlinés: ¿será la tremebunda miseria y desesperación de un pueblo abatido bajo una invasión, con las interminables camillas de civiles heridos y cuerpos despedazados gritando sobre el fondo de las tétricas imágenes de devastación la que nos genera ese sentimiento de humanidad hacia las víctimas, que de alguna forma se propaga hacia todos los personajes hasta llegar a hacernos sentir que el mismo Hitler se nos presente como alguien más benévolo? O será, por otro lado, el cuadro de un sujeto vulnerable y finito con que Hirschbiegel nos presenta a Hitler, a contrapelo y en contraste con aquellos retratos tipificados e incluso burdamente satanizados hasta en las más suspicaces miradas y los más escondidos gestos, ya que, recordemos, Hitler mismo se sitúa a sí mismo como víctima en varias ocasiones: lo oímos quejarse cuando dice: "todo el mundo me miente, incluso las SS. ¨¡He sido traicionado y engañado desde el comienzo!", o también: "Todas mis órdenes han sido desobedecidas. ¿Cómo puedo ser un líder en estas circunstancias?", y más adelante el desconcertante: "Se acabó. La guerra está perdida. Hagan lo que quieran". Y también aquella escena en que despotrica sintiéndose un extraño advenedizo ante los generales egresados de prestigiosas universidades y miembros de encumbradas familias aristocráticas. En fin, la exposición de un pueblo en las condiciones más deplorables y terribles y la figura de un Hitler que pareciera quejarse de una desobediencia de sus súbditos, situándose en el lugar de víctima desobedecida y engañada podrían contribuir a esta humanización que nos deja el film.
Otro elemento del que podemos servirnos para develar esta oscura experiencia estética es la forma en que aparece expuesta la necesidad de ciertos hombres de mantener allí, fuera de las inmediaciones del yo, un objeto grandioso y omnipotente que sea no sólo la referencia del sujeto, sino la garantía de su constitución. Me explico. Sucede que al ir transcurriendo la película nos da la impresión de que ese sujeto enigmático y sombrío no es sólo la cima de una estructura jerárquica militar, sino el sostén íntimo y mental de cada ciudadano. La escena más emotiva al respecto es aquella donde la enfermera que entra al búnker se quiebra ante la presencia de Hitler y le ruega ahogada en desesperación, mientras aprieta sus brazos llorando: "¡Mein Fuhrer, mantén la fe en la victoria final. Condúcenos y te seguiremos!".
Esta necesidad de ser conducido y protegido ante el desamparo de la guerra alcanza incluso a las figuras más elevadas de la estructura jerárquica alemana, y la vemos en la escena en que los generales y Hitler están reunidos analizando los porvenires de la guerra, y el Führer, que hasta ese momento había mantenido una actitud parca y obstinada respecto a la caída de Berlín, admite, para estupor y sorpresa de los allegados, la derrota. En ese momento se produce un movimiento brusco y sorpresivo en el film y varios de los generales que había estado insistiendo en lo descabellado e insensato que era negar que la guerra había sido perdida y que murmuraban "el Führer ha perdido la razón", pierden su actitud serena y racional y no toleran que el Führer haya aceptado la derrota. A tal punto llega esta conmoción que inmediatamente tratan de reubicarlo, de hacerle entender que en realidad sí pueden ganar la guerra aún, como si se tratara de reordenar las piezas de una estructura imaginaria que se ha corrido y que requería de la presencia del líder en el lugar de figura inconmovible y victoriosa. Pareja con esta actitud hacia un líder va aquella omnisciencia que Eva le atribuye a su amado, cuando, al ser interrogada sobre si eran acertadas o no los planteos de Hitler respecto a los destinos de la guerra dice: "Es el Führer. Sabe qué es lo mejor", gesticulando la obviedad y lo innecesario del comentario. Así, el pueblo, los generales, la nación entera parecía requerir de esta figura idolatrada, habiendo depositado allí, en algo externo, inquebrantable y superior a ellos, todo su andamiaje emocional y patriótico. Tal vez esta podría ser una de las bases que nos hace ver un Hitler que en lugar de un demonio real podría ser un sujeto solicitado a llenar un vacío y ocupar el lugar que la nación le había adjudicado.
Pero hecho este recorrido ninguno de estos puntos me parece lo suficientemente claro como para sustentar este resabio de un Hitler humano que queda amargamente suspendido en nuestra experiencia estética. Y me siento un poco frustrado y un poco engañado por las propias pretensiones de buscar un enigma que parece no poder resolverse. Y pienso entonces que tal vez la respuesta sea tan oscura como la intuición misma que engendra. Hagamos un alto y por un momento tratemos de pasar al negativo de la situación, al lugar que está en el opuesto del demonio; es decir, pasemos al lugar del dios, al lugar de una figura venerada e idolatrada. Sin duda, uno de los rasgos que requieren sostener la idealización de un sujeto humano, es su distancia. A medida que nos acercamos al objeto ideal y vamos percibiendo todos aquellos puntos oscuros y rasgos escondidos que desde la distancia, al no poder apreciarlos, los llenábamos con nuestra propia atribución de rasgos míticos y enigmáticos, vamos percibiendo aquello que a lo lejos nos parecía grandilocuente y delirante como un simple objeto; el objeto elevado al rango de sublime, de cosa inalcanzable (ídolo popular) se va desvaneciendo, su semblante que ilumina y sostiene su esplendor se va evaporando a cada paso que damos. Hasta que al final nos encontramos con un sujeto como nosotros, que camina, que come, que es mas gordo de lo pensado, o mas flaco, que no tiene buen humor, que sólo es grandioso en aquel acto que admiramos (al poeta no le está permitido salir a la terraza a colgar las medias). En suma, nos encontramos con un hombre, donde habíamos visto un dios. Es tal vez esta la sensación que habrán sentido los generales nazis que quisieron, no obstante ver caer al ídolo, reubicarlo en su lugar cuando se quiso rendir. Y tal vez lo que hace Hirschbiegel con nosotros es traernos la sensación opuesta a través de una técnica que consiste precisamente en la cercanía. Y es que La caída narra, justamente, la especificidad y cercanía de los últimos días del Führer. Las casi dos horas y media que dura el film son de una notable hiperconcentración en un punto temporal demasiado escueto, y a través de él nos muestra un agujero finísimo y a la vez trascendente de toda la maquinaria Hitleriana. Quiero decir: la cercanía del ojo que ve, de la cámara que constantemente sigue y ausculta los movimientos, gestos, posiciones, rabietas de Hitler, son una forma de desacralizarlo, de desdemonizarlo a través de una especie de naturalismo del autor. Así se van acumulando en nosotros, casi imperceptiblemente, copiosos y repetitivos fragmentos de un Hitler cercano y cotidiano con el que vamos conviviendo a lo largo de la película. Y es por esta vía que vemos a un Hitler con un temblequeo de abuelo en su mano izquierda, que camina con dificultad, que pregunta cómo suicidarse y de qué forma hacerlo para sufrir lo menos posible, que suelta una lágrima cuando Albert Speer entra al recinto a despedirlo, que se acomoda constantemente el flequillo, que tiene una perra que se pone mal porque Eva la patea y él no se da cuenta, que protesta y se vive quejando porque nadie le hace caso. Es decir, la constancia del film es una cotidianidad permanente que no puede tener otro resultado en nosotros que una desdemonización. Faltaba nomás que nos exhibiera a Hitler sentado en la letrina, o en el inodoro, para terminar de bajar de un hondazo al demonio que teníamos instalado en nuestra percepción previa. Y es así como a través de esta secuencia repetitiva y constante de imágenes cotidianas, de fragmentos de simplicidad, el film en lugar de hacernos caer un ídolo, nos hace caer un demonio. El Hitler que teníamos elevado al rango de lo siniestro-sublime se corre del lugar de lo infernal incognoscible y absoluto y, sin cambiar en nada su esencia ni su identidad, lo ubica, de un modo sorpresivo, esquivo y chocante para el espectador en el lugar de un hombre, un poderoso y enigmático hombre genocida, intolerante, brutal, desalmado, pero empírico hombre al fin. El demonio ha sido desacralizado. El Hitler que vemos en La Caída es un Hitler secularizado.
Tal vez un poco esta última razón, y un poco las anteriores, sean algunas de las posibles causas de ese efecto embarazoso y conflictivo que nos ha dejado esta experiencia estética. De lo que no hay duda es que la experiencia ha existido y se ha impuesto en nosotros de manera concreta y maciza. Y que ha provocado una apertura subyacente que reclama ser colmada.
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