Por Alvaro Fuentes
En El mercader de Venecia las portavoces de Shakespeare son las mujeres, puntualmente la que se casa con Basanio, la princesa Porcia. En ocasión del juicio en que se sentencia de muerte a Antonio, Porcia aprovecha para impartir a su reciente esposo una lección de educación amorosa. Disfrazándose de abogado docto -frente a un auditorio colmado de jueces y ciudadanos venecianos- demuestra que lo que parecía inexorable no lo era. Y todo para dejarle en claro más tarde a Basanio que el amor que decía sentir por ella también era una apariencia intermitente que no debía tomarse tan en serio.
No es meramente ornamental o costumbrista que Shakespeare haya elegido el problema del judaísmo para dejarse llevar por la hipótesis de un mundo constituido por apariencias engañosas. El personaje de Shylock el judío (impresionantemente encarnado en la película por Al Pacino) es despreciado por todo el tribunal por razones aparentemente legítimas. Sin embargo, también es lo suficientemente humano como para que comprendamos el resentimiento visceral que lo mueve a pedir a los jueces la muerte de Antonio, el mercader que poco tiempo atrás le había escupido la cara sólo por ser judío y que después le pediría dinero prestado. ¿Acaso no era eso completamente humillante? Ahora la justicia estaba obligada a otorgarle el derecho de extraer de su cuerpo una libra de carne. ¿Por qué iba a negarse esa preciada oportunidad después de todo lo que había tenido que soportar?... En apariencia, las razones del judío son tan legítimas como las del resto del tribunal.
No es casual tampoco que sea precisamente en el juicio donde Porcia hace su aleccionadora aparición. Se presenta al tribunal disfrazada de abogado y con excelente retórica invierte la apariencia de los hechos. Aduce que en el contrato no figura que el judío pueda extraer sangre junto con la libra de carne, lo que hace prácticamente imposible la extracción. Hasta Shylock se convence. Tanto se dan vuelta las cosas que no sólo se queda sin cobrar la deuda, sino que los jueces del tribunal terminan por considerar legítimo despojarlo de todos sus bienes. De suplicar por la vida de Antonio, el auditorio pasa a clamar por el castigo del judío, que pasa de sentirse fuerte y justiciero a abatido y humillado. No importan tanto las razones o los argumentos por los cuáles todo cambia de aspecto -de hecho la argucia retórica del falso abogado es demasiado obvia para tomarla como un intento de Shakespeare por dar verosimilitud a la escena- sino el poder de las apariencias que revelan los cambios. De la brutal apariencia que había impuesto el judío a fuerza de convicción, todo adquiere la apariencia contraria mediante la sagaz operación de Porcia.
¿Pero qué quiso enseñarle Porcia a su amante con todo esto? Vayamos un poco más atrás en esta historia. No en vano la hábil princesa había hecho jurar a su reciente marido, antes de que partiese en auxilio de Antonio, que conservara para siempre el anillo que ella le obsequiaba como símbolo del amor eterno que decían profesarse. Como a lo largo del juicio Basanio no se da cuenta de que el abogado es su esposa, cuando el juicio concluye le ofrece como recompensa una tentadora suma de dinero que sin embargo él (ella) rechaza. Lo único que dice aceptar como recompensa es el anillo que Basanio lleva puesto en el dedo.
Naturalmente, Basanio retorna sin anillo al palacio. Su esposa, que lo espera sin disfraces, simula que enfurece cuando advierte que él ya no lo lleva en su mano: en realidad disfruta mostrándole que no estuvo a la altura del amor que dijo sentir. Finalmente Porcia le devuelve el anillo a Basanio y, ante su la sorpresa, confiesa todo lo ocurrido y se lo devuelve a condición de que no lo pierda nunca más.
En El mercader de Venecia las portavoces de Shakespeare son las mujeres, puntualmente la que se casa con Basanio, la princesa Porcia. En ocasión del juicio en que se sentencia de muerte a Antonio, Porcia aprovecha para impartir a su reciente esposo una lección de educación amorosa. Disfrazándose de abogado docto -frente a un auditorio colmado de jueces y ciudadanos venecianos- demuestra que lo que parecía inexorable no lo era. Y todo para dejarle en claro más tarde a Basanio que el amor que decía sentir por ella también era una apariencia intermitente que no debía tomarse tan en serio.
No es meramente ornamental o costumbrista que Shakespeare haya elegido el problema del judaísmo para dejarse llevar por la hipótesis de un mundo constituido por apariencias engañosas. El personaje de Shylock el judío (impresionantemente encarnado en la película por Al Pacino) es despreciado por todo el tribunal por razones aparentemente legítimas. Sin embargo, también es lo suficientemente humano como para que comprendamos el resentimiento visceral que lo mueve a pedir a los jueces la muerte de Antonio, el mercader que poco tiempo atrás le había escupido la cara sólo por ser judío y que después le pediría dinero prestado. ¿Acaso no era eso completamente humillante? Ahora la justicia estaba obligada a otorgarle el derecho de extraer de su cuerpo una libra de carne. ¿Por qué iba a negarse esa preciada oportunidad después de todo lo que había tenido que soportar?... En apariencia, las razones del judío son tan legítimas como las del resto del tribunal.
No es casual tampoco que sea precisamente en el juicio donde Porcia hace su aleccionadora aparición. Se presenta al tribunal disfrazada de abogado y con excelente retórica invierte la apariencia de los hechos. Aduce que en el contrato no figura que el judío pueda extraer sangre junto con la libra de carne, lo que hace prácticamente imposible la extracción. Hasta Shylock se convence. Tanto se dan vuelta las cosas que no sólo se queda sin cobrar la deuda, sino que los jueces del tribunal terminan por considerar legítimo despojarlo de todos sus bienes. De suplicar por la vida de Antonio, el auditorio pasa a clamar por el castigo del judío, que pasa de sentirse fuerte y justiciero a abatido y humillado. No importan tanto las razones o los argumentos por los cuáles todo cambia de aspecto -de hecho la argucia retórica del falso abogado es demasiado obvia para tomarla como un intento de Shakespeare por dar verosimilitud a la escena- sino el poder de las apariencias que revelan los cambios. De la brutal apariencia que había impuesto el judío a fuerza de convicción, todo adquiere la apariencia contraria mediante la sagaz operación de Porcia.
¿Pero qué quiso enseñarle Porcia a su amante con todo esto? Vayamos un poco más atrás en esta historia. No en vano la hábil princesa había hecho jurar a su reciente marido, antes de que partiese en auxilio de Antonio, que conservara para siempre el anillo que ella le obsequiaba como símbolo del amor eterno que decían profesarse. Como a lo largo del juicio Basanio no se da cuenta de que el abogado es su esposa, cuando el juicio concluye le ofrece como recompensa una tentadora suma de dinero que sin embargo él (ella) rechaza. Lo único que dice aceptar como recompensa es el anillo que Basanio lleva puesto en el dedo.
Naturalmente, Basanio retorna sin anillo al palacio. Su esposa, que lo espera sin disfraces, simula que enfurece cuando advierte que él ya no lo lleva en su mano: en realidad disfruta mostrándole que no estuvo a la altura del amor que dijo sentir. Finalmente Porcia le devuelve el anillo a Basanio y, ante su la sorpresa, confiesa todo lo ocurrido y se lo devuelve a condición de que no lo pierda nunca más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario