Astucias femeninas

Estas líneas no buscan reconstruir el estado de la cuestión del cine filmado por directoras. Si así fuera no podríamos esquivar el bulto y tendríamos que tomarnos el trabajo de ver todas las películas “femeninas”, incluso aquellas que no nos interesan; o, lo que es peor, nos veríamos obligados a postergar aquellas otras que de veras nos reclaman. Tendríamos que ponernos a trabajar contrarreloj, a la manera de los críticos que salen corriendo a comprar la novela sobre la que se basa la película que protagonizará su columna dominical, nada más que para simular una erudición que a nadie interesa (salvo a los repetidores de siempre, esos que olvidan fácilmente las fuentes que inspiran sus comentarios). Esos personajes que en una conversación no pierden oportunidad de demostrar cuán interesantes y sabihondos son, mientras que desperdician toda ocasión de enriquecer ese oxígeno de la inteligencia que es el silencio.
Pues bien, una vez pedidas las disculpas por no haber leído todo el programa de la materia y dejando atrás la rabieta, avanzamos diciendo que el objeto de este boceto consiste en rastrear ciertas afinidades temáticas entre algunas películas vistas hace tiempo y otras estudiadas para la ocasión. En este sentido, nos preguntaremos acerca de la eventual relación entre la mirada femenina y la preocupación por los dobleces de las convenciones sociales, especialmente de las posiciones sociales más encumbradas. En definitiva, quizá nos estemos preguntando por la posibilidad de una filosofía femenina urdida en lenguaje cinematográfico.

Digamos, entonces, que la reflexión se desarrolla en medio de un pleito entre David -en este caso, el pequeño saber sociológico siempre situado, siempre atento a las banalidades de los determinantes culturales y sociales- y Goliat -aquel gigante de la abstracción, aquel buscador de esencias y trascendentales; en definitiva, el pensamiento de los pensamientos, aquel ordenador filosófico competente para cualquier material que tenga a mano, esa reserva de pensamiento de la última instancia.

¿Cómo poner en diálogo las categorías sociológicas de la estratificación social con las metafísicas de la trascendencia del alma? Por qué preocuparnos sobre los diferentes modos de vida de los diferentes agregados sociales si en definitiva todos los seres mueren, si en última instancia todos deberán afrontar su pulseada con la nada. Para qué reflexionar sobre el sentido que las personas asignan a sus prácticas o a las estructuras en que éstas sedimentan, si ni siquiera tenemos algún tipo de certeza ontológica sobre lo que son estos seres actuantes; o, lo que es peor, cuando nos aproximamos a dicha certeza nos defraudan con una treta heracliteana, y se convierten en otra cosa, dejan de ser lo que eran.

En estas páginas, el cine es la excusa para especular a partir de estos movimientos pendulares de la reflexión. Partimos de la siguiente observación: existe un interés femenino en tematizar ciertos contenidos, especialmente asociados a las convenciones sociales de las posiciones más encumbradas, su volatilidad, sus tensiones. Se trata de una variante del realismo social que desplaza el interés originario del nuevo cine argentino por las cuestiones ligadas a la pobreza y la desocupación, para comenzar a interrogarse por su contra-cara: los nuevos ricos, los ricos empobrecidos, los medio-pelo desclasados, que intentan diferenciarse de los andrajosos de siempre. Estamos ante una perspectiva cinematográfica que le da un descanso al desocupado, y comienza a explotar nuevas vetas de rentabilidades estéticas y económicas (cuyos beneficios no se comparan con los extraordinarios dividendos que sigue generando la explotación narrativa de la problemática de los nuevos desechos sociales): la de los materiales asociados al poder y las jerarquías sociales.

En primer lugar, podemos sostener que la mirada femenina hurga a través de la cámara los límites de las ideas de esencia y apariencia, a partir de las inclemencias de la historia y las huellas que lo social deposita sobre sus tramas. En Los Rubios de Carri -tan festejada que no necesitamos reseñar su argumento- la apariencia y lo accesorio se trabajan dando cuenta de la fragilidad de las capas de memoria. Géminis, en cambio, explora el sentido de los lazos de sangre para las familias acomodadas a través de la figura del incesto. Los hermanos viven su amor sin el sentido de la prohibición, hecho que enfatiza por contraste el significado que tiene para la madre. La madre consiente el incesto en tanto sospecha, en tanto no subvierta la imagen pública de la eticidad familiar. Pero la constatación del hecho desata su locura. Carri elige el momento de la locura como instancia de la autoconciencia, como una iluminación tardía que habilita un sentido crítico sobre la propia biografía, tejida de ritualidades y convenciones.

Hermanas, de Solomonoff, formula el problema de la precariedad de las apariencias por duraderas que sean. Esta película pone en entredicho algunos sobreentendidos referidos a la moralidad inherente a los lazos de parentesco. En este caso la figura de la hermandad se revela como la de la traición, que pretende ser silenciada a través de la simulación de un cotidiano adecuado al sueño americano. La directora propone una mirada sarcástica de ese juego de convenciones en el que la apariencia habita la normalidad y el mundo esencial proviene de los márgenes, de los tenderos norteamericanos que leen Melville en busca de las aventuras que su pueblo no puede darles, exhibiendo siempre su credencial identificatoria: la marihuana. Desde este territorio comienza a desactivarse el simulacro y la tarea le compete al personaje dotado de una disposición filosófica ante la vida: la hermana menor, cuya duda metódica consigue desmontar la cadena de ficciones que llevan directamente al compromiso delator de su hermana mayor con la última dictadura en el secuestro y desaparición de su compañero.

En Un día de suerte de Gugliotta encontramos una reflexión sobre la emigración, el viaje como instancia que dota de sentido la propia vida, esa que se detesta como tal especialmente cuando transcurre en el pago en que se ha nacido. Sin embargo, el guión anuncia la naturaleza superflua del viaje en cuestión, la mentira que lo insufla: se trata de una búsqueda de sentido vital en un amor soñado, ficcionado a partir de los indicios que brinda una cita de sexo ocasional. En Argentina se vive la crisis de 2001 y comienza a anunciarse la epidemia de quienes quieren abandonar el país. La paradoja de la nacionalidad post-crisis aparece representada en la figura del abuelo siciliano, ese inmigrante que se compromete con los avatares políticos de su patria adoptiva, al tiempo que su nieta -la protagonista- fantasea con la huida hacia una Europa idílica, imposible y se entrega a una nueva vida de apariencias. Su impotencia vital, su imposibilidad de pensar una acción transformadora se manifiesta en una pregunta retórica sobre la nada -o sobre el sentido de la existencia-, susurrada a su amiga como al pasar: ¿pensaste alguna vez que no te iba a pasar nada en la vida? No resulta descabellado que su único repertorio de acción gire en torno a la fantasía, al sueño, si consideramos que la escena nacional no ofrece ninguna oportunidad al existencialismo: el mundo del trabajo, la política y la vida cotidiana escupen una sinfonía de restricciones materiales al libre albedrío de la conciencia angustiada. Estamos ante una película filosófica, entonada en el registro metafísico de Calderón donde la vida es sueño. Es decir, el sueño, por banal e insignificante que sea, se convierte en un motor para la vida, se convierte en vida, contrariando incluso a los reguladores de la vigilia que sentencian a coro “déjate de joder, estás soñando”.

Finalmente, una mención al cine de Martel. Tanto La ciénaga como La niña santa podrían inscribirse en el linaje Bemberg de preocupaciones temáticas, si no fuera por las distancias estéticas y epocales que separan ambas obras. Bemberg hurga tras el glamour de sus personajes para representar el poder de muerte que destilan las convenciones sociales, actualizadas por el entorno del poder. Si pensamos en Camila -en su lectura ilustrada que subraya el barbarismo federal aunque no deje de fascinarse por la ostentación del poder- nos encontramos de nuevo con la figura femenina (representada en la genealogía abuela-madre-hija) como momento filosófico, como instancia de duda y crítica radical del statu quo. Las mejores cárceles son las invisibles, como el matrimonio, especula la madre de Camila, y anuncia el sacrificio que los poderes rendirán al orden social. Sin embargo, esta tragedia no se resuelve en el campo de la filosofía sino en el de la vida. El discurso filosófico se vuelve pueril, mero palabrerío, y es desbancado por las disputas de vida y muerte que transcurren en el mundo de los hombres; mejor dicho: de las mujeres.

Martel no se entromete en la trama del poder estatal sino que deambula por los avatares de la sociedad civil: su sujeto es la burguesía estanciera del interior, fotografiada en el momento de su declive económico y subjetivo. Aquí no existen rastros de glamour: todo es tedio, sudor, y un molesto zumbido de moscas que acaece como en una interminable y calurosa siesta norteña. En este cine resuenan las preocupaciones de los realizadores del Dogma '95, diestros retratistas de los catalizadores sociales emergentes del bienestar y la vida sin preocupaciones. Martel representa el estancamiento de una clase social enfatizando la urdimbre de vínculos interpersonales, anudados siempre a la sombra de la ley y el orden moral.
Hasta aquí llegamos; hemos sumado algunos elementos para reponer nuestra intuición motora: la metamorfosis de la nación ocurrida en tiempos recientes dejó como saldo una estética de la pobreza pero también una cultura del éxito y el ascenso social, cuyas convenciones y ritualidades se constituyeron en uno de los temas centrales de la filmografía apuntalada por la sensibilidad de las nuevas directoras argentinas.

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