Por Alvaro Fuentes
¿Qué misteriosa fuerza hizo que no cometiese el peor papelón de mi vida en la fiesta con que se cerraba el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, edición número 21? No sé, pero que hubo una fuerza, la hubo.
Empiezo con Pancho - pareja de mi hermana-la-de-Buenos Aires- que apareció de las sombras bulliciosas de la multitud justo en el preciso instante en que el alcohol empezaba a afectar peligrosamente mis neuronas. Llegó y estuvo conmigo hasta que terminó la noche, como un verdadero ángel de la guarda que vela para que no desviemos el camino. Si no hubiese sido por él, supongo, habría causado desmanes en el salón donde tenía lugar la fastuosa fiesta, peleándome con otro borracho por el último pedazo de sandía del plato o persiguiendo mujeres en los baños.
Sin embargo todo salió perfecto. No sólo arreglamos la entrevista con Bielinsky como nos lo habíamos propuesto, sino que también crucé miradas con una bella conductora de televisión (juro que fue recíproco) y le pude decir que era la más hermosa a una actriz que hacía el papel de nativa en una superproducción épica norteamericana. Imaginen lo que se siente al confesarle amor a un ser perfecto que parece bajar directamente a nuestro encuentro desde la celestial pantalla de cine. Ella me devolvía besos en el cachete (todavía los tengo grabados) cada vez que yo le repetía en inglés la precaria fórmula que había estado preparando desde que supe, en la entrega de premios que precedía a la fiesta, que la actriz se había apersonado en el festival.
No tenía invitación ni para el acto de entrega de premios ni para la fiesta que tendría lugar posteriormente en el gran hall del hotel. Pero yo -que no soy del tipo que toma el control de las circunstancias- pude sin embargo entrar a los dos lugares. Un poderoso voluntarismo hizo que me las rebuscara para ingresar a sendos palacios de cristal.
Gracias a uno de los estudiantes de cine de La Plata con los que hablé, supe que la estrategia para entrar a la entrega de premios consistía en hacer valer la credencial de prensa que todavía no me animaba a sacar de la mochila mientras esperaba ansiosamente frente a la entrada para periodistas. Procedí a calzarla sobre mi pecho y me acerqué decidido a una de las simpáticas encargadas de prensa (una troupe de mujeres con las que siempre mantuvimos una excelente relación). Le dije que la idea de la revista era cubrir el hecho y que había traído un reporter con el que pensaba grabar el veredicto del jurado. Si bien tenía un rotoso pero tecnológico grabador digital en la mochila dentro de un estuche para anteojos -que tuve mostrar para que el patovica me creyera- no era cierto que mi intención fuera grabar dicho veredicto: el acto iba a tener un carácter tan formal que de poco podía servir registrarlo. Finalmente usé el aparato, incluso levantándolo con el brazo para tomar mejor la acústica del lugar, aunque supongo que en realidad la pose me servía para disimular lo raro de que alguien como yo estuviese en un lugar como ese rodeado de tantos periodistas desaforados, especimenes que no recomiendo a nadie.
A la fiesta de la noche entré por razones igualmente fortuitas. Decidí esperar en la puerta a que cayera otra vez algo del cielo. Pensé varias alternativas, pero mi verdadera esperanza estaba puesta en la posibilidad de que Daniela -otra hada de la oficina de prensa- me hiciera pasar con ella. Pasaron varios minutos y yo empezaba a darme por vencido. Las multitudes agolpadas en la entrada del hotel provincial -salidas como una enorme manada de la entrega de premios- ya había entrado y sólo quedaban los rezagados. Me convencí de que Daniela también habría entrado, cuando su figura se recortó milagrosamente de entre los cholulos que querían ver famosos. Fui enteramente feliz. Corrí al encuentro de la dama, que radiante y generosa me dio su propia invitación y usó su credencial de staff. Antes de ingresar al inmenso hall del hotel, una bailarina de cabaret de los años 30 agasajaba a cada recién llegado con una moneda de chocolate envuelta en papel dorado. No exagero si digo que ese chocolate fue el símbolo de una noche colmada de placeres.
Adentro pasaron cosas muy especiales. Y, más tarde, la borrachera también pasó increíblemente desapercibida, al punto de no arruinar el inicio de una carrera profesional. Retomo la pregunta del comienzo, pero ahora especulando con una posible resolución: ¿porqué no hice papelones (al menos de los que no tienen arreglo) si siempre los hago cuando tomo de más? La diferencia es que esta vez me excedí pero de felicidad. (En casos más funestos de mi pasado, tomaba movido por la pena). Sin embargo, también tuve mis deslices la noche del festival: hubo varias mujeres a las que seguramente les resulté un poco pesado. Pero son males menores, olvidables; puedo quedarme con el recuerdo de todas las cosas buenas que pasaron. Vuelvo a evocar la figura de Pancho que estuvo ahí para dar la cara por mis exabruptos.
Creo que la felicidad, la alegría y la esperanza nos salvan de la desgracia porque nos regalan un aura que nos protege de todos los males posibles. En este caso el bien se encarnó en Pancho, en las mujeres de prensa, en el chocolate y, seguramente, en muchas otras cosas. Pero principalmente se encarnó en mí: yo estaba muy feliz -no recuerdo una felicidad tan grande. Y probablemente porque yo estaba inmensamente agradecido con la vida (así me sentía), fue que una especie de dios decidió obrar en favor de mis anhelos, evitó que al final estropeara todo. Pude formar parte de esa fauna de glamorosos y ser tan cholulo como ellos: hablé con directores de latitudes lejanas y con bellas promotoras que en otras circunstancias ni se habrían fijado en mí (los poderes de una credencial de prensa son verdaderamente maravillosos). Todo entre acrobáticos platos cargados de mariscos y tragos preparados en su justa medida: un cóctel explosivo al que fue imposible no suscribir.
Lo peor de la borrachera vería la luz con la resaca del día siguiente. Sin embargo, pude soportarlo sin atormentarme: mi mente estaba en armonía en un cuerpo débil y deshidratado. Creo que la vida me convidó con este elixir para que vuelva a probarlo sin cometer los mismos errores. Ahora sé que el lúpulo de tres latas de cerveza quilmes (todo gratis ¿pueden creerlo?) cierra la boca del estómago y atasca el alcohol, y sé que un solo vaso de gancia en esas condiciones –ese fue el caso- puede ser fulminante. La vida me deja una enseñanza que no pienso desaprovechar de ahora en más: la próxima vez empiezo directamente por el gancia: nada de cerveza.
¿Qué misteriosa fuerza hizo que no cometiese el peor papelón de mi vida en la fiesta con que se cerraba el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, edición número 21? No sé, pero que hubo una fuerza, la hubo.
Empiezo con Pancho - pareja de mi hermana-la-de-Buenos Aires- que apareció de las sombras bulliciosas de la multitud justo en el preciso instante en que el alcohol empezaba a afectar peligrosamente mis neuronas. Llegó y estuvo conmigo hasta que terminó la noche, como un verdadero ángel de la guarda que vela para que no desviemos el camino. Si no hubiese sido por él, supongo, habría causado desmanes en el salón donde tenía lugar la fastuosa fiesta, peleándome con otro borracho por el último pedazo de sandía del plato o persiguiendo mujeres en los baños.
Sin embargo todo salió perfecto. No sólo arreglamos la entrevista con Bielinsky como nos lo habíamos propuesto, sino que también crucé miradas con una bella conductora de televisión (juro que fue recíproco) y le pude decir que era la más hermosa a una actriz que hacía el papel de nativa en una superproducción épica norteamericana. Imaginen lo que se siente al confesarle amor a un ser perfecto que parece bajar directamente a nuestro encuentro desde la celestial pantalla de cine. Ella me devolvía besos en el cachete (todavía los tengo grabados) cada vez que yo le repetía en inglés la precaria fórmula que había estado preparando desde que supe, en la entrega de premios que precedía a la fiesta, que la actriz se había apersonado en el festival.
No tenía invitación ni para el acto de entrega de premios ni para la fiesta que tendría lugar posteriormente en el gran hall del hotel. Pero yo -que no soy del tipo que toma el control de las circunstancias- pude sin embargo entrar a los dos lugares. Un poderoso voluntarismo hizo que me las rebuscara para ingresar a sendos palacios de cristal.
Gracias a uno de los estudiantes de cine de La Plata con los que hablé, supe que la estrategia para entrar a la entrega de premios consistía en hacer valer la credencial de prensa que todavía no me animaba a sacar de la mochila mientras esperaba ansiosamente frente a la entrada para periodistas. Procedí a calzarla sobre mi pecho y me acerqué decidido a una de las simpáticas encargadas de prensa (una troupe de mujeres con las que siempre mantuvimos una excelente relación). Le dije que la idea de la revista era cubrir el hecho y que había traído un reporter con el que pensaba grabar el veredicto del jurado. Si bien tenía un rotoso pero tecnológico grabador digital en la mochila dentro de un estuche para anteojos -que tuve mostrar para que el patovica me creyera- no era cierto que mi intención fuera grabar dicho veredicto: el acto iba a tener un carácter tan formal que de poco podía servir registrarlo. Finalmente usé el aparato, incluso levantándolo con el brazo para tomar mejor la acústica del lugar, aunque supongo que en realidad la pose me servía para disimular lo raro de que alguien como yo estuviese en un lugar como ese rodeado de tantos periodistas desaforados, especimenes que no recomiendo a nadie.
A la fiesta de la noche entré por razones igualmente fortuitas. Decidí esperar en la puerta a que cayera otra vez algo del cielo. Pensé varias alternativas, pero mi verdadera esperanza estaba puesta en la posibilidad de que Daniela -otra hada de la oficina de prensa- me hiciera pasar con ella. Pasaron varios minutos y yo empezaba a darme por vencido. Las multitudes agolpadas en la entrada del hotel provincial -salidas como una enorme manada de la entrega de premios- ya había entrado y sólo quedaban los rezagados. Me convencí de que Daniela también habría entrado, cuando su figura se recortó milagrosamente de entre los cholulos que querían ver famosos. Fui enteramente feliz. Corrí al encuentro de la dama, que radiante y generosa me dio su propia invitación y usó su credencial de staff. Antes de ingresar al inmenso hall del hotel, una bailarina de cabaret de los años 30 agasajaba a cada recién llegado con una moneda de chocolate envuelta en papel dorado. No exagero si digo que ese chocolate fue el símbolo de una noche colmada de placeres.
Adentro pasaron cosas muy especiales. Y, más tarde, la borrachera también pasó increíblemente desapercibida, al punto de no arruinar el inicio de una carrera profesional. Retomo la pregunta del comienzo, pero ahora especulando con una posible resolución: ¿porqué no hice papelones (al menos de los que no tienen arreglo) si siempre los hago cuando tomo de más? La diferencia es que esta vez me excedí pero de felicidad. (En casos más funestos de mi pasado, tomaba movido por la pena). Sin embargo, también tuve mis deslices la noche del festival: hubo varias mujeres a las que seguramente les resulté un poco pesado. Pero son males menores, olvidables; puedo quedarme con el recuerdo de todas las cosas buenas que pasaron. Vuelvo a evocar la figura de Pancho que estuvo ahí para dar la cara por mis exabruptos.
Creo que la felicidad, la alegría y la esperanza nos salvan de la desgracia porque nos regalan un aura que nos protege de todos los males posibles. En este caso el bien se encarnó en Pancho, en las mujeres de prensa, en el chocolate y, seguramente, en muchas otras cosas. Pero principalmente se encarnó en mí: yo estaba muy feliz -no recuerdo una felicidad tan grande. Y probablemente porque yo estaba inmensamente agradecido con la vida (así me sentía), fue que una especie de dios decidió obrar en favor de mis anhelos, evitó que al final estropeara todo. Pude formar parte de esa fauna de glamorosos y ser tan cholulo como ellos: hablé con directores de latitudes lejanas y con bellas promotoras que en otras circunstancias ni se habrían fijado en mí (los poderes de una credencial de prensa son verdaderamente maravillosos). Todo entre acrobáticos platos cargados de mariscos y tragos preparados en su justa medida: un cóctel explosivo al que fue imposible no suscribir.
Lo peor de la borrachera vería la luz con la resaca del día siguiente. Sin embargo, pude soportarlo sin atormentarme: mi mente estaba en armonía en un cuerpo débil y deshidratado. Creo que la vida me convidó con este elixir para que vuelva a probarlo sin cometer los mismos errores. Ahora sé que el lúpulo de tres latas de cerveza quilmes (todo gratis ¿pueden creerlo?) cierra la boca del estómago y atasca el alcohol, y sé que un solo vaso de gancia en esas condiciones –ese fue el caso- puede ser fulminante. La vida me deja una enseñanza que no pienso desaprovechar de ahora en más: la próxima vez empiezo directamente por el gancia: nada de cerveza.
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