Por Mariano Colalongo
1. ¿Argentino?
El polaco Witold Gombrowicz, uno de los escritores que renovó la literatura moderna mundial, llegó a la Argentina en agosto de 1939. Fruto de una casualidad mítica que lo sacó de Varsovia justo un mes antes de la entrada de los nazis, su estadía aquí fue todo menos esporádica. Una gran debilidad se le manifiesta en los suburbios de Retiro. “Ahí, en Retiro, veía la juventud en sí, independientemente del sexo, y experimentaba el florecer del género en su forma más aguda, radical y, debido a que estaba marcada por la carencia de cualquier esperanza, demoníaca. Además: ¡abajo!, ¡abajo!, ¡abajo! Aquello me llevaba hacia abajo, a la esfera inferior, a las regiones de la humillación; aquí la juventud, humillada ya como juventud, se veía sometida a otra humillación como juventud vulgar, proletaria.” Gombrowicz descubre una semejanza entre su país y el nuestro, una semejanza basada en la inferioridad.
El hecho será génesis, nacimiento y fábula. Ejemplo de vitalidad, de afirmación, vive aquí más de 24 años y escribe tres de sus principales obras: Trans-Atlántico, El matrimonio y Pornografía. Pero nuestra historia, la historia de los argentinos con Gombrowicz, no se acaba allí; porque, de algún modo, ese tiempo en el que fueron escritas esas obras y toda esa fauna que Gombrowicz frecuentaba (causa de la gran identificación de los argentinos con los ídolos creados por el polaco) nos dan motivos también para el orgullo. En primer lugar porque la gran literatura recorrió nuestro territorio (como quien diría entre Tandil y Buenos Aires) y, en segundo lugar, porque gracias a la presencia de sus amigos, identificable en toda su obra, podemos considerar a Gombrowicz un argentino (1).
La adopción forzosa de un nuevo suelo es la figura de un mítico argentinismo, la única identidad posible ante la gran diversidad de razas y especies, la misma figura, tan parecida a una licuadora, que nos muestra cómo Witold se transforma en Witold o incluso en Witoldito (2).
Tampoco ha faltado quien (Piglia), al hablar de literatura nacional, haya dicho que Gombrowicz -el polaco- es el mejor escritor argentino del siglo XX: gran paradoja de la nacionalidad. Pensar la Argentina como fruto de un legítimo sincretismo polaco, nos lleva a considerar esta afirmación como algo más que “una exageración irónica destinada a poner a prueba el nacionalismo argentino”, según la interpretación de Juan José Saer. Nos lleva, antes bien, a considerar lo argentino ligado al terreno fluctuante de la historia. Más que adherido al signo inmóvil de sus clásicos arquetipos, lo argentino se presenta como una realidad sujeta a todo tipo de mutaciones (y deformaciones) mundiales. Una suerte de cosmopolitismo intrínseco hace de nuestras sociedades el lugar de encuentro de unos sujetos que detentan contra otros, tristemente, la soberanía de un mestizaje elevado, cuasi europeo.
2. Ahora sí: argentino
El polaco Witold Gombrowicz, uno de los escritores que renovó la literatura moderna mundial, llegó a la Argentina en agosto de 1939. Fruto de una casualidad mítica que lo sacó de Varsovia justo un mes antes de la entrada de los nazis, su estadía aquí fue todo menos esporádica. Una gran debilidad se le manifiesta en los suburbios de Retiro. “Ahí, en Retiro, veía la juventud en sí, independientemente del sexo, y experimentaba el florecer del género en su forma más aguda, radical y, debido a que estaba marcada por la carencia de cualquier esperanza, demoníaca. Además: ¡abajo!, ¡abajo!, ¡abajo! Aquello me llevaba hacia abajo, a la esfera inferior, a las regiones de la humillación; aquí la juventud, humillada ya como juventud, se veía sometida a otra humillación como juventud vulgar, proletaria.” Gombrowicz descubre una semejanza entre su país y el nuestro, una semejanza basada en la inferioridad.
El hecho será génesis, nacimiento y fábula. Ejemplo de vitalidad, de afirmación, vive aquí más de 24 años y escribe tres de sus principales obras: Trans-Atlántico, El matrimonio y Pornografía. Pero nuestra historia, la historia de los argentinos con Gombrowicz, no se acaba allí; porque, de algún modo, ese tiempo en el que fueron escritas esas obras y toda esa fauna que Gombrowicz frecuentaba (causa de la gran identificación de los argentinos con los ídolos creados por el polaco) nos dan motivos también para el orgullo. En primer lugar porque la gran literatura recorrió nuestro territorio (como quien diría entre Tandil y Buenos Aires) y, en segundo lugar, porque gracias a la presencia de sus amigos, identificable en toda su obra, podemos considerar a Gombrowicz un argentino (1).
La adopción forzosa de un nuevo suelo es la figura de un mítico argentinismo, la única identidad posible ante la gran diversidad de razas y especies, la misma figura, tan parecida a una licuadora, que nos muestra cómo Witold se transforma en Witold o incluso en Witoldito (2).
Tampoco ha faltado quien (Piglia), al hablar de literatura nacional, haya dicho que Gombrowicz -el polaco- es el mejor escritor argentino del siglo XX: gran paradoja de la nacionalidad. Pensar la Argentina como fruto de un legítimo sincretismo polaco, nos lleva a considerar esta afirmación como algo más que “una exageración irónica destinada a poner a prueba el nacionalismo argentino”, según la interpretación de Juan José Saer. Nos lleva, antes bien, a considerar lo argentino ligado al terreno fluctuante de la historia. Más que adherido al signo inmóvil de sus clásicos arquetipos, lo argentino se presenta como una realidad sujeta a todo tipo de mutaciones (y deformaciones) mundiales. Una suerte de cosmopolitismo intrínseco hace de nuestras sociedades el lugar de encuentro de unos sujetos que detentan contra otros, tristemente, la soberanía de un mestizaje elevado, cuasi europeo.
2. Ahora sí: argentino
Así como las esferas inferiores de la cultura le resultaron tan atrayentes al polaco, la esfera superior, la intelectualidad del país, nunca dejó de estar sometida a crítica. Como en los partidos de fútbol con Brasil, uno de los principales problemas que se le presenta a la clase ilustrada es ganar (o empatar) el partido con el extranjero; es decir, que sus obras estén a la altura de la alta cultura de Europa. Pero la cualidad por la que sobresale Argentina, dice Gombrowicz, no es precisamente el trabajo del espíritu, sino más bien la belleza ordinaria y material de los cuerpos. Así que no sólo se está en desventaja respecto al desafío que representan Francia o Alemania: esa desventaja se rige por los mismos valores que los europeos, desde Nietzsche, buscan desesperadamente desechar.
Gombrowicz piensa que la historia, el arte y la cultura ocupan demasiado tiempo en la Argentina. Hay demasiada preocupación por establecer cuáles serán los nuevos hitos nacionales, como si la cuestión de la nacionalidad fuera realizable “bajo programa”. Pero la forma argentina es una forma precoz; su belleza, una belleza ordinaria, nada fuera de lo común. El polaco no ve las suciedades y torturas que acompañan la forma que se perfecciona con el tiempo, sino el esplendor de una forma inacabada, ineficaz. La forma argentina es una forma distinta a la madura forma de Europa. Bajo los cánones de la forma europea no sólo se desaprovecha la liviandad, la frescura, la inocencia que provee la carencia del lastre de la historia, sino que se mutila la posible novedad de un espíritu apto para crear una obra sorprendente y novedosa.
Así las cosas, el problema de los artistas argentinos no será -como uno supondría en todo artista- hallar los medios para expresar su propia pasión, el buceo en la propia forma o sencillamente la necesidad de construir un mundo enteramente artificial: el problema es mostrarse y demostrarle al mundo que el gran nivel aquí también es posible. Y en este punto Gombrowicz se pone ácido y llama la atención seriamente, porque esta extranjerización del propio arte atenta contra la inspiración del pueblo.
Gombrowicz establece una relación inmediata entre el artista y su territorio, una relación que encuentra su eco en la voz de Hegel. El artista es el canal por el que el espíritu se materializa, y nunca deja de pertenecer a un cielo y a una tierra, a una naturaleza, a una porción de la historia de la que extrae los elementos de su creación.
Gombrowicz veía que los artistas argentinos eran inteligentes y sensibles, eran aptos, pero se preocupaban excesivamente por la letra impresa -el gauchesco, la literatura inglesa o Alfonsina Storni-, con el único fin de crear héroes de papel para engordar una cultura que se volvía dolorosamente ociosa y burocrática. Mientras tanto, la vida en las calles, el color local y la verdad histórica -fuente bullente en la que se cimenta la inspiración del genio o el artista- eran despreciadas como si se tratase de la sombra del mundo sensible, fuente del equívoco, error y extravío de la Kultur. Había algún sustento platónico en el arte argentino que lo desligaba de la corriente interna de su tiempo; preocupaba más el surrealismo que la relación del arte con la representación de la realidad. Pero esto, para Gombrowicz, está en cortocircuito con la creación: incluso sin filiación con ningún realismo (sus novelas pueden considerarse disparatadas extravagancias), considera que la creación debe provenir de la naturaleza exterior, el territorio material de la expresión. Como decía Hegel: “si el arte, en efecto, libra al hombre de las necesidades de la vida material, sin embargo, no puede elevarle por encima de las condiciones de la existencia humana suprimiendo estas relaciones”. De este modo, a los ojos del polaco, el arte argentino despreciaba la secreta simpatía que existe entre el hombre y la naturaleza, una de las cuestiones básicas que debe proponerse representar.
3. El cine argentino y la mirada extranjera
La evocación (3) de Gombrowicz en ocasión de hablar del cine argentino -la exposición de sus críticas a las producciones intelectuales y artísticas, el comentario de su inclinación por lo inferior, el de las potencialidades corrosivas de este país al presentarse a sí mismo como nación inferior, rebosante de juventud y materia prima, el conflicto escéptico de la no-creencia y la ausencia de jerarquías, y haber recalado en la relación extranjerizante que mantiene el arte argentino consigo mismo- tienen como fin justificar la impresión de que el cine argentino como arte supera todos los problemas que él señaló.
Gombrowicz decía que aquellos escritores carecían de inclinación por lo inferior, lo que los disparaba a la esfera superior, desde donde pretendían establecer la Kultur. El cine de los '90, en cambio, nos mostró conflictos sociales y bajezas de todo tipo, y pudo construir un lenguaje propio casi sin metafísica (Caetano, Trapero); ahora, a veces, nos muestra a las clases enriquecidas pero también desde su lado inferior (Géminis y el amor incestuoso entre hermanos).
En cuanto a la potencialidad como nación menor, no cabe duda de que el cine argentino es joven y prometedor (una nueva generación de directores de entre 25 y 35 años, con diversas propuestas estéticas); y que provee de materia prima al resto del mundo (guiones vendidos y guionistas trabajando en Hollywood, remakes de películas argentinas, co-producciones pero también contratación de técnicos formados en las universidades del país que concentran el 20% del total mundial a muy bajo costo, devaluadamente pagos). Incluso en esa relación el cine argentino sostiene uno de los detalles coloridos que nos dejó nuestro querido Gombrowicz, que pensaba que en este país el astuto vendedor de una revista literaria tenía más arte (gracia) que los tipos que la escribían… ¿Y el cine qué nos muestra? Precisamente la astucia como valor supremo del argentino. Pues si hay algo así como un sueño argentino, no cabe duda que en el cine la astucia es el motor de su posible concreción.
Respecto a la relación extranjerizante que Gombrowicz achacaba a la poética de la troupe Ocampo, en el caso del cine sucede algo extraño. Gombrowicz tomaba esta tendencia como una cualidad negativa en la literatura: el escritor debía hablar desde su propio suelo y no desde la “internacional del espíritu”. El cine, en cambio, se opone a esta idea del polaco y muestra que mantener esa extranjeridad es positivo. Por ejemplo, se han multiplicado las películas filmadas en la Patagonia (las películas de Sorín, pero también una película como El aura usa escenografías patagónicas), el Chaco, el litoral o Salta: todas han logrado expresar lo extranjero que resulta el interior, estableciendo así una relación positiva, basada en el reconocimiento de un pueblo con su cine. El cine representa una realidad y esa realidad no debe dejar de parecernos extraña. Este es un punto crucial: el cine tiene que sostener esa mirada extranjera y no sólo por la lejanía o cercanía del lugar. No puede ocupar su cámara en la construcción de una nacionalidad “bajo programa”, homologar guiones con discursos que a veces nos remontan a nuestra escuela primaria, o a una nacionalidad demasiado nacional y heroica: Las películas de Martel, por ejemplo, se caracterizan por todo lo contrario porque logran sostener extranjera la mirada. No se comprometen con ninguna argentinidad, sólo muestran argentinos. Allí no hay astutos, no hay sueños argentinos sino la mirada que se sostiene perpleja ante las cosas que pasan. Y creo que ese cine establece con el espectador una relación menos conductista y televisiva, más propia del lenguaje cinematográfico.
Frente a la idea de escribir sobre lo argentino, yo también he tratado de sostener extranjera la mirada. La complejidad del fenómeno me obligó a tender una sana treta y por eso he utilizado como coartada a Gombrowicz. Pero todas las insinuaciones, afirmaciones y disparates -en su mayoría fieles a las palabras del polaco- fueron escritas persiguiendo una idea de bien para el cine argentino: intenté esbozar ideas a favor de la libertad del artista para mantener la novedad del espíritu creador. El cine argentino no puede perder su dimensión de búsqueda: en tiempos de crecimiento, debe mantener firme la barrera que lo separa del mero entretenimiento; es decir, de las “formas maduras de la cultura” y la industrialización de la novedad.
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1) La primer traducción de Ferdydurke al castellano fue una insólita experiencia. Comandada por un Gombrowicz de mal español, se realizó sin diccionario y, podemos decir, sin traductor. Consistió, al ritmo de los ajedreces, en seguidas reuniones en la que participaron los doce amigos que tradujeron las palabras del polaco, en el subsuelo del Café Rex de Buenos Aires. La traducción la firma Gombrowicz, pero poniéndole su nombre a una labor de grupo. El resultado de semejante cúmulo aleatorio puede considerarse la primer traducción del polaco al argentino (ya que no al castellano). La obra está plagada de términos como “facha”, “cuculillo” o “colegiala”, que evidentemente poseen una connotación con el dialecto de la época. Esta experiencia es el correlato en la lengua de la adopción de su segunda patria. Pero esta adopción, es también una introducción a la lengua por medio del vínculo de la amistad, que establece para cada grupo, sus propias reglas del lenguaje. Parece que Wittgenstein estaría muy cómodo con toda esta ensalada. Tan afín a los enigmas, podría darnos argumentos a favor de considerar a Gombrowicz un argentino.
(2) Witoldito: “Jóvenes amigos argentinos: erais un grupo de muchachos extremadamente inteligentes y sensibles, inclusive talentosos. Me habéis mostrado tanta amistad sincera que os perdono las burlas hechas a cosa de este viejo estrafalario… merecidas por lo demás… también yo me reía de vosotros a más no poder.”
(3) Para oscurantistas, amantes del cine necrófilo y las sesiones de espiritismo: En Gombrowicz o la seducción (1986, Alberto Fischerman) pueden ver un fantástico documental ficcionado, en el que cuatro amigos del polaco, actuando de discípulos, lo evocan en la oscura cocina de uno de ellos. Podrán ver allí el despliegue de las ideas e inclinaciones del polaco, pero también a sus amigos actuando de su maestro, copiando su pronunciación española, gesticulando con manos, brazos y miradas, y hasta una ridícula pelea por quién lo imita mejor.
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