Por Ricardo Forster
Von Triers no deja de sorprenderme. Dogville es un film notable, intenso en su penetración implacable de la moralidad; su lenguaje nos inquieta desde el comienzo mostrando con fina lentitud de qué modo se guarda en las acciones humanas la tendencia a la perversión, el juego a través del cual el amor se transforma en violación.
Intuimos, desde la primera escena, que algo extraordinario sucederá en ese pequeño e insignificante pueblito: apenas un conjunto de casas perdido en un valle de montaña en el que viven unas pocas familias sin otra expectativa que la reiteración infinita de su rutina. Una eternidad abotargante pero tranquilizadora los acompaña en cada uno de sus actos. Las figuras son conocidas; una y otra vez han sido visitadas por la literatura o el cine e, inclusive, lo ha hecho la sociología y la historia: una oscura corrupción se desliza por el cuerpo comunitario al mismo tiempo que representa, ese cuerpo, la esencia de la moral pequeño burguesa sobre la que se sostiene el ideal norteamericano. El egoísmo, el prejuicio, la violencia contenida, el hartazgo, la sospecha generalizada, la hipocresía, son algunos de los síntomas que portan los habitantes -por otra parte simples e ingenuos- de Dogville. Ellos son la perfecta destilación del alma americana, su expresión depurada y la quintaesencia de lo que la destreza puritana supo forjar indeleblemente en la conciencia de los hombres y mujeres atravesados por la demanda de la ley y de una moralidad supuestamente inquebrantable.
Siendo un pueblo minúsculo e insignificante, apenas un resto borroso al que nadie llega ni del que casi nadie sale, Von Triers, con maestría, presenta, nos lo presenta, como la manifestación de lo humano, abriendo las rutas que nos conducen a una diversa y compleja gama de cuestiones morales, religiosas y políticas. Dogville está allí, en ese trazado imaginario que nos remite a los juegos de infancia, para deshacer nuestra ingenuidad, para quebrar los sueños bucólicos que acompañan la ficción de la pequeña comunidad protegida de la corrupción proveniente de la sociedad exterior, de aquella que se produce en la gran ciudad, en el centro de un mundo pervertido que nos recuerda, sin embargo, que queda un resto de bondad y moralidad intacta en ese pueblo colgado de la montaña y que vive en medio de la naturaleza. Cuando creemos haber arribado al puerto de los ideales, cuando respiramos aliviados ante la última reserva de bondad que queda en una tierra asolada por la maldad, Von Triers -como ya lo hizo en Europa y en Contra viento y marea- nos despierta brutalmente de nuestro ensimismamiento utópico, de nuestra recaída en el sueño de una humanidad que, en algún sitio del mundo, permanece incontaminada, guardiana última de la promesa salvífica.
El pueblo, cuyo nombre deberá ser motivo de indagación, marca de lo oscuro y ambiguo, será el escenario de un experimento del que todavía, en el comienzo de la película, no sabemos nada. Tiene que ver con la cuestión del don, de ese regalo que se da aunque no podamos darlo o, desde el otro costado, con reconocer la necesidad que tenemos de recibir el obsequio. El joven escritor-filósofo (hacia el final del film aparecerá esa condición como manifestación de una discursividad vacía, de un lenguaje que, apareciendo en principio como portador de ideales entrañables, será el vehículo de la destructividad, la abrumadora expresión del fraude y la cobardía) espera, en la monotonía de la eterna reiteración de lo mismo, que llegue algo que permita quebrar esa monotonía mostrando, al mismo tiempo, la profunda razón de sus alegatos teológico-morales. Es el que toma la palabra sin que se le preste demasiada atención, es apenas un bueno para nada que se pasa el día holgazaneando detrás de una escritura que se le sustrae. La llegada inesperada de Grace (Von Triers nos escamotea cualquier sutileza hermenéutica, nos libera de una interminable discusión alrededor de la significación de esa mujer, simplemente su nombre nos dice todo y nada, nos pone delante de la cuestión fundamental de la gracia, de ese acto prometido desde el origen y que lleva la señal de la salvación). Pero Grace llega como fugitiva, detrás suyo se ocultan signos inequívocos de violencia -los disparos han precedido su llegada- y, sin embargo, será para el joven escritor la última posibilidad de “salvar” a la comunidad de su egoísmo, de ponerla delante del amor genuino y de la aceptación del otro como imprescindible para la continuidad de una vida mejor. No es insignificante que en el comienzo, cuando se nos presenta de a poco el pueblo y sus habitantes, nos encontremos con la figura de Chuck, hombre ensimismado y agresivo en su pesimismo, que se enoja con uno de sus hijos porque le ha dado un hueso con restos de carne al perro, mientras que ellos casi nunca prueban ese alimento. Sus palabras son elocuentes: “un perro guardián debe sentir hambre para estar más atento a su misión”; no deja de ser sorprendente que ese mismo hombre que maltrata al perro, que lo reduce a mera función utilitaria, que luego será el primer violador, el que inaugura el fin de la representación en la que están todos envueltos, sea el más próximo a la naturaleza, especialmente a través del amor que siente por sus manzanos, amor que nadie alcanza a comprender. Grace, de quien en un principio desconfía Chuck, será, para él también, posibilidad de “salvación”. En verdad, y eso no deja de mostrarlo Von Triers, en un comienzo, cuando se han disipado las sospechas de la comunidad respecto a Grace, todos sienten una genuina alegría, el pueblo todo parece haber sido tocado por la Gracia.
El ciego y la inválida nos remiten, casi sin ninguna mediación, hacia Cristo que cura y salva ejerciendo la caridad del amor. Grace de a poco se va ganando la confianza de los pobladores, uno tras otro son seducidos por la humildad y el don de dar sin pedir nada a cambio. Inclusive el menos dispuesto, aquel que viniendo también de la ciudad no supo encontrar la paz que soñaba, terminará por otorgar su voto para que la dulce muchacha se quede entre ellos ejerciendo, aquí y allá, el trabajo redentor. De todos modos, Von Triers no se priva de penetrar en el alma egoísta y calculadora del puritanismo americano, de ese costado que mide las acciones de acuerdo a su rentabilidad y que no está dispuesto al acto sin rédito. Grace les trae la alegría, es la primavera y el verano que se posan sobre un pueblo abandonado de la mano de Dios que repentinamente ha encontrado, en su figura enigmática, la posibilidad de una vida mejor. Y sin embargo... el trabajo será el mecanismo purificador, el medio por el cual los habitantes del pueblo “explotarán” la gracia recibida. Inclusive el don de la felicidad debe estar garantizado por las reglas del intercambio burgués, debe expresar que algo se gana y que la donación no es pura gratuidad. De a poco el trabajo redentor se irá deslizando hacia la más cruda explotación que la totalidad del pueblo ejercerá sobre el cuerpo de Grace. El calvario está sellado desde un comienzo aunque nadie parezca, en un principio, reconocerlo.
¿Es acaso Grace la bondad inmaculada? ¿Qué implicaciones tiene la presencia de esa bondad en el seno de la comunidad humana? ¿Es responsable ese ángel que ha salido de la noche, de la metamorfosis que irá manifestándose hasta alcanzar la dimensión de la maldad destructiva? En el diálogo final entre Grace y su padre-gángster, encontramos reminiscencias de El gran inquisidor de Dostoievski, de su discurso en el que rechaza la segunda venida de Jesús, discurso en el que le dice que la oferta de libertad acabará por abrir una llaga incurable en el cuerpo de los seres humanos, lanzándolos a una alucinada búsqueda de lo imposible, de aquello que terminará por desgarrar los lazos de solidaridad y aceptación del destino. Viejo tema de la búsqueda del bien que abre las compuertas para la realización del mal; ya estaba en Schiller y en Goethe, lo reencontramos teorizado en La esencia de la libertad humana de Schelling y será uno de los motivos centrales de la literatura de Joseph Conrad. La Gracia libera fuerzas oscuras, mundos encriptados en el alma humana que, una vez derramados, se escapan a sus propios realizadores. Tal vez uno de los puntos centrales del film sea el de la metamorfosis que se va produciendo en el seno de la comunidad a medida que la experiencia de la bondad se vuelve cotidiana y se sostiene en los deseos egoístas de aquellos que han aceptado a la extranjera. Ni siquiera en el momento de consumación de la beatitud, ese acto de una donación aceptada, del regalo que descubre que todos necesitan de ese otro que en un principio aparecía como desamparado e incapaz de poder ofrecer algo valioso, digo, que ni siquiera en ese instante de “comunión” desaparece el costado utilitario, el cálculo de la rentabilidad que sigue estando en la base del estilo de vida norteamericano.
Von Triers juega con la inevitable metamorfosis que irá manifestándose, primero, en la comunidad y, después, en la muchacha que contemplará con fatigada desilusión que sus esperanzas se han marchitado irreversiblemente, que su apuesta por la reconciliación entre libertad y necesidad ha fracasado. El sueño visionario de Tom, sueño que hunde sus raíces en los ideales puritano-utópicos de una sociedad en la que el extraño es reconocido como aquel que trae un regalo cuyo contenido mágico-redencional permite desactivar el prejuicio que anida en el interior de la comarca. Ese ideal de la donación y la aceptación, articulado desde la gramática de la pureza virginal que ha emergido de la oscuridad y la violencia (Grace esconde un pasado indiscernible que la ha puesto fuera de la ley, de una ley que servirá de excusa para su progresivo envilecimiento a los ojos de unos ciudadanos ganados por el apego a la legalidad) será brutalmente desgarrado allí donde la sospecha nunca dejó de persistir. Apenas se diluyó en la ilusoria llegada de la primavera cuando todos se sintieron tocados y conmovidos por la pureza de la muchacha, una pureza que los volvía, a cada uno, más plenos y puros, almas bellas dispuestas para la vida buena. Grace, uno tras otro, fue ganando la confianza de los habitantes del pueblo; lo hizo con su trabajo y con ese detalle, sospechado por Tom, de la necesidad negada que ella sabría poner suavemente al descubierto volviéndose, su acción, indispensable. Allí se producirá, sin que sus actores alcancen a sospecharlo, el giro hacia la violencia explotadora. Como espectadores esperamos ese desenlace, apenas si fuimos engañados por las quince campanadas que le abren a Grace el corazón del pueblo; desde un comienzo sentimos el clima ominoso, intuimos la tragedia que se avecina, sospechamos de la hipocresía de la comunidad. Lo que quizás no llegamos a intuir era que la propia Grace sería la portadora del mal, que en ella estaría la semilla de la destrucción, una semilla que necesitaría de la complicidad del pueblo, verdadera tierra fértil sin la cual su crecimiento sería imposible. La ceguera, o la responsabilidad de Grace nace de creer en la pureza, es el resultado de confundir la vida humana con la bondad absoluta.
Dogville debe ser incorporada a la saga fílmica de Von Triers, especialmente a la recurrencia, en el cineasta danés, de metáforas cristianas que se entraman con una desolada presentación del alma humana, de su tendencia a desgarrar sueños y esperanzas. Ya en el joven norteamericano-alemán protagonista de Europa, que regresa a una Alemania mutilada en los días inmediatamente posteriores a la finalización de la guerra, podemos descubrir el fracaso de los ideales, el inesperado entramado de bondad y maldad, el enlodamiento del alma bella. El hundimiento de la humanidad no deja a nadie a salvo, ni siquiera a las víctimas. En Dogville sucede algo semejante: el itinerario de Grace, paralelo al del joven soñador que imagina que en su pueblo se guarda la posibilidad de una vida mejor, concluye en la catástrofe, en el derramamiento de sangre que ni siquiera perdona a los niños (también en Europa nos encontramos con ese mancillamiento generalizado). La escena en la que Grace debe castigar al niño por exigencia de éste representa la parábola de una inocencia putrefacta. Tampoco será casual que el joven idiota, el que siempre es vencido en el juego de damas por Tom, aquel que fue progresando a través de la ayuda de Grace, tendrá a su cargo el diseño y construcción de la cadena que desde el cuello de la muchacha se une a una rueda de hierro que le impide alejarse del pueblo-prisión. No hay, en la visión de Von Triers, lugar para la redención de los débiles (las diferencias con Kafka y Walser son evidentes, ya que para los dos escritores, como lo señaló Benjamin, son precisamente las criaturas pérdidas, humilladas, frágiles las que están salvadas). La catástrofe carece de redención, es la cruda expresión de una humanidad extraviada que ha hecho lo posible por enajenarse de Dios. En Contra viento y marea el sacrificio parecía tener algún sentido reparador; en Dogville acelera el tiempo de la destrucción.
Todo parece dirigirse hacia la catástrofe, las acciones de los protagonistas, inclusive aquellas preñadas de supuesta bondad e inocencia, no hacen más que acelerar los tiempos apocalípticos. ¿Metáfora del Juicio Final? La orgía de sangre con la que concluye la parábola de Grace, su metamorfosis sorprendente, ¿nos toma acaso desprevenidos? ¿no la esperábamos? ¿la violencia del inicio, aquella que anuncia la llegada del regalo, no puede ser leída retrospectivamente como la marca de lo inexorable, señal de una violencia que acabará aniquilando la vida del pueblo? No saber recibir el regalo, ser incapaz del reconocimiento, aprovechar bajamente la disponibilidad de aquello que se nos ofrece, quebrar todas las antiguas y venerables leyes de la hospitalidad, tal parecen ser las respuestas de los habitantes de Dogville, respuestas que signarán, en los días del final, el destino aciago de quienes no supieron recibir al huésped.
Digresión sobre la presencia del extranjero, la película, entre sus múltiples significaciones y acechanzas, nos habla de la llegada imposible del otro, de su inevitable colisión con un mundo articulado desde la lógica de la mismidad, que no sabe ni puede, y tal vez no quiere, descubrir la fecundidad de la que es portador el visitante, el que viene de otras tierras, del que aproxima la lejanía. Von Triers nos muestra el horror de una imposibilidad, la ceguera del que no ve, la violencia que nace de la ausencia de reconocimiento; es, en última instancia, la evidente manifestación de la fragilidad que envuelve al recién llegado. Desde Rosenzweig y Levinas, hasta Derrida y Agamben, la cuestión del otro, del extranjero-extraño, del que debiera recibir la hospitalidad que se le debe al llegado de lejos ha sido uno de los temas centrales y ejemplares de la reflexión filosófico-política que, a lo largo del siglo veinte, se ha vuelto imprescindible, lo que hay que pensar en este tiempo de inhumanidad y violencia inaudita. Dogville hace carne en esta cuestión urgente, nos interroga desde la impiedad de acciones cuya finalidad estaba escrita desde un comienzo como ruta hacia la perdición anunciada. La nihilidad apocalíptica con la que se cierra el experimento utópico-redencional soñado ilusoriamente por Tom, su postrera conciencia de la fuerza que ha desatado, coloca al film, y a la mirada de su autor, en un más allá de toda promesa y de toda esperanza es, propiamente, la clausura de lo mesiánico como brutalidad infernal. No puede haber misericordia para aquellos que dejaron pasar la oportunidad de redimirse redimiendo al otro, dejándose interpelar por el extraño. No puede haber misericordia para una humanidad ausente de sí misma, absorta en sus miserabilidades y en sus bajezas, incapaz de recibir con benevolencia y de dar sin pedir a cambio. Allí, inclusive en los momentos de mayor armonía, descubrimos que la supuesta aceptación de Grace, las quince campanadas “salvadoras”, el otorgamiento del refugio para el perseguido, se hace a cambio de los futuros “favores” que deberá otorgarles la joven y son el resultado de la “prueba” por la que ha tenido que atravesar a lo largo de dos semanas. Nunca hubo el gesto espontáneo de la hospitalidad, siempre nos encontramos con la astucia y el interés aunque en un principio no alcanzáramos a vislumbrarlo en toda su intensidad.
¿Qué nos está queriendo decir Von Triers a través del nombre del padre de Tom -Thomas Edison-? ¿por qué está siempre leyendo Tom Sawyer de Mark Twain? Suerte de representante del “saber” en un pueblo ausente de cualquier saber, médico retirado que se pasa el día viendo cómo su hijo se desliza hacia la inutilidad, su nombre es, al mismo tiempo, portador del sueño americano que ha sabido fusionar inteligencia experimental y rentabilidad económica. ¿Ironía? Dogville puede ser interpretada como una crítica feroz al mito americano, su puesta al descubierto. Es en este sentido, que me parece pertinente relacionar el film del realizador danés con Pandillas de New York de Scorsese, ya que también allí nos encontramos con la demolición de los mitos constitutivos de la nación junto con la recurrente y originaria presencia de la violencia, fuerza galvanizadora del itinerario norteamericano. Scorsese nos muestra de qué modo en el nacimiento estaba la violencia, cómo impregnaba todas las relaciones y a todos los sectores, una violencia cuya potencia destructiva, cuya capacidad para devorar a los contendientes queda manifestada sin ningún ocultamiento. En todo caso, Scorsese hace visible lo invisible del relato mitificante, nos ofrece la panorámica de una brutalidad gangsteril que irá delineando la travesía de la nación. Pandillas de Nueva York debe ser cotejada con el contexto histórico-político en el que su autor decide realizarla, a sabiendas que se enfrentará con la devastadora maquinaria del establischment que, después del 11 de septiembre, se ha multiplicado con inusual potencia haciendo hincapié, principalmente, en la grandeza de la historia norteamericana. Scorsese simplemente lee esa historia a contrapelo recogiendo los testimonios de aquellos que fueron vencidos, de esos otros que sufrieron en carne propia la consolidación del mito burgués hasta ser despedazados por la violencia fundadora del derecho de los poderosos. Su esfuerzo se dirige a clausurar la interpretación bucólica del origen nacional haciendo añicos inclusive aquellos relatos surgidos de la idealización de la lucha contra la esclavitud durante los años cruentos de la Guerra de Secesión. La brutalidad, la violencia despiadada, la corrupción, el engaño, la indolencia ante el fraude, la putrefacción generalizada, todo confluye en el nacimiento de una nación que luego hará invisibles aquellas marcas del origen. Pero lo que también nos está mostrando Scorsese es la continuidad de la violencia como norte orientador de la marcha histórica de América: ella está en el comienzo y se multiplica en el presente. Esa escena de una violencia arcaica y primitiva con la que se inicia la película se ha perpetuado en la actualidad de un imperio que sigue recurriendo a la fuerza al mismo tiempo que reclama su derecho a defender el orden de la democracia y la libertad. El agusanamiento es la característica más destacada de esa práctica que Scorsese ha sabido mostrarnos en su última obra, un agusanamiento que no deja a nadie intocado, acelerando los tiempos de una decadencia indetenible.
Dogville, desde otra perspectiva estética y entrando en otro sustrato de la sociedad norteamericana, también desnuda sus vicios y sus tramas de infinita crueldad, aquella que se manifiesta en medio de la supuesta armonía y en el festejo de la belleza del alma de una nación respetuosa de las leyes y hondamente marcada por el espíritu del puritanismo religioso. Von Triers desnuda sin ninguna complacencia el alma de una nación que ha forjado su hegemonía mundial en la más cruda amalgama de moralismo protestante y pragmatismo burgués. La presencia absoluta de la ley esconde, en verdad, la violencia que la funda y sobre la que después se ha basado su conservación; de una ley que le permite a los habitantes del pueblo apaciguar su mala conciencia y profundizar sus prácticas perversas que encuentran su justificación última en la consumación de la legitimidad emanada del respeto de una justicia que se adapta perfectamente a sus necesidades. La llegada del comisario al pueblo no hace más que evidenciar el fondo hipócrita sobre el que se sostienen las prácticas, habilitando a los “honestos” ciudadanos para aprovecharse de quien ha quedado al margen de la ley. Resulta evidente cómo funciona el principio de soberanía sobre el cuerpo de Grace, de un cuerpo disponible para hacer con él lo que se quiera allí donde el dictamen del derecho lo ha puesto en una zona gris. Igual que en el filme de Scorsese, en el que la violencia aparecía como fundando la trama de la nación, en Dogville nos encontramos con el mismo principio de una soberanía nacida de un acto fundacional de violencia que luego se irá multiplicando hasta alcanzar a la totalidad de la comunidad que logra hacer del cuerpo del otro el objeto de una bajeza amparada por el imperio de una ley cuya estructura viciada aparece desde un comienzo sin que nadie lo oculte ni tenga intenciones de hacerlo. En verdad, el cuerpo de Grace permanece fuera de la ley, se ha convertido, utilizando la categoría acuñada en la actualidad por Giorgio Agamben, en homo sacer, en nuda vida disponible para su aniquilamiento sin que sus verdugos se vuelvan jurídicamente responsables. La ley, en todo caso, está allí para señalar los límites y para remarcar la excepcionalidad como herramienta de aquel que ejerce la soberanía. Todo el pueblo se ha apropiado de ese cuerpo desprovisto de derechos, de un cuerpo-objeto que puede ser violado sin consecuencias, al que se puede maltratar, del que se puede disponer libremente. Un cuerpo ausente de derecho, puesto por la ley fuera de la ley marcando ese umbral, en permanente corrimiento, que amenaza con extender más y más las fronteras de la violencia soberana.
Dogville es más que una metáfora de las conductas que se despliegan en una pequeña comunidad en medio de una época de crisis y desolación; Von Triers recorre sus múltiples vericuetos destacando las profundas relaciones que se pueden establecer entre ese mundo aldeano, expresión anacrónica de un tiempo que ha disuelto los antiguos lazos comunitarios, y una época del mundo en la que la moralidad deja paso al más crudo pragmatismo. Todo está allí: el imperio de la ley que justifica y vuelve impune la acción de los ciudadanos ante aquel que ha quedado fuera de la ley y que casualmente le es funcional a las necesidades de la comunidad; también nos encontramos con la dialéctica de la utopía, su mutación en violencia indiscriminada que acaba por destruir a sus propios portadores; giro en el que se desnuda el núcleo decisivo del alma americana, su brutal amalgama de moralismo cristiano y pragmatismo burgués, ambos articulados férreamente por la lógica de la rentabilidad. Parábola cinematográfica a través de la cual vislumbramos la brutal caída de las ilusiones de las que eran portadores tanto el joven escritor utopista-puritano (suerte de alquimia de Thoureau y Emerson y la moralidad de los pioneros) como la joven muchacha que viene para redimir al pueblo de sus pecados pero que, a diferencia del sacrificio de Jesús, no aceptará inmolarse para salvar a los pecadores. Para Von Triers se acabaron las ilusiones, las cartas del juego están echadas y su resultado responde a la incapacidad humana de superar su propio egoísmo. La orgía de violencia con la que concluye la película, ese infierno de sangre y muerte que no perdona a nadie, constituye el punto de cierre del sueño americano pero es, también, metáfora cruda de la caída definitiva de la discursividad cristiana, una caída que marca el final de la trilogía iniciada por Europa, continuada en Contra viento y marea y saldada negativamente en Dogville. La mirada destemplada y gélida de Grace cierra el último resto de esperanza-conmiseración. Los disparos con los que se inició la historia se multiplican en su cierre cebándose en los cuerpos de aquellos que no supieron ser genuinamente justos, o que en su afán de serlo no hicieron más que desencadenar su propia destrucción.