En un lugar solitario

La segunda película de Bielinsky confirma algunas de sus virtudes como realizador. Ya sabemos que es un tipo cuidadoso y prolijo, y que sus guiones son formalmente sólidos y minuciosos. También sabemos que le gusta contar historias, y que encuentra su tempo narrando con morosidad y sin estridencias. No le gustan los efectismos visuales, y su mirada del mundo es discreta y sobria. Es un observador sutil que tiene un sentido profundo y complejo de la vida y está preocupado porque eso se note en sus imágenes.

Hay que decir también que después del éxito de Nueve reinas animarse con una película tan oscura como El aura es un punto a su favor: Bielinsky elige hacer una película sombría y tortuosa, que no deja lugar al humor y a la empatía que permitía la anterior; su objetivo principal no parece ser la atracción de las multitudes: de ser así no habría optado por un film de este tipo.

¿Qué elementos están presentes en sus dos películas? Las tramas complejas y el espesor de las historias, el gusto por la narración y la arquitectura compleja de los guiones, el registro falsamente policial en el que se desarrollan los relatos. Parecen más evidentes los contrastes: la primera era una película de parejas: un par de chorros de poca monta en la superficie, una pareja en busca de revancha en el trasfondo y un conjunto muy variopinto de bandidos al servicio del engaño múltiple, el de Darín y el de los espectadores. La segunda es una película de soledades. Todos los personajes se mueven por motivos oscuros o viles y no hay más complicidad entre ellos que la que las circunstancias, personales o delictivas plantean. Su tono, lejos de aquella aventura de enredos más bien simpática y finalmente redonda, es de un hermetismo gris que torna constantemente incierto el desarrollo de la historia, no solamente su resolución como en la anterior.

En El aura no hay respuesta a los enigmas; el personaje de Darín es el principal de ellos: ¿qué busca ocupando el lugar de Dietrich? Claramente no el dinero; tampoco las emociones que le depararía meterse a asaltante. Parece más lógico pensar que se trata del desafío intelectual que se autoimpone desde las ideas rumiadas en la soledad de su taller de taxidermista. La puesta en escena de una serie de artificios con los que ha jugueteado mentalmente mucho tiempo y que lo han obsesionado y que se la aparecen de pronto como una ocasión vital. ¿Una ocasión para qué? Cuando le cuenta a Mariana (Dolores Fonzi) en qué consisten sus ataques de epilepsia, y le describe el momento del aura, dice la única cosa importante acerca de sí mismo de toda la película: la libertad es no elegir, no tener que decidir; ese es el espacio de íntima felicidad que le brinda el aura. Quiere dejar de ser él mismo y, por una vez, ponerse otra piel como una de sus criaturas de taxidermia.

Que la trama pseudo policial se complique y que sea necesario resolverla a los tiros no hacen ni más emocionante ni más conmovedora la película, sólo hacen estallar las piezas de ese mecanismo de relojería con el que el personaje construye su propia ficción. Otras piezas quedan en pie, más allá de los disparos, los desmayos y los ojos de vidrio; las de la ficción de Bielinsky, taxidermista él mismo de una criatura sólida y precisamente construida, formalmente perfecta y en la que toda emoción parece vedada. El problema de El aura no es la ausencia de respuestas ni la falta de soluciones evidentes a la trama, tampoco se trata de la complejidad o el espesor de la misma: su problema radica en que el cerrado carácter de su protagonista y lo inaccesible de sus motivos vitales no constituyen un misterio interesante: simplemente ponen en pie un enigma que se abre con el film y que, como éste, se cierra sobre sí mismo.

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