Editorial: argentinos a la luna


Los mismos que escribimos notas y dirigimos el proyecto general de una revista sobre cine y filosofía, en la faena, también tenemos que desentrañar los cerrados códigos de un lenguaje poco familiar: el Corel draw versión 12. Aunque se note poco, quisimos llevar a las imágenes que pueblan estas páginas la idea de que el cine argentino sigue aceptando desafíos. Como Spiner, el artista de tapa, que hace ciencia ficción con bajos recursos. La ventana indiscreta es un emprendimiento a lo Adiós querida luna: somos como esos tripulantes de la nave Estanislao, que en nombre de su querido país, tuvieron la oportunidad de cambiar el curso cósmico de la historia. Sabemos que finalmente no pudieron explotar la luna como querían. También sabemos que una runfla de patanes con poder los abandonó a su suerte (trágica, por cierto) en el espacio. Pero ¿quién les quita la experiencia de haber estado cara a cara con el gran astro blanco? Realizaron ese sueño y eso es lo que nos deja la película. La cuestión del cine argentino siempre es un desafío. Lo sabemos bien y quizá haya sido precisamente por eso que decidimos tratarla. Lo que no sabíamos era lo que iba a suceder después. No sólo los guerreros de la primera hora asumieron el desafío con la urgencia y la convicción que reclamábamos, sino que además se sumaron nuevos combatientes, con el mismo ímpetu que nosotros, lo que dio como resultado una revista bastante gorda y, como se expresó uno de nuestros invitados, con reforzado “aparato crítico”.Así que abróchese el cinturón o disfrute de la ausencia de gravedad.

La ventana indiscreta / 2


Escriben: raúl finkel, rodolfo iuliano, álvaro fuentes, marcelo scotti, mariano colalongo, enrico simonetti, guillermo noviski
con la participación especial de julio césar moran
Idea y realización: álvaro fuentes y mariano colalongo
Correcciones y voz en off: ana lenci
Urgencias: laventanaindiscreta_revista@yahoo.com.ar
Gracias: a Mariano Cariani por recibirnos en el Festi freak y darnos ocasión para el nacimiento (noviembre 2005). A Pancho por los buenos consejos. Al Tero por salvarnos las papas. A Pinti por sus grandes contribuciones. A Dani por el aguante. A los auspiciantes que confiaron. A los escritores, que aportaron entusiasmo en las reuniones. Y a todos los lectores.


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* Astucias femeninas

* Cine argentino de riesgo

* Tiempo de valientes o la clase media al poder

* En un lugar solitario

* Contradicciones esteticas y politicas en la hora de los hornos

* "Nuevo cine argentino", algo más sobre su origen


extras>

* El extranjero interior

* La leccion del anillo

* Munich

* Badiou y las sintesis cinematograficas

Astucias femeninas

Estas líneas no buscan reconstruir el estado de la cuestión del cine filmado por directoras. Si así fuera no podríamos esquivar el bulto y tendríamos que tomarnos el trabajo de ver todas las películas “femeninas”, incluso aquellas que no nos interesan; o, lo que es peor, nos veríamos obligados a postergar aquellas otras que de veras nos reclaman. Tendríamos que ponernos a trabajar contrarreloj, a la manera de los críticos que salen corriendo a comprar la novela sobre la que se basa la película que protagonizará su columna dominical, nada más que para simular una erudición que a nadie interesa (salvo a los repetidores de siempre, esos que olvidan fácilmente las fuentes que inspiran sus comentarios). Esos personajes que en una conversación no pierden oportunidad de demostrar cuán interesantes y sabihondos son, mientras que desperdician toda ocasión de enriquecer ese oxígeno de la inteligencia que es el silencio.
Pues bien, una vez pedidas las disculpas por no haber leído todo el programa de la materia y dejando atrás la rabieta, avanzamos diciendo que el objeto de este boceto consiste en rastrear ciertas afinidades temáticas entre algunas películas vistas hace tiempo y otras estudiadas para la ocasión. En este sentido, nos preguntaremos acerca de la eventual relación entre la mirada femenina y la preocupación por los dobleces de las convenciones sociales, especialmente de las posiciones sociales más encumbradas. En definitiva, quizá nos estemos preguntando por la posibilidad de una filosofía femenina urdida en lenguaje cinematográfico.

Digamos, entonces, que la reflexión se desarrolla en medio de un pleito entre David -en este caso, el pequeño saber sociológico siempre situado, siempre atento a las banalidades de los determinantes culturales y sociales- y Goliat -aquel gigante de la abstracción, aquel buscador de esencias y trascendentales; en definitiva, el pensamiento de los pensamientos, aquel ordenador filosófico competente para cualquier material que tenga a mano, esa reserva de pensamiento de la última instancia.

¿Cómo poner en diálogo las categorías sociológicas de la estratificación social con las metafísicas de la trascendencia del alma? Por qué preocuparnos sobre los diferentes modos de vida de los diferentes agregados sociales si en definitiva todos los seres mueren, si en última instancia todos deberán afrontar su pulseada con la nada. Para qué reflexionar sobre el sentido que las personas asignan a sus prácticas o a las estructuras en que éstas sedimentan, si ni siquiera tenemos algún tipo de certeza ontológica sobre lo que son estos seres actuantes; o, lo que es peor, cuando nos aproximamos a dicha certeza nos defraudan con una treta heracliteana, y se convierten en otra cosa, dejan de ser lo que eran.

En estas páginas, el cine es la excusa para especular a partir de estos movimientos pendulares de la reflexión. Partimos de la siguiente observación: existe un interés femenino en tematizar ciertos contenidos, especialmente asociados a las convenciones sociales de las posiciones más encumbradas, su volatilidad, sus tensiones. Se trata de una variante del realismo social que desplaza el interés originario del nuevo cine argentino por las cuestiones ligadas a la pobreza y la desocupación, para comenzar a interrogarse por su contra-cara: los nuevos ricos, los ricos empobrecidos, los medio-pelo desclasados, que intentan diferenciarse de los andrajosos de siempre. Estamos ante una perspectiva cinematográfica que le da un descanso al desocupado, y comienza a explotar nuevas vetas de rentabilidades estéticas y económicas (cuyos beneficios no se comparan con los extraordinarios dividendos que sigue generando la explotación narrativa de la problemática de los nuevos desechos sociales): la de los materiales asociados al poder y las jerarquías sociales.

En primer lugar, podemos sostener que la mirada femenina hurga a través de la cámara los límites de las ideas de esencia y apariencia, a partir de las inclemencias de la historia y las huellas que lo social deposita sobre sus tramas. En Los Rubios de Carri -tan festejada que no necesitamos reseñar su argumento- la apariencia y lo accesorio se trabajan dando cuenta de la fragilidad de las capas de memoria. Géminis, en cambio, explora el sentido de los lazos de sangre para las familias acomodadas a través de la figura del incesto. Los hermanos viven su amor sin el sentido de la prohibición, hecho que enfatiza por contraste el significado que tiene para la madre. La madre consiente el incesto en tanto sospecha, en tanto no subvierta la imagen pública de la eticidad familiar. Pero la constatación del hecho desata su locura. Carri elige el momento de la locura como instancia de la autoconciencia, como una iluminación tardía que habilita un sentido crítico sobre la propia biografía, tejida de ritualidades y convenciones.

Hermanas, de Solomonoff, formula el problema de la precariedad de las apariencias por duraderas que sean. Esta película pone en entredicho algunos sobreentendidos referidos a la moralidad inherente a los lazos de parentesco. En este caso la figura de la hermandad se revela como la de la traición, que pretende ser silenciada a través de la simulación de un cotidiano adecuado al sueño americano. La directora propone una mirada sarcástica de ese juego de convenciones en el que la apariencia habita la normalidad y el mundo esencial proviene de los márgenes, de los tenderos norteamericanos que leen Melville en busca de las aventuras que su pueblo no puede darles, exhibiendo siempre su credencial identificatoria: la marihuana. Desde este territorio comienza a desactivarse el simulacro y la tarea le compete al personaje dotado de una disposición filosófica ante la vida: la hermana menor, cuya duda metódica consigue desmontar la cadena de ficciones que llevan directamente al compromiso delator de su hermana mayor con la última dictadura en el secuestro y desaparición de su compañero.

En Un día de suerte de Gugliotta encontramos una reflexión sobre la emigración, el viaje como instancia que dota de sentido la propia vida, esa que se detesta como tal especialmente cuando transcurre en el pago en que se ha nacido. Sin embargo, el guión anuncia la naturaleza superflua del viaje en cuestión, la mentira que lo insufla: se trata de una búsqueda de sentido vital en un amor soñado, ficcionado a partir de los indicios que brinda una cita de sexo ocasional. En Argentina se vive la crisis de 2001 y comienza a anunciarse la epidemia de quienes quieren abandonar el país. La paradoja de la nacionalidad post-crisis aparece representada en la figura del abuelo siciliano, ese inmigrante que se compromete con los avatares políticos de su patria adoptiva, al tiempo que su nieta -la protagonista- fantasea con la huida hacia una Europa idílica, imposible y se entrega a una nueva vida de apariencias. Su impotencia vital, su imposibilidad de pensar una acción transformadora se manifiesta en una pregunta retórica sobre la nada -o sobre el sentido de la existencia-, susurrada a su amiga como al pasar: ¿pensaste alguna vez que no te iba a pasar nada en la vida? No resulta descabellado que su único repertorio de acción gire en torno a la fantasía, al sueño, si consideramos que la escena nacional no ofrece ninguna oportunidad al existencialismo: el mundo del trabajo, la política y la vida cotidiana escupen una sinfonía de restricciones materiales al libre albedrío de la conciencia angustiada. Estamos ante una película filosófica, entonada en el registro metafísico de Calderón donde la vida es sueño. Es decir, el sueño, por banal e insignificante que sea, se convierte en un motor para la vida, se convierte en vida, contrariando incluso a los reguladores de la vigilia que sentencian a coro “déjate de joder, estás soñando”.

Finalmente, una mención al cine de Martel. Tanto La ciénaga como La niña santa podrían inscribirse en el linaje Bemberg de preocupaciones temáticas, si no fuera por las distancias estéticas y epocales que separan ambas obras. Bemberg hurga tras el glamour de sus personajes para representar el poder de muerte que destilan las convenciones sociales, actualizadas por el entorno del poder. Si pensamos en Camila -en su lectura ilustrada que subraya el barbarismo federal aunque no deje de fascinarse por la ostentación del poder- nos encontramos de nuevo con la figura femenina (representada en la genealogía abuela-madre-hija) como momento filosófico, como instancia de duda y crítica radical del statu quo. Las mejores cárceles son las invisibles, como el matrimonio, especula la madre de Camila, y anuncia el sacrificio que los poderes rendirán al orden social. Sin embargo, esta tragedia no se resuelve en el campo de la filosofía sino en el de la vida. El discurso filosófico se vuelve pueril, mero palabrerío, y es desbancado por las disputas de vida y muerte que transcurren en el mundo de los hombres; mejor dicho: de las mujeres.

Martel no se entromete en la trama del poder estatal sino que deambula por los avatares de la sociedad civil: su sujeto es la burguesía estanciera del interior, fotografiada en el momento de su declive económico y subjetivo. Aquí no existen rastros de glamour: todo es tedio, sudor, y un molesto zumbido de moscas que acaece como en una interminable y calurosa siesta norteña. En este cine resuenan las preocupaciones de los realizadores del Dogma '95, diestros retratistas de los catalizadores sociales emergentes del bienestar y la vida sin preocupaciones. Martel representa el estancamiento de una clase social enfatizando la urdimbre de vínculos interpersonales, anudados siempre a la sombra de la ley y el orden moral.
Hasta aquí llegamos; hemos sumado algunos elementos para reponer nuestra intuición motora: la metamorfosis de la nación ocurrida en tiempos recientes dejó como saldo una estética de la pobreza pero también una cultura del éxito y el ascenso social, cuyas convenciones y ritualidades se constituyeron en uno de los temas centrales de la filmografía apuntalada por la sensibilidad de las nuevas directoras argentinas.

Cine argentino de riesgo

¿Tiene sentido seguir hablando del boom del cine argentino cuando ya pasaron diez años? Según Quintín (crítico de la vieja El Amante), lo que en su momento fue una estética innovadora se convirtió en un molde de películas redituables para la industria. Fue también Quintín quien puso como ejemplo a Lucrecia Martel: después del éxito de La ciénaga le habrían pedido otra película para llevar a Cannes y, en el apuro, hizo La niña santa, que es prácticamente igual a su antecesora.

Hay mucho de cierto en todo esto. Pasó lo mismo con unos cuantos directores de esa camada: Caetano, por ejemplo, no volvió a igualar el impacto de su primera película, Pizza, birra y faso, hecha conjuntamente con Stagnaro. Un caso más visible es el de Sorín, que de Historias mínimas a El perro se mantiene en una propuesta estética que parece continuarse ininterrumpidamente de una película a la otra. Los que recibieron con entusiasmo las obras pioneras se sintieron razonablemente defraudados al volver a ver lo mismo, para colmo aggiornado. De nuevo: La niña santa no sólo repitió la fórmula ganadora sino que mejoró aspectos formales y se hizo más digerible para un público internacional. Otro caso es el de Los muertos, la segunda de Lisandro Alonso, que incluso con un relato más elaborado no alcanzó a su opera prima, La libertad, cuyo rasgo más interesante fue precisamente la crudeza de esas imágenes que mostraban la vida del hachero sin la mediación de ningún relato.

Es cierto: este realismo se estancó estilísticamente. Pero de ahí a decir que el boom del cine argentino ya es historia hay una gran diferencia; sería anclarse en la posición cómoda del pesimismo a la que son tan proclives los intelectuales argentinos. El cine argentino sigue sorprendiéndonos aun cuando las propuestas estéticas estén cambiando. Directores como Bielinsky y Szifrón revitalizaron el género policial y Spiner no se rinde ante el desafío de hacer ciencia ficción. Pero me interesa señalar la continuidad que hay entre la primera generación de cineastas y estos directores más recientes. No se puede entender el grado de sofisticación de películas como Tiempo de valientes o El aura sin evocar otras del nuevo cine: Un oso rojo, que ya apostaba a cruzar el realismo del momento con el western, El bonaerense, que aportaba una mirada inteligente y arriesgada sobre un tema difícil, o La ciénaga, donde Martel parecía reflexionar en torno al tiempo tal como lo habían hecho los grandes cineastas (Griffith o Hitchcock). El realismo ya era sofisticado y también había corrido riesgos.

Paralelamente, películas como Nueve reinas, El aura y Tiempo de valientes también cargan con la impronta del realismo. Es una capa ya sedimentada en el lenguaje del cine. Se ve en la fauna de personajes típicamente argentinos, pero también en los lugares y circunstancias bajo las que se desarrolla la acción: los bosques patagónicos en El aura o las sesiones psicoanalíticas en Tiempo de valientes. Pero si es Nueve reinas el punto de transición más claro -si hay que buscar una escena que resuma el cruce del realismo con un cine más arriesgado, en este caso el policial- me quedo con Darín intentando cobrar un cheque millonario en un banco cerrado y agolpado de ahorristas reclamando en la puerta.

Me parece que el primer realismo, como las apuestas más arriesgadas del presente, son instancias de un mismo proceso de maduración. Y si el realismo ya no nos conmueve tanto no significa que el cine argentino esté en declive sino todo lo contrario: se prepara el terreno para que los cineastas acepten nuevos desafíos.

No digo que una generación de cineastas haya reemplazado a otra que se extingue. Primero porque los directores de la primera generación todavía son jóvenes y en muchos casos sus carreras recién comienzan. Segundo, porque mientras los de la primera generación tenían el éxito que tenían, los de la segunda ya estaban trabajando sigilosamente en estéticas más osadas. El primer thriller de Szifrón, El fondo del mar, y la primera apuesta fuerte de Spiner a la ciencia ficción, La sonámbula, pasaron desapercibidas cuando el realismo acaparaba toda la atención. Pero lo cierto es que formaban parte de una misma atmósfera de productividad aunque las propuestas estéticas de sus directores se consagraran más tarde, una vez pasado el tiempo suficiente para que maduraran.

Spiner dijo en una entrevista (1) que se había vuelto un recurso fácil usar actores no profesionales para mostrarlos tal como eran en la vida real; que siempre resultaba efectivo. Por eso él prefería usar actores profesionales y abordar un género como la ciencia ficción. No estaba restando valores al recurso clásico del neorrealismo italiano: pensaba que ya era tiempo de probar otras cosas.

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(1) Revista El extranjero Nro. 4, septiembre 2005.

Tiempo de valientes o la clase media al poder

Como comenta un amigo, Tiempo de valientes es un policial típico, basado en las estructuras del policial norteamericano. Sin embrago, el punto de vista del espectador ya no es ni el de Eddie Murphy en 48 horas ni en Un detective suelto en Hollywood (por nombrar dos comedias policiales al estilo de Tiempo de valientes) sino un detective (Luque) y un psicoanalista (Peretti), porteños ambos. Dos valientes argentinos luchando contra las mafias enquistadas en el Estado argentino. La historia ya no transcurre en Estados Unidos sino en Argentina, y al interior del mismo Estado.

Última escena: propuesta de reforma del Estado

En la ultima parte de Tiempo de valientes queda claro el sentido político del conjunto de la película. La vieja frase “la política aborrece el vacío” se hace carne de una manera singular y oportuna. Luego de capturar a los sectores mafiosos de la SIDE, un agente encubierto le propone a Luque participar en la formación de un nuevo equipo de contraespionaje internacional. El objetivo de este equipo es detectar sectores corruptos dentro del aparato de inteligencia del Estado. Luque le comenta de esta propuesta a Peretti, quien reacciona con temor ante la posibilidad pero, segundos después y luego de haberlo reflexionado, le dice que no estaría mal y se justifica: “es preferible que estemos nosotros a que estén esos hijos de puta”.

Los malos, esos hijos de puta, son aquellos que corrompen el Estado, mientras que los buenos somos nosotros: la bendita clase media quiere recuperar el viejo Estado que supo posibilitarle el ascenso social. Ese Estado usurpado por la última dictadura militar que tuvo sus últimos avatares en el menemismo. En este sentido, Szifron hace hombres valientes a quienes se meten a transformar el Estado desde adentro; en este caso, un policía y un psicoanalista. La película, desde esta perspectiva, elabora y desarrolla a lo largo de toda la trama por qué es mejor que gente como nosotros esté dentro del Estado. Es decir, propone una política de reforma o recomposición del Estado, un nacionalismo de las clases medias.

Esta trama se desarrolla a través de una dialéctica maniquea, una lucha entre dos fuerzas al interior del Estado argentino. Por un lado, tenemos el repertorio de los malos -el militar traficante de armas, el jefe policial oportunista, uno de los funcionarios de la SIDE y el conjunto de sus agentes subordinados-; mientras que “de este lado”, Díaz (Luque), el policía bueno que tiene un espíritu valiente y se enfrenta a no importa quién con tal de hacer justicia. Como comenta Luque en una entrevista durante el rodaje de la película: “mi personaje es un policía pero que tiene ciertos valores. No todo el mundo es malo, no todos son buenos. En este país la corrupción es una cuestión de cultura. Yo me formé en una sociedad corrupta” (1). Junto a él, el grupo de compañeros policías que se solidarizan cuando es atrapado por los sectores mafiosos y finalmente Peretti, el psicoanalista de clase media que muestra un gran respeto ante la ley. Peretti parece representar el sentido común del diario Clarín y Página 12, una mezcla entre las exigencias de transparencia de las instituciones y un perfil progresista que le hace posible hasta fumarse un porro para distenderse de una traición amorosa.

Este personaje cumple un rol central en la película, puesto que es la mirada del publico dentro de ella. Sus miedos, su seguridad como profesional, su respeto ante las instituciones, su drama amoroso, su perplejidad ante la corrupción es el lugar central desde donde se mira la película. Al decir de Peretti: “El psicoanalista es progresista, tiene prejuicios con la policía, así que se produce un choque de mundos” (2). Y, por supuesto, vivimos en un tiempo de valientes en el que animarse a enfrentar la mafia enquistada en el Estado es todo un acto heroico, el acto político supremo.

Cine argentino, industria norteamericana

“Me ubico dentro del cine industrial de autor, aunque no suele darse la independencia artística.” Damián Szifrón(3)

Si bien puede hablarse en los últimos años de un boom del cine argentino, hay que tener bien claro de qué se trata esto de que sea argentino. Mientras que las películas europeas o norteamericanas son producciones europeas o norteamericanas, el cine argentino (salvo excepciones) se basa en producciones europeas o norteamericanas. No es de asombrar: la mayoría de los medios locales de producción está en manos privadas extranjeras y el cine, en tanto industria, no escapa a esta situación histórica (4). Pero por sí solo esto no determina el contenido ideológico y estético del cine: el contenido ideológico está sujeto al mismo tiempo a las exigencias políticas de las grandes masas consumidoras de cine, en este caso. Históricamente, el cine ha estado relegado a la clase media y en los últimos años, debido al aumento estrepitoso del precio de la entrada de los cines en la Argentina, el sector de la clase media que solía ir al cine se redujo cuantitativamente, dirigiéndose a estratos de mayor ingreso. Es decir, el habito cinematográfico cada vez es menos popular y a estas necesidades se va adecuando.

La industria del cine es una fábrica ideológica, una rama de la producción al servicio de sí misma y de la reproducción de las relaciones capitalistas de producción. Esta ideología se adecua, al mismo tiempo, a aquello que el Estado necesita para perpetuarse. Para esto, el Estado promueve leyes a favor de la industria cinematográfica. Esta relación se expresa de diferentes maneras: por medio de leyes que regulan la producción, difusión y exhibición, pero también por las relaciones comerciales entre el cine y el Estado, que por medio del INCAA (Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales) incentiva económicamente pequeñas producciones: “dada la actual situación económica, es muy raro el caso en que una producción se lleve a cabo al margen de los principales organismos financieros (5). Se necesitan al menos entre 100 y 500.000 dólares para realizar un film y para conseguirlos generalmente se debe recurrir a fuentes externas” (6). Es decir, si bien asistimos a un boom de un cine hecho por argentinos (tanto directores como actores), las bases económicas para el desarrollo de producciones argentinas están fuertemente limitadas por las estructura económica dependiente del capitalismo argentino, que no cuenta ni con infraestructura propia ni con capitales para el desarrollo de medios producción cinematográficos locales.

En este contexto, tenemos una película como Tiempo de valientes que, como ya señalamos, tiene un sentido político nacionalista (justificando una política de recomposición del Estado benefactor) pero que está producida casi en su totalidad por la Fox, una de las productores más grandes de los Estados Unidos.

A simple vista pareciera contradictorio que capitales norteamericanos inviertan en una película con un contenido (si bien tibio e implícito) nacionalista. Sin embargo, esto confirma la trama de relaciones económicas existentes entre los Estados Unidos y la Argentina, y deja en claro que no existe una aguda contradicción entre el imperialismo norteamericano y el actual gobierno nacionalista del Estado argentino. Por eso es que la ideología nacionalista --si bien hay momentos en que puede jugar como dinamizadora de un enfrentamiento con el imperialismo- actualmente se presenta como una ideología defensiva de contención de las exigencias políticas de la clase media que reclama la vuelta del Estado benefactor. ¿Qué quiero decir con esto? Que los capitales ponen un límite al contenido ideológico del cine que producen: jamás la Fox, la Warner o la Universal financiarán películas con un consecuente contenido antiimperialista, porque va en contra de la reproducción de sus intereses. Tiempo de valientes es un síntoma más del desarrollo combinado de capitales imperiales y producciones locales en complicidad con el Estado.

La posición política de Szifrón es por demás clara: “En Estados Unidos es impresionante cómo se limpia la cara la policía. Aunque están Sérpico, Los intocables, evidentemente es una fuerza menos corrupta que acá. Pero no creo que las instituciones no tengan que insistir. No me imagino una sociedad que no tenga policías” (7).

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(1) Entrevista a Luis Luque, 18 de Mayo de 2005, Página 12

(2) Entrevista a Diego Peretti, 18 de Mayo de 2005, Página 12.

(3) Entrevista a Damián Szifrón (director de Tiempo de Valientes), 18 de Mayo de 2005, Página 12.

(4) “Durante los últimos 30 años las carteleras han estado manejadas por las grandes productoras y distribuidoras (Fox, Warner, Columbia, Universal, Disney) que impusieron su cine, como en el resto de todo el mundo. Estas productoras, llamadas majors, tienen su propia oficina de distribución y difusión en Argentina y ponen todo el aparato publicitario preparado por sus casas centrales al servicio de la proyección de sus películas en el país.” Josefina Sartora. El otro cine de las pampas. 2002. Le Monde Diplomatique Nº 34

(5) “En el cine industrial argentino hay un problema: más que falta de directores, hay falta de productores que arriesguen. Sobre todo como vivimos en una industria llena de subsidios, el riesgo es más que nada financiero”. Entrevista a Damián Szifrón. Página 12.

(6) Josefina Sartora, La fisura social en imágines, 2001, Le Monde Diplomatique Nº 30

(7) Entrevista a Damián Szifrón. Página 12.

En un lugar solitario

La segunda película de Bielinsky confirma algunas de sus virtudes como realizador. Ya sabemos que es un tipo cuidadoso y prolijo, y que sus guiones son formalmente sólidos y minuciosos. También sabemos que le gusta contar historias, y que encuentra su tempo narrando con morosidad y sin estridencias. No le gustan los efectismos visuales, y su mirada del mundo es discreta y sobria. Es un observador sutil que tiene un sentido profundo y complejo de la vida y está preocupado porque eso se note en sus imágenes.

Hay que decir también que después del éxito de Nueve reinas animarse con una película tan oscura como El aura es un punto a su favor: Bielinsky elige hacer una película sombría y tortuosa, que no deja lugar al humor y a la empatía que permitía la anterior; su objetivo principal no parece ser la atracción de las multitudes: de ser así no habría optado por un film de este tipo.

¿Qué elementos están presentes en sus dos películas? Las tramas complejas y el espesor de las historias, el gusto por la narración y la arquitectura compleja de los guiones, el registro falsamente policial en el que se desarrollan los relatos. Parecen más evidentes los contrastes: la primera era una película de parejas: un par de chorros de poca monta en la superficie, una pareja en busca de revancha en el trasfondo y un conjunto muy variopinto de bandidos al servicio del engaño múltiple, el de Darín y el de los espectadores. La segunda es una película de soledades. Todos los personajes se mueven por motivos oscuros o viles y no hay más complicidad entre ellos que la que las circunstancias, personales o delictivas plantean. Su tono, lejos de aquella aventura de enredos más bien simpática y finalmente redonda, es de un hermetismo gris que torna constantemente incierto el desarrollo de la historia, no solamente su resolución como en la anterior.

En El aura no hay respuesta a los enigmas; el personaje de Darín es el principal de ellos: ¿qué busca ocupando el lugar de Dietrich? Claramente no el dinero; tampoco las emociones que le depararía meterse a asaltante. Parece más lógico pensar que se trata del desafío intelectual que se autoimpone desde las ideas rumiadas en la soledad de su taller de taxidermista. La puesta en escena de una serie de artificios con los que ha jugueteado mentalmente mucho tiempo y que lo han obsesionado y que se la aparecen de pronto como una ocasión vital. ¿Una ocasión para qué? Cuando le cuenta a Mariana (Dolores Fonzi) en qué consisten sus ataques de epilepsia, y le describe el momento del aura, dice la única cosa importante acerca de sí mismo de toda la película: la libertad es no elegir, no tener que decidir; ese es el espacio de íntima felicidad que le brinda el aura. Quiere dejar de ser él mismo y, por una vez, ponerse otra piel como una de sus criaturas de taxidermia.

Que la trama pseudo policial se complique y que sea necesario resolverla a los tiros no hacen ni más emocionante ni más conmovedora la película, sólo hacen estallar las piezas de ese mecanismo de relojería con el que el personaje construye su propia ficción. Otras piezas quedan en pie, más allá de los disparos, los desmayos y los ojos de vidrio; las de la ficción de Bielinsky, taxidermista él mismo de una criatura sólida y precisamente construida, formalmente perfecta y en la que toda emoción parece vedada. El problema de El aura no es la ausencia de respuestas ni la falta de soluciones evidentes a la trama, tampoco se trata de la complejidad o el espesor de la misma: su problema radica en que el cerrado carácter de su protagonista y lo inaccesible de sus motivos vitales no constituyen un misterio interesante: simplemente ponen en pie un enigma que se abre con el film y que, como éste, se cierra sobre sí mismo.

Contradicciones estéticas y políticas en La hora de los hornos (una opinión discutible)

Estaban lejos, lejos de muchas cosas... De la concepción de Levinas de la responsabilidad por el otro, de la libertad en la recepción intersubjetiva y comunitaria, del dialoguismo polifónico, de la concepción de la negatividad de la revolución musical según Adorno, de las tesis sobre la historia de Benjamin, de la relación contemporánea entre relato histórico y ficción de White. Estaban cerca, demasiado cerca... De las filosofías teleológicas de la historia, de las leyes inexorables, del absoluto como resultado y no como comienzo en Hegel, de la pedagogía del oprimido de Freire, de las categorías antropológicas de Darcy Ribeiro, de Hernández Arregui y la Formación de la conciencia nacional, del prólogo de Sartre de Los condenados de la tierra de Franz Fanon. No había nada del filósofo crítico que revisa sus propios presupuestos, ni de la necesidad de contrargumentar ante el propio discurso, no había nada de Kant ni de los últimos años de Marx con su revisión del determinismo de estructura y superestructura y su consideración de la situación rusa y latinoamericana. La hora de los hornos de Getino y Solanas fue la primera y fundante obra del cine liberación. Se trataba de un cine diferente a los cines comerciales y aun a los independientes; en rigor, de un cine-acto, de un cine militante, de un cine legitimado por el pueblo, de un cine de militantes para la formación de militantes. Criticaban al cine de Costa Gavras por recurrir a las fórmulas tradicionales de Hollywood para transmitir mensajes políticos, rechazaban la película sobre Rosas filmada por Manuel Antín, con guión de José María Rosa, por esteticista y falta de peligrosidad. Nunca comprendieron la importancia de los géneros y de los grandes estudios del cine norteamericano, el western, la comedia, el policial negro, donde las connotaciones de las historias despertaban mucho más en el espectador que los films panfletarios.

La hora de los hornos pretendía ser un documento político que presentaba la historia del peronismo y la oponía a la historia de la represión como dos caminos antagónicos. No puede negarse que estudiaban el cine de grandes maestros, pero lo hacían desde la propia perspectiva en la que el artista se supeditaba al militante. En Tabú se había presentado el problema del documental: dejar que la cámara se vuelva subjetiva para mostrar los fenómenos naturales de la polinesia, posición de Flaherty, o convertirlo en un discurso ficcional y trágico, posición de Murnau. Es sabido que no hay en el cine visiones absolutamente neutras; que, como dijera Orson Welles, una obra artística aprueba o rechaza los valores vigentes en su sociedad. Pero en sus formas más extremas como en el documento de actualización doctrinaria, el cine liberación consideraba al film como un pretexto para una discusión política. La hora de los hornos se exhibía en diferentes circuitos, universidades, sindicatos, conventos. El lugar donde se exhibía la película formaba parte de la esencia del cine-acto, con lo que de algún modo La hora de los hornos contribuyó a acentuar el aspecto de recepción y de participación del público. Sin embargo, el receptor estaba fuertemente condicionado por una película básicamente autoritaria: era el único discurso posible, el verdadero. Se oponía el militante al traidor, se desarrollaba la metafísica de términos como “patria”, “pueblo”, “cultura popular”, “nación” a la vez que se postulaba la mística de la infalibilidad del líder a quien, por otra parte, atribuían todas las ideas políticas de ellos. La hora de los hornos fue ciertamente maniquea, la visión paródica de Mujica Láinez, considerado prototipo de un escritor no comprometido contrastaba con las imágenes de los mártires, víctimas de la represión. Se hacían ciertas menciones a Brecht, pero no se respetaba lo fundamental del efecto de extrañamiento o distanciamiento, esto es, la libertad crítica del espectador, su historización, su revolución de los medios de producción del teatro, su concepción de la actuación, sus recursos a otro tiempo y a otras historias para comprender el presente. Los realizadores de la película y los grupos organizados que la exhibían debían contribuir a la formación de la conciencia de un pueblo que paradojalmente a la vez los legitimaba. No se advertía que era una concepción del pueblo, la de ellos. Un cine que criticaba a las elites se comportaba claramente en forma elitista. Si sus categorías estéticas teóricas y filosóficas fueron pobres, mucho más grave fue la soberbia y la falsedad de su conciencia política de una época y del posible comportamiento teleológicamente determinado de las masas. Era claro que las masas estaban en condiciones de asumir el poder y que incluso las elecciones, a las que se había visto obligado el gran acuerdo nacional, eran sólo un camino que iba a traer la desaparición de algunas instituciones. Es cierto que había un clima de época y esto está probado por el mismo triunfo del justicialismo en las elecciones que siguieron, pero no es cierto que no se alzaran voces en contra de la supuesta revolución inminente y de la convalidación de los métodos en la lucha contra la represión. Es también cierto que el estado es siempre más responsable de la irracionalidad de la violencia porque es a quien corresponde ejercer el poder político y porque ese camino es la manera de deteriorar las instituciones que se dicen defender. Pero esto no justifica el supuestamente revolucionario creer en que se tiene la posesión acrítica del patrimonio de la verdad.

El problema de La hora de los hornos es más político que estético, como no podía ser de otra manera. No se entendieron los análisis de Marx y Engels sobre Balzac, que a pesar del carácter monárquico y católico lo reivindicaban como el mejor historiador del siglo. No se entendieron los problemas que plantearon Griffith en El nacimiento de una nación, fundador del cine y a la vez defensor de Ku Klux Klan, o Leni Riefensthal que filmó Olimpia y El triunfo de la voluntad, donde a pesar de la apología de Hitler, logró introducir un montaje que apelaba a todos los géneros y que a la vez mostraba los triunfos de atletas negros americanos, cosa que no sería del agrado, seguramente, de Goebbels. Paradojalmente se repitió la experiencia del realismo socialista estalinista: el partido único que fija las normas no sólo del contenido sino de la forma del cine.

No sería justo dejar de reconocer que la ficción se introdujo en el relato, que hubo imágenes visuales espléndidas como las del cementerio de la Recoleta, que el montaje alternado que había descubierto Griffith hizo de las suyas en contrastes estupendos, que se presentaron manifestaciones y hechos políticos que producían una fuerte impresión, que, como el carácter de artista que ellos se negaban a sí mismos inevitablemente lo llevaban consigo, hubo tomas y fueras de campo que introducían enfoques diversos y miradas nuevas. Lograron excelentes relaciones de enlaces y contraposiciones de los diferentes lenguajes inmanentes al cine: discurso verbal, banda sonora, escenografías, puesta en escena, etc. Es llamativo que el aspecto estético sea el más reivindicable de una película pensada como política, con lo que hay un pequeño parecido en el análisis que se puede hacer de La hora de los hornos con las películas de Griffith y Leni Riefensthal, sin llegar de ningún modo a la importancia artística de estos grandes directores.

La hora de los hornos recibió numerosos premios desde su presentación en le festival de Pesaro, fue así un hecho nuevo en la historia del discurso cinematográfico. Para Aristarco y Passolini La terra trema de Luccino Visconti, filmada con actores no profesionales, era superior a Il gatopardo, porque presentaba a una Sicilia con la esperanza de la lucha y con una visión fuerte de la explotación de su pueblo, mientras que la obra de Visconti basada en Lampedusa transformaba las desdichas del pueblo siciliano en una especie de naturaleza inexorable, de destino. Sin embargo, aún en La terra trema, Visconti presenta una concepción y una visión decididamente estética. Un mayor tratamiento de la ficción quizás le hubiese dado a La hora de los hornos una vigencia más allá de los propósitos para los que fue concebida, aún cuando todavía pueda ser vista desde este punto de vista con interés. Ciertamente no tuvieron en cuenta que la perplejidad, la incertidumbre, pueden hacernos desconfiar de la imagen que se nos presenta del mundo y hacérnosla ver como ilusoria y que a veces una película que no plantea con discursos verbales ni explícitamente problemas de marginalidad social y psicológica como Mundo grúa es mucho más efectiva para hacer pensar en la justicia. Aunque no debe dejar de señalarse que el grupo cine liberación presentó otras opciones que en el sentido que venimos desarrollando resultaron más apropiadas como El camino hacia la muerte del viejo Reales, de Gerardo Vallejos y que el cine latinoamericano de esa época presentó las películas de Glauber Rocha y de Jorge Sanjinés. El mismo Fernado Birri en Los inundados, considerado como un antecedente importante de los realizadores de La hora de los hornos, o Lautaro Murúa, en Alias gardelito, se afirmaron más quizás por el control de sus propios recursos. Y la influencia del neorrealismo, complejo movimiento que tuvo sus comienzos en el apoyo al cine dado por Mussolini, se fundamentó en obras de diversos realizadores con estéticas diferentes: Rosellini, Fellini, Visconti... También desde el pasado se escuchaban voces que alertaban, así por ejemplo, Marcel Proust, un autor por entonces considerado elitista, dandy, snob, sostuvo la siguiente afirmación en El tiempo recobrado que se sitúa totalmente en el extremo contrario al cine liberación: “Monsieur Barrès dijo al principio de la guerra que el artista (Tiziano en aquel caso) debe, ante todo, servir a la gloria de su patria. Pero sólo puede servirla siendo artista, es decir, con la condición de que, en el momento en que estudia esas leyes, en que instituye esas experiencias y hace esos descubrimientos tan delicados como los de la ciencia, no piense en otra cosa -ni siquiera en la patria- que en la verdad que está ante él. No imitemos a los revolucionarios que por 'civismo' despreciaban, si no las destruían, las obras de Watteau y de La Tour, pintores que honran más a Francia que todos los de la Revolución.”

Podría decirse que los traicionó la hybris de la tragedia clásica: el héroe se opone muchas veces sin saberlo a los designios de los dioses y pretende ser más de lo que puede ser, pero si bien sobrevino la catástrofe inevitable, el dogmatismo cruento que llevó a la misma impide caracterizarlos como héroes. Mientras tanto, Viñas de Ira de John Ford, producto de género del cine norteamericano, sigue siendo mucho más importante que La hora de los hornos en la defensa de los desposeídos.

Las afirmaciones sostenidas en este trabajo con respecto a testimonios del cine liberación provienen de la publicación Cine y liberación, Bs. As., 1972, sin mención de editorial. Sobre Viñas de Ira puede leerse el notable trabajo de Alsina Thevenet que puede leerse en:

www.henciclopedia.org.uy/autores/AlsinaT/Vinasdeira.htm

“Nuevo cine argentino” algo más sobre su origen

Por Raúl Finkel
Si alguna discusión el “nuevo cine argentino” no ha suscitado es entorno a sus orígenes, los estrenos de Pizza, birra, faso (Enero de 1998) y Mundo Grúa (Junio de 1999) marcan claramente la aparición de nuevos directores que pusieron en imágenes temáticas no habituales, con un nivel de rigurosidad formal y de calidad estética y discursiva superiores a la media del cine argentino. También es aceptado que un embrión de este corte puede encontrarse en los cortos reunidos en Historias Breves (Mayo de 1995). Pero los análisis y discusiones han pasado por alto una película que creo debe considerarse como un antecedente de la ruptura que un par de años después se haría evidente para público y críticos. Vale la pena volver sobre esa película, un documental llamado Dársena Sur. Dársena Sur. Una mirada inquietante.
Pablo Reyero elige para Dársena Sur (Pablo Reyero, 1997), su primer largo, un registro documental, el más “verdadero” de los registros cinematográficos y el más lógico y tradicional a la hora de mirar desde el cine la exclusión social. Pero Dársena Sur se despega rápidamente de lo esperable, y lo hace a partir de una mirada que rompe con los estereotipos y los prejuicios acerca de la marginalidad, y nos conduce a una visión novedosa, inusual e inquietante.

Reyero como el Dante grafica la marginalidad a partir de círculos que se cierran sobre el infierno. Cada uno de los protagonistas representa a uno de esos círculos, la desembocadura, la villa y los monoblocks del Docke; que desde lejos parecen formar un único margen, pero a medida que la cámara se acerca los vemos plurales, diversos en sus formas, en su vínculo con el trabajo, en sus lenguajes, en sus costumbres, en su música, en las formas que adoptan las relaciones sociales.

La película comienza con tomas de altura, con planos generales del continuo entre Capital y Avellaneda, entre La Boca y Dock Sud con un paneo sobre edificios, autopista, puerto, grúas, fábricas y barcos. El comienzo de cada una de las historias retoma este recurso narrativo, dejando constancia, remarcando, la exterioridad de la mirada. La cámara viene de afuera e ingresa en el mundo del Negro, de Liliana o del Ruso. Un aire de honestidad recorre desde el principio la construcción que Reyero realiza de su discurso.

El director viene de un afuera pero ha llegado mucho antes que la película comenzara. El tiempo de su presencia se nota en las miradas, en las miradas de los entrevistados y en su mirada sobre ellos, se nota en ambas un conocimiento, una relación previa, conocimiento y confianza. Ellos se abren a Reyero sin ningún pudor y él los mira, no como un turista, ni como objetos de estudio, tal vez como un amigo. Los conoce y ese conocimiento le permite ir con su mirada (y llevar la nuestra), mas allá de sus condiciones de vida, para mostrarnos sus vidas.

El Negro, Liliana y el Ruso hablan para que Reyero cuente, y ¿qué es lo que nos cuenta? ¿Qué hay pobres y marginados? No, Reyero lo que nos dice es que hay vida. Que el Negro, Liliana o el Ruso no son un número estadístico, ni parte de un sujeto u objeto modélico, ni la imagen conmovedora para buenas conciencias, son gente, que vive, decide y actúa en su contexto. Los tres se nos aparecen como algo mucho más cercano que jóvenes víctimas de la marginalidad social; aparecen como lo que son, individuos que en su situación eligen entre distintas alternativas. El Negro elige la libertad de vivir en la desembocadura y no en un monoblock, elige la naturaleza, la “vida rural”; Liliana elige su familia, estar junto a su madre y sus hermanos, elige quedarse en la villa; el Ruso elige a su padre y el barrio, elige la lealtad, necesita la lealtad; y todos lo manifiestan, son concientes de sus elecciones, no lloran su vida, la viven, tratando de ser artífices de ellas, en el contexto que les ha tocado. Los tres son en algún sentido el desperdicio del desarrollo de la sociedad y viven en parte de sus desperdicios. Pero a su vez los tres encarnan viejos valores sociales: la familia, el trabajo, la solidaridad, la pertenencia; valores que fueron caros a la argentina de épocas pasadas, pero que la sociedad actual transformó en desechos.

La mirada de Reyero sobre los protagonistas y su espacio construye una película inquietante, inquietante porque no denuncia para convocar la caridad, la solidaridad o la indignación, porque no se contenta con que tengamos cualquiera de esas reacciones primarias. Lo que vemos y oímos da la sensación que quiere llevarnos más allá, a un terreno para nosotros más incómodo. Las permanentes imágenes de chimeneas; de camiones cisternas que nos entorpecen la mirada; de grúas; los edificios y las líneas de tensión tras las imágenes del Negro; la resignación del Ruso a no delirar más con una casa, una pileta y un auto; el Negro diciendo que nunca sale a buscar trabajo y que aparte no encontraría, nos hablan de algo que está por fuera de sus posibilidades de elección, de algo que está mas allá, nos hablan en realidad de ese afuera del que vino la cámara en el comienzo del film.

Lo más interesante de Dársena Sur son las elecciones de Reyero, las elecciones vinculadas a la construcción de la imagen, del relato y de los personajes. Cómo cuenta lo que nos cuenta. Uno tiende a aceptar ciertos elementos básicos, en este caso de una película, sin preguntarse sobre ellos, como si no hubiese habido otras elecciones posibles. Aceptamos los supuestos básicos y a partir de allí existen pocas alternativas, las alternativas en realidad estaban antes de los supuestos básicos. Dársena Sur podría haber sido una película en blanco y negro y hubiese sido mucho mas barata; podría haber sido filmada en medio de lluvias, tormentas e inundaciones que remarcaran las condiciones de vida; podría contener primeros planos de las ampollas del marido de Liliana; podría habernos mostrado al Ruso en una de sus peleas o bardeando borracho; podría darnos palabras de los protagonistas llorando o puteando por sus vidas. Pero no, las imágenes no ocultan la pobreza ni la marginalidad en la que viven, pero refuerzan otro sentido del relato. La elección del color; de la luz y el aire de los días; de las historias de amor y las anécdotas que nos cuentan; son también una forma de decir, son parte de lo que Reyero quiere contar. Para hacer mas evidentes las diferencias de elección tal vez valga la pena ver otra película, Después de la tormenta (Tristan Bauer, Junio de 1991) un típico producto de exportación para conmover conciencias sensibles.

Dársena Sur es una mirada sobre la vida de tres personas, es eso y un bonus track. ¿Qué hay más allá de los quince o veinte minutos que alcanzamos a ver de la vida del Negro, Liliana y el Ruso? La Argentina, o por lo menos Buenos Aires en 1997, una época muy lejana en la que la desembocadura parecía estar muy lejos de la ciudad.

El extranjero interior

Por Mariano Colalongo
1. ¿Argentino?

El polaco Witold Gombrowicz, uno de los escritores que renovó la literatura moderna mundial, llegó a la Argentina en agosto de 1939. Fruto de una casualidad mítica que lo sacó de Varsovia justo un mes antes de la entrada de los nazis, su estadía aquí fue todo menos esporádica. Una gran debilidad se le manifiesta en los suburbios de Retiro. “Ahí, en Retiro, veía la juventud en sí, independientemente del sexo, y experimentaba el florecer del género en su forma más aguda, radical y, debido a que estaba marcada por la carencia de cualquier esperanza, demoníaca. Además: ¡abajo!, ¡abajo!, ¡abajo! Aquello me llevaba hacia abajo, a la esfera inferior, a las regiones de la humillación; aquí la juventud, humillada ya como juventud, se veía sometida a otra humillación como juventud vulgar, proletaria.” Gombrowicz descubre una semejanza entre su país y el nuestro, una semejanza basada en la inferioridad.

El hecho será génesis, nacimiento y fábula. Ejemplo de vitalidad, de afirmación, vive aquí más de 24 años y escribe tres de sus principales obras: Trans-Atlántico, El matrimonio y Pornografía. Pero nuestra historia, la historia de los argentinos con Gombrowicz, no se acaba allí; porque, de algún modo, ese tiempo en el que fueron escritas esas obras y toda esa fauna que Gombrowicz frecuentaba (causa de la gran identificación de los argentinos con los ídolos creados por el polaco) nos dan motivos también para el orgullo. En primer lugar porque la gran literatura recorrió nuestro territorio (como quien diría entre Tandil y Buenos Aires) y, en segundo lugar, porque gracias a la presencia de sus amigos, identificable en toda su obra, podemos considerar a Gombrowicz un argentino (1).

La adopción forzosa de un nuevo suelo es la figura de un mítico argentinismo, la única identidad posible ante la gran diversidad de razas y especies, la misma figura, tan parecida a una licuadora, que nos muestra cómo Witold se transforma en Witold o incluso en Witoldito (2).

Tampoco ha faltado quien (Piglia), al hablar de literatura nacional, haya dicho que Gombrowicz -el polaco- es el mejor escritor argentino del siglo XX: gran paradoja de la nacionalidad. Pensar la Argentina como fruto de un legítimo sincretismo polaco, nos lleva a considerar esta afirmación como algo más que “una exageración irónica destinada a poner a prueba el nacionalismo argentino”, según la interpretación de Juan José Saer. Nos lleva, antes bien, a considerar lo argentino ligado al terreno fluctuante de la historia. Más que adherido al signo inmóvil de sus clásicos arquetipos, lo argentino se presenta como una realidad sujeta a todo tipo de mutaciones (y deformaciones) mundiales. Una suerte de cosmopolitismo intrínseco hace de nuestras sociedades el lugar de encuentro de unos sujetos que detentan contra otros, tristemente, la soberanía de un mestizaje elevado, cuasi europeo.

2. Ahora sí: argentino

Así como las esferas inferiores de la cultura le resultaron tan atrayentes al polaco, la esfera superior, la intelectualidad del país, nunca dejó de estar sometida a crítica. Como en los partidos de fútbol con Brasil, uno de los principales problemas que se le presenta a la clase ilustrada es ganar (o empatar) el partido con el extranjero; es decir, que sus obras estén a la altura de la alta cultura de Europa. Pero la cualidad por la que sobresale Argentina, dice Gombrowicz, no es precisamente el trabajo del espíritu, sino más bien la belleza ordinaria y material de los cuerpos. Así que no sólo se está en desventaja respecto al desafío que representan Francia o Alemania: esa desventaja se rige por los mismos valores que los europeos, desde Nietzsche, buscan desesperadamente desechar.

Gombrowicz piensa que la historia, el arte y la cultura ocupan demasiado tiempo en la Argentina. Hay demasiada preocupación por establecer cuáles serán los nuevos hitos nacionales, como si la cuestión de la nacionalidad fuera realizable “bajo programa”. Pero la forma argentina es una forma precoz; su belleza, una belleza ordinaria, nada fuera de lo común. El polaco no ve las suciedades y torturas que acompañan la forma que se perfecciona con el tiempo, sino el esplendor de una forma inacabada, ineficaz. La forma argentina es una forma distinta a la madura forma de Europa. Bajo los cánones de la forma europea no sólo se desaprovecha la liviandad, la frescura, la inocencia que provee la carencia del lastre de la historia, sino que se mutila la posible novedad de un espíritu apto para crear una obra sorprendente y novedosa.

Así las cosas, el problema de los artistas argentinos no será -como uno supondría en todo artista- hallar los medios para expresar su propia pasión, el buceo en la propia forma o sencillamente la necesidad de construir un mundo enteramente artificial: el problema es mostrarse y demostrarle al mundo que el gran nivel aquí también es posible. Y en este punto Gombrowicz se pone ácido y llama la atención seriamente, porque esta extranjerización del propio arte atenta contra la inspiración del pueblo.

Gombrowicz establece una relación inmediata entre el artista y su territorio, una relación que encuentra su eco en la voz de Hegel. El artista es el canal por el que el espíritu se materializa, y nunca deja de pertenecer a un cielo y a una tierra, a una naturaleza, a una porción de la historia de la que extrae los elementos de su creación.

Gombrowicz veía que los artistas argentinos eran inteligentes y sensibles, eran aptos, pero se preocupaban excesivamente por la letra impresa -el gauchesco, la literatura inglesa o Alfonsina Storni-, con el único fin de crear héroes de papel para engordar una cultura que se volvía dolorosamente ociosa y burocrática. Mientras tanto, la vida en las calles, el color local y la verdad histórica -fuente bullente en la que se cimenta la inspiración del genio o el artista- eran despreciadas como si se tratase de la sombra del mundo sensible, fuente del equívoco, error y extravío de la Kultur. Había algún sustento platónico en el arte argentino que lo desligaba de la corriente interna de su tiempo; preocupaba más el surrealismo que la relación del arte con la representación de la realidad. Pero esto, para Gombrowicz, está en cortocircuito con la creación: incluso sin filiación con ningún realismo (sus novelas pueden considerarse disparatadas extravagancias), considera que la creación debe provenir de la naturaleza exterior, el territorio material de la expresión. Como decía Hegel: “si el arte, en efecto, libra al hombre de las necesidades de la vida material, sin embargo, no puede elevarle por encima de las condiciones de la existencia humana suprimiendo estas relaciones”. De este modo, a los ojos del polaco, el arte argentino despreciaba la secreta simpatía que existe entre el hombre y la naturaleza, una de las cuestiones básicas que debe proponerse representar.

3. El cine argentino y la mirada extranjera

La evocación (3) de Gombrowicz en ocasión de hablar del cine argentino -la exposición de sus críticas a las producciones intelectuales y artísticas, el comentario de su inclinación por lo inferior, el de las potencialidades corrosivas de este país al presentarse a sí mismo como nación inferior, rebosante de juventud y materia prima, el conflicto escéptico de la no-creencia y la ausencia de jerarquías, y haber recalado en la relación extranjerizante que mantiene el arte argentino consigo mismo- tienen como fin justificar la impresión de que el cine argentino como arte supera todos los problemas que él señaló.

Gombrowicz decía que aquellos escritores carecían de inclinación por lo inferior, lo que los disparaba a la esfera superior, desde donde pretendían establecer la Kultur. El cine de los '90, en cambio, nos mostró conflictos sociales y bajezas de todo tipo, y pudo construir un lenguaje propio casi sin metafísica (Caetano, Trapero); ahora, a veces, nos muestra a las clases enriquecidas pero también desde su lado inferior (Géminis y el amor incestuoso entre hermanos).

En cuanto a la potencialidad como nación menor, no cabe duda de que el cine argentino es joven y prometedor (una nueva generación de directores de entre 25 y 35 años, con diversas propuestas estéticas); y que provee de materia prima al resto del mundo (guiones vendidos y guionistas trabajando en Hollywood, remakes de películas argentinas, co-producciones pero también contratación de técnicos formados en las universidades del país que concentran el 20% del total mundial a muy bajo costo, devaluadamente pagos). Incluso en esa relación el cine argentino sostiene uno de los detalles coloridos que nos dejó nuestro querido Gombrowicz, que pensaba que en este país el astuto vendedor de una revista literaria tenía más arte (gracia) que los tipos que la escribían… ¿Y el cine qué nos muestra? Precisamente la astucia como valor supremo del argentino. Pues si hay algo así como un sueño argentino, no cabe duda que en el cine la astucia es el motor de su posible concreción.

Respecto a la relación extranjerizante que Gombrowicz achacaba a la poética de la troupe Ocampo, en el caso del cine sucede algo extraño. Gombrowicz tomaba esta tendencia como una cualidad negativa en la literatura: el escritor debía hablar desde su propio suelo y no desde la “internacional del espíritu”. El cine, en cambio, se opone a esta idea del polaco y muestra que mantener esa extranjeridad es positivo. Por ejemplo, se han multiplicado las películas filmadas en la Patagonia (las películas de Sorín, pero también una película como El aura usa escenografías patagónicas), el Chaco, el litoral o Salta: todas han logrado expresar lo extranjero que resulta el interior, estableciendo así una relación positiva, basada en el reconocimiento de un pueblo con su cine. El cine representa una realidad y esa realidad no debe dejar de parecernos extraña. Este es un punto crucial: el cine tiene que sostener esa mirada extranjera y no sólo por la lejanía o cercanía del lugar. No puede ocupar su cámara en la construcción de una nacionalidad “bajo programa”, homologar guiones con discursos que a veces nos remontan a nuestra escuela primaria, o a una nacionalidad demasiado nacional y heroica: Las películas de Martel, por ejemplo, se caracterizan por todo lo contrario porque logran sostener extranjera la mirada. No se comprometen con ninguna argentinidad, sólo muestran argentinos. Allí no hay astutos, no hay sueños argentinos sino la mirada que se sostiene perpleja ante las cosas que pasan. Y creo que ese cine establece con el espectador una relación menos conductista y televisiva, más propia del lenguaje cinematográfico.

Frente a la idea de escribir sobre lo argentino, yo también he tratado de sostener extranjera la mirada. La complejidad del fenómeno me obligó a tender una sana treta y por eso he utilizado como coartada a Gombrowicz. Pero todas las insinuaciones, afirmaciones y disparates -en su mayoría fieles a las palabras del polaco- fueron escritas persiguiendo una idea de bien para el cine argentino: intenté esbozar ideas a favor de la libertad del artista para mantener la novedad del espíritu creador. El cine argentino no puede perder su dimensión de búsqueda: en tiempos de crecimiento, debe mantener firme la barrera que lo separa del mero entretenimiento; es decir, de las “formas maduras de la cultura” y la industrialización de la novedad.

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1) La primer traducción de Ferdydurke al castellano fue una insólita experiencia. Comandada por un Gombrowicz de mal español, se realizó sin diccionario y, podemos decir, sin traductor. Consistió, al ritmo de los ajedreces, en seguidas reuniones en la que participaron los doce amigos que tradujeron las palabras del polaco, en el subsuelo del Café Rex de Buenos Aires. La traducción la firma Gombrowicz, pero poniéndole su nombre a una labor de grupo. El resultado de semejante cúmulo aleatorio puede considerarse la primer traducción del polaco al argentino (ya que no al castellano). La obra está plagada de términos como “facha”, “cuculillo” o “colegiala”, que evidentemente poseen una connotación con el dialecto de la época. Esta experiencia es el correlato en la lengua de la adopción de su segunda patria. Pero esta adopción, es también una introducción a la lengua por medio del vínculo de la amistad, que establece para cada grupo, sus propias reglas del lenguaje. Parece que Wittgenstein estaría muy cómodo con toda esta ensalada. Tan afín a los enigmas, podría darnos argumentos a favor de considerar a Gombrowicz un argentino.

(2) Witoldito: “Jóvenes amigos argentinos: erais un grupo de muchachos extremadamente inteligentes y sensibles, inclusive talentosos. Me habéis mostrado tanta amistad sincera que os perdono las burlas hechas a cosa de este viejo estrafalario… merecidas por lo demás… también yo me reía de vosotros a más no poder.”

(3) Para oscurantistas, amantes del cine necrófilo y las sesiones de espiritismo: En Gombrowicz o la seducción (1986, Alberto Fischerman) pueden ver un fantástico documental ficcionado, en el que cuatro amigos del polaco, actuando de discípulos, lo evocan en la oscura cocina de uno de ellos. Podrán ver allí el despliegue de las ideas e inclinaciones del polaco, pero también a sus amigos actuando de su maestro, copiando su pronunciación española, gesticulando con manos, brazos y miradas, y hasta una ridícula pelea por quién lo imita mejor.

La lección del anillo

Por Alvaro Fuentes

En El mercader de Venecia las portavoces de Shakespeare son las mujeres, puntualmente la que se casa con Basanio, la princesa Porcia. En ocasión del juicio en que se sentencia de muerte a Antonio, Porcia aprovecha para impartir a su reciente esposo una lección de educación amorosa. Disfrazándose de abogado docto -frente a un auditorio colmado de jueces y ciudadanos venecianos- demuestra que lo que parecía inexorable no lo era. Y todo para dejarle en claro más tarde a Basanio que el amor que decía sentir por ella también era una apariencia intermitente que no debía tomarse tan en serio.

No es meramente ornamental o costumbrista que Shakespeare haya elegido el problema del judaísmo para dejarse llevar por la hipótesis de un mundo constituido por apariencias engañosas. El personaje de Shylock el judío (impresionantemente encarnado en la película por Al Pacino) es despreciado por todo el tribunal por razones aparentemente legítimas. Sin embargo, también es lo suficientemente humano como para que comprendamos el resentimiento visceral que lo mueve a pedir a los jueces la muerte de Antonio, el mercader que poco tiempo atrás le había escupido la cara sólo por ser judío y que después le pediría dinero prestado. ¿Acaso no era eso completamente humillante? Ahora la justicia estaba obligada a otorgarle el derecho de extraer de su cuerpo una libra de carne. ¿Por qué iba a negarse esa preciada oportunidad después de todo lo que había tenido que soportar?... En apariencia, las razones del judío son tan legítimas como las del resto del tribunal.

No es casual tampoco que sea precisamente en el juicio donde Porcia hace su aleccionadora aparición. Se presenta al tribunal disfrazada de abogado y con excelente retórica invierte la apariencia de los hechos. Aduce que en el contrato no figura que el judío pueda extraer sangre junto con la libra de carne, lo que hace prácticamente imposible la extracción. Hasta Shylock se convence. Tanto se dan vuelta las cosas que no sólo se queda sin cobrar la deuda, sino que los jueces del tribunal terminan por considerar legítimo despojarlo de todos sus bienes. De suplicar por la vida de Antonio, el auditorio pasa a clamar por el castigo del judío, que pasa de sentirse fuerte y justiciero a abatido y humillado. No importan tanto las razones o los argumentos por los cuáles todo cambia de aspecto -de hecho la argucia retórica del falso abogado es demasiado obvia para tomarla como un intento de Shakespeare por dar verosimilitud a la escena- sino el poder de las apariencias que revelan los cambios. De la brutal apariencia que había impuesto el judío a fuerza de convicción, todo adquiere la apariencia contraria mediante la sagaz operación de Porcia.

¿Pero qué quiso enseñarle Porcia a su amante con todo esto? Vayamos un poco más atrás en esta historia. No en vano la hábil princesa había hecho jurar a su reciente marido, antes de que partiese en auxilio de Antonio, que conservara para siempre el anillo que ella le obsequiaba como símbolo del amor eterno que decían profesarse. Como a lo largo del juicio Basanio no se da cuenta de que el abogado es su esposa, cuando el juicio concluye le ofrece como recompensa una tentadora suma de dinero que sin embargo él (ella) rechaza. Lo único que dice aceptar como recompensa es el anillo que Basanio lleva puesto en el dedo.

Naturalmente, Basanio retorna sin anillo al palacio. Su esposa, que lo espera sin disfraces, simula que enfurece cuando advierte que él ya no lo lleva en su mano: en realidad disfruta mostrándole que no estuvo a la altura del amor que dijo sentir. Finalmente Porcia le devuelve el anillo a Basanio y, ante su la sorpresa, confiesa todo lo ocurrido y se lo devuelve a condición de que no lo pierda nunca más.

Badiou y las síntesis cinematográficas

Por Mariano Colalongo

1. La estela filosófica

Si tuviéramos que construir un anaquel cuya temática fuera cine y filosofía, los textos de Alain Badiou ocuparían un lugar visible. Sin embargo, alguien podría decir que el lugar de este filósofo resulta oscuro o difícil de ubicar; sobre todo si consideramos la relación inmediata que suele establecerse con un gran filósofo del siglo XX: Gilles Deleuze. Al respecto, diremos que la filosofía de Deleuze lo precedió en casi todo, y que Badiou se centró en las mismas cuestiones que ya había planteado su antecesor. Pero también que las respuestas de Badiou resultaron interesantes.

La situación entre ellos siempre fue despareja. Deleuze era ya una figura inmensa -una araña gigante que caminaba por las calles de París- mientras Badiou, después de haber escrito un libro de extrema complejidad, y de más de 500 páginas (El ser y el acontecimiento, 1988), o precisamente por eso, era sumido en un mutismo execrable. Deleuze era como una bandera, una singularidad que gozaba de prestigio filosófico y sobriedad académica, a la vez que oficiaba de vedette de la opinión intelectual sin perderse la cena con el Presidente. Badiou, por su parte, era como Gregor Samsa, apenas un insecto, un maoísta convencido, un “kantiano” (así lo llamó Deleuze) de inclinación analítico-matemática: un caso casi imposible en tiempos de desaforada hermenéutica nietzscheana.

Deleuze muere en 1995 al saltar de un piso 7 en un fatal ataque de asfixia. Pero en esos últimos años (1991-94) mantuvieron una sostenida correspondencia. “Uno tuvo que recibir como yo esas largas cartas tajeadas, oblicuas, al mismo tiempo temblorosas y encarnizadas, para comprender que la escritura el pensamiento puede ser una victoria dolorosa y fugitiva.”

Por aquellas cartas sabemos que antes de su muerte Deleuze dejó clara su oposición a posibles publicaciones. Pero también que sirvieron de material para que en 1998 Badiou, con otro trabajo que le dedica (Deleuze, el clamor del ser, 1998), intente un ajuste de cuentas. Allí expone la filosofía deleuzeana de manera detallada, centrándose en su metafísica, principalmente en la cuestión de la univocidad del ser; pero se ocupa también en dejar en claro sus diferencias, incluso su oposición, al centrar su filosofía en el mismo punto crucial -el desarrollo de una ontología de lo múltiple-, pero desde una diferente concepción del ser y la inmanencia.

La pregunta sería entonces: ¿no se verán opacados los textos de Badiou (1), tan cerca de La imagen-tiempo y La imagen-movimiento (2)? Y la respuesta es negativa, pues esos pequeños artículos gozan de alguna claridad que los volúmenes de Deleuze por momentos pierden. O, como dice Badiou: “Tomemos el caso del cine. Por un lado Deleuze multiplica los análisis singulares de las obras, con una deslumbrante erudición de libre espectador. Pero por otro lado, se produce finalmente algo que termina en el canal de captura de esos conceptos que él instituyó y enlazó desde el principio: el movimiento y el tiempo, en su acepción begsoniana. El cine, en la proliferación de sus películas, de sus autores, de sus tendencias, resulta un dispositivo apremiante y dinámico. (…) Por eso el uso de los dos enormes volúmenes sobre el cine siempre le pareció difícil a los cinéfilos. Allí la plasticidad local de las descripciones de films parece beneficiar siempre al filósofo, y jamás al juicio crítico simple, con el que el cinéfilo suele alimentar el prestigio de su opinión». (3)

Así es que por priorizar la claridad y la simpleza del juicio -hecho que sabrán apreciar nuestros lectores- y sin olvidar los aportes enormes de esos volúmenes, le damos un lugar privilegiado a los textos de Badiou, que han resultado (como los de Deleuze) de inexcusable concurrencia en nuestras indagaciones.

2. El cine como experimentación filosófica

Una de las sorpresas que encontramos al bosquejar las ideas de esta revista fue un texto de Badiou titulado El cine como experimentación filosófica (2003). Nos sorprendió que entre Badiou y nosotros hubiera alguna sintonía, que un filósofo reconocido estuviera pensando el cine de manera parecida a la nuestra. En ese momento nos urgía la necesidad de un estilo, de encontrar nuestra propia voz. Y la tarea era de una urgencia complicada, ya que debíamos experimentar además de con el cine y la filosofía con la periodicidad y el contacto directo que reclama una revista. La llegada del artículo amplió nuestras ideas y arrastró la premura de nuestra empresa, pero nos dejó unas bases sólidas para el análisis.

Situación filosófica

Badiou propone una definición de la filosofía como pensamiento de la ruptura, pensamiento que se interesa por producir síntesis entre elementos separados. Por ejemplo, en el Gorgias de Platón aparece la figura de Calicles brutalmente contrastada con la de Sócrates. Calicles sostiene que el hombre feliz es el tirano, a lo que Sócrates responde que el verdadero hombre es el hombre justo. Esta es para Badiou una situación filosófica porque nos encontramos, súbitamente, con elementos contrapuestos y sin común medida. Por un lado, la justicia como violencia y, por otro, la justicia como pensamiento. Aquí no hay verdadero diálogo sino una contraposición: dos argumentos que se juegan la vida. Pero, en el caso de la filosofía, “no se trata de constatar la ruptura, hay que construir una síntesis que haga que todo el mundo pueda estar en la ruptura”; que no pase por una mera hazaña sino por una promesa universal, posible para todos. Entonces, la filosofía se arremanga y surge allí, con esos personajes de Platón en pugna por establecer la verdad definitiva porque “debe enseñarnos a decidir” a través de sus argumentos, entre estos pensamientos.

Badiou se sirve de este ejemplo para explicar su concepto de situación filosófica -“en abstracto: la relación entre términos que, en general, no matienen relación alguna”. Pero su intención no es desarrollar el concepto sino explicar por qué el cine representa una relación paradójica -una situación- para la filosofía. Hay dos modos de pensar esta cuestión.

1°) Dualidad metafísica: la primera situación que vería un filósofo es la que se juega en la dualidad ser/aparecer. Lo que es no puede ser y no ser (aparecer) al mismo tiempo, pero el cine -dice Badiou- nos muestra lo contrario. En efecto, una de las particularidades del cine es ser al mismo tiempo una copia de la realidad y la dimensión artificial de esa copia. En esta vieja distinción de la metafísica escolástica se apoyó incluso André Bazin para decir que el cine es un arte ontológico. Es una distinción de la filosofía que proviene de su historia y sus pensamientos, y que los espectadores sabrán comprender, gracias al cine, por la experiencia de la identificación. Ya que el cine es el arte mejor capacitado para hacernos vivir una realidad ajena: a veces uno siente que es el de la pantalla y sin embargo sabe que se trata de una película.

2) Constatación de hecho: pero aquella situación es la que vería un filósofo gracias a su formación. Es una cuestión filosófica, una proyección de la filosofía sobre el cine. Antes bien, la síntesis propiamente cinematográfica se desprende de una cuestión de hecho: el cine es también un arte de masas. Aquí también hay una relación paradójica e inédita antes del surgimiento del cine, porque «arte» es una categoría estética, filosófica, aristocrática (4) y «masas» es una categoría decididamente política. “Un arte es de masas cuando obras artísticas, grandiosas obras de arte, incontestables, son vistas y amadas por millones de personas «en el momento mismo de su creación»” (Op. cit. p. 29). Por ejemplo, los filmes de Chaplin fueron vistos por todo el mundo; “incluso los esquimales los vieron”, dice Badiou. El cine nos presenta la posibilidad de contar historias comunes a todos los seres humanos -incluso cuando en el mismo conjunto ingresen esquimales y citadinos- y que sus diferencias se mantengan y sean evidentes. No hará falta dejar el trineo y pasar por la experiencia de la fábrica de Tiempos modernos para comprender la película de Charles Chaplin. Todos comprenderán, en diferentes tiempos y lugares, que se trata de la humanidad y su destino. El cine es capaz de mostrarnos la humanidad universal y genérica sólo con presentarnos sus representaciones visuales.

El cine como arte de masas

Badiou propone cinco formas para pensar al cine como arte de masas:

1) La imagen: en este caso el cine es un arte de masas porque es un arte de la imagen y “la imagen puede fascinar a todo el mundo.” “El cine es la perfección del arte de la identificación.” Esta capacidad infinita de producir la identificación, el cine se la debe a sus imágenes, que tantas veces nos han fascinado.

2) El tiempo: el tiempo es la cuestión que analiza Deleuze desde la concepción de duración de Henri Bergson. En este caso, el cine es un arte de masas porque transforma el tiempo en percepción: “es como tiempo que se puede ver”. Naturalmente todos tenemos una experiencia vivida del tiempo. Bergson lo explicaba a través de su concepto de duración, pero el cine transforma esa vivencia en representación. Como la música, que permite oír el tiempo, el cine es una forma de mostrar el tiempo: nos da una experiencia fáctica propia.

3) En relación con las demás artes: en relación con las otras artes, el cine produce su síntesis porque para constituirse como séptimo arte hace una formidable mezcla con las otras seis. Es un arte de masas, precisamente, porque logra la síntesis reteniendo todo lo popular y universal que hay en las otras, dejando de lado lo aristocrático y las complicaciones. Hasta la llegada del cine, el arte tenía perfectamente delimitadas sus áreas. Pero el cine se constituye realizando una “operación sustractiva” de las demás artes. De la pintura sólo retiene la “posibilidad de la belleza del mundo sensible”, dejando de lado todas sus técnicas y detalles; de la música, sólo la posibilidad de acompañar el mundo con el sonido, la emoción musical del “sonido cuando está en la existencia”; de la literatura no retiene las complejidades psicológicas sino la simple forma del relato; del teatro, el encanto, el aura de sus actores (a los que transforma en estrellas) dejando de lado sus pesadas escenografías. “El cine es el más uno del arte”, una especie de metacreación del arte.

4) La relación entre lo que es arte y lo que no lo es: el cine es un arte de masas porque camina sobre la cuerda floja: está siempre al borde del no-arte. Es un arte hecho de retazos de vulgaridad, cualquier mito popular sirve de material fílmico. En cierto modo el cine se encuentra muy por debajo del arte. Una osadía de impureza que no se detiene, que se nutre de cualquier cosa. Explora la frontera del no-arte pero extrae del territorio de la existencia el material fílmico, que es un nuevo elemento artístico. Si consideramos la tarea de la cámara, que tiene el inmenso mundo visible como objeto, la potencia artística del cine consiste en traer al arte -de la región del no-arte- nuevos materiales artísticos.

5) Alcance ético: el cine es una arte de las figuras, “una suerte de escena universal de la acción”. Pero esas figuras que presenta el cine son, como en la tragedia griega, figuras en conflicto, figuras típicas, grandes o pequeños personajes morales. Desde los primeros westerns hasta El señor de los anillos (Peter Jackson, 2002, 2003) o incluso en Tiempo de valientes (Damián Szifrón, 2005), el cine nos presenta el gran combate del bien contra el mal a partir de sus figuras heroicas. El cine es un arte de masas porque mostrando el conflicto de la vida cotidiana propone al inmenso público nuevas mitologías morales.

3. La transformación de la filosofía

Ahora la pregunta sería cómo estas nuevas síntesis cinematográficas transforman las viejas síntesis filosóficas: en qué medida el cine aporta nuevas ideas. Pero el problema se presenta al considerar que el cine como práctica artística muestra esas síntesis, las indica, pero no las piensa. Naturalmente, pues el cine es un pensamiento artístico no filosófico. De manera que podemos utilizar las síntesis cinematográficas como si fueran puertas por las que ingrese la filosofía. Es una cuestión sobre la que el mismo Deleuze ya había llamado la atención: Deleuze decía que ciertas ideas del cine tal vez sirvan para hacer conceptos. Badiou retoma esta cuestión, que a su juicio Deleuze deja inconclusa porque “los conceptos de Deleuze conciernen al tiempo y al movimiento”. Y aquí Badiou propone otra cosa, algo que nosotros finalmente queremos retomar porque nos parece sumamente interesante y funciona como leit motiv de esta revista: “El pasaje entre las ideas del cine y los conceptos de la filosfía siempre es una cuestión de síntesis. Es decir: si somos capaces de hacer conceptos filosóficos a partir del cine es porque transformamos las síntesis filosóficas en el contacto con las nuevas síntesis cinematográficas” (Op. cit, p. 49).

La permanencia del milagro

El cine muestra que la oposición entre montaje y duración, entre el tiempo construido del cine y el tiempo interno de la experiencia vivida (5), no es real. Murnau, Ozu o Welles, “los grandes poetas del cine”, logran trasponer el montaje en la duración y la duración en el montaje (y darnos además una acabada experiencia temporal) con la magistral combinación de ciertos recursos técnicos. La filosofía descubre una nueva síntesis a partir del cine: “ya no estamos obligados a separar estas dos dimensiones temporales. Si la cuestión de la filosofía es la cuestión de las rupturas, la cuestión de las rupturas con el tiempo es una cuestión fundamental. Es también una cuestión política. Por ejemplo, la cuestión de la revolución; porque «revolución» era el nombre de una ruptura con el tiempo. Era la idea de que en la política había síntesis nuevas en rupturas temporales. Es también una idea filosófica, en particular, la idea de la nueva existencia, de la nueva vida.”

Pero si el cine nos muestra que no hay verdadera oposición entre tiempo construido (montaje) y duración, eso también indica que entre la nueva vida y la concreción efectiva de esa vida (la cuestión de la filosofía) tampoco hay una verdadera oposición. O sea que el cine nos muestra que es posible vivir esa nueva vida dentro de ésta, y que entre una y otra no habrá discontinuidad y el milagro podrá permanecer.

Pero si el milagro, el amor o la revolución fueran posibles nadie dudaría en considerarlos como acontecimientos; si alguna vez se presentara la ocasión, nadie dudaría en verla como una marca, una ruptura con lo anterior. Porque, en el fondo, el milagro, el amor y la revolución viven de la idea de que algo va cambiar. Si fueran posibles producirían una conmoción, un punto de inflexión, la idea de que la nueva vida es posible. Porque el advenimiento de lo nuevo (acontecimiento) nos hace pensar en un antes y un después. Pero justamente el cine, con su nueva síntesis temporal, desmiente esta consideración. Ofrece la promesa del milagro (y del amor y la revolución), pero también la idea de su permanencia; es decir, el cine, con su continuidad (duración pura) hecha de discontinuidades (montaje), nos muestra la nueva síntesis, la anulación del antes y el después. La garantía para el revolucionario de que la revolución se mantendrá una vez en el Estado; la promesa de que el amor no se acabará después del flechazo. Otra manera de decir que es posible sostener (hacer durar) el amor -y la revolución- como acontecimientos permanentes. Y esto es de suma importancia, porque si el amor y la revolución pueden considerarse los milagros de la existencia, para realizarlos sólo resta saber si durarán y de qué depende esa duración. Si en la figura del amor y la revolución, como acontecimientos instauradores de la nueva vida, habrá para el hombre alguna promesa de renovación.

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* “Pensar el cine I”, “Pensar el cine II” e “Imágenes y palabras”, (compilación de Gerardo Yoel), surgidos con relación al ciclo de Cine y Filosofía del Centro Cultural Rojas en Buenos Aires en el año 2003/04, que reúnen algunos artículos de Badiou surgidos por esa ocasión, y otros artículos que el filósofo escribió para algunas revistas (L' Art du cinema, Les Cahiers de Noria).

** Gilles Deleuze. Estudios sobre cine 1. La imagen-movimiento, y 2. La imagen-tiempo. Barcelona, Paidós,1984.

*** Cf. Op.cit. p. 30.

**** «Decir que se trata de una categoría aristocrática no es un juicio, simplemente, que “arte” abarca la idea de creación y, en consecuencia, exige los medios para comprender la creación. Exige la proximidad a la historia del arte del cual se trate, y, por lo tanto, una educación particular que hace que “arte” siga siendo una categoría aristocrática, en tanto que “masa” es típicamente una categoría democrática». (Op. cit. p. 39).

***** “En 1907, en La evolución creadora, Bergson bautiza la mala fórmula: es la ilusión cinematográfica. El cine procede, en efecto, con dos datos complementarios: cortes instantáneos llamados imágenes; un movimiento o un tiempo impersonal, uniforme, abstracto, invisible o imperceptible, que está «en» el aparato y «con» el cual se hace desfilar las imágenes.” En: Deleuze, La imagen-movimiento, p.14