Por Guillermo Noviski
Antes de comenzar la nota quisiera hacer una purificación estética, recortar ciertos vértices, instar al lector a que pase por alto algunas forzadas coincidencias que funcionan como soportes argumentales del film. En primer lugar la precipitación de los eventos del inicio de la película hacia lo que debía ser la trama central. Pido a los espectadores un esfuerzo de cooperación para omitir la inocente coincidencia de algunos sucesos: la apresurada puesta en escena del encuentro forzosamente casual entre el profesor de tenis Chris Wilton y el alumno rico Tom Hewett, que lo invita inmediatamente a una ópera en la que termina presentándole a su hermana -quien de inmediato cae bajo el encantamiento de Chris- y un padre y una madre que parecían haber estado esperando desde años a este tal desconocido, elegido por el guión de W. Allen para integrarse a la familia. Invito también a dejar a un lado ciertas torpezas que sólo arduamente escapan a la más cándida credibilidad y a los ojos más infantiles: la insostenible y persistente ceguera por parte de los personajes que no se percatan de aquella relación furtiva tan evidente como torpe; innumerables llamados telefónicos de Nola Rice (Scarlett Johansson) frente a toda la familia, injustificables retiradas de escena de Chris para responder en privado por celular, alevosas miradas cruzadas entre ambos infieles, todo esto sin contar numerosos arrumacos y frases al oído, ni encuentros intempestivos en los parques de la mansión Hewett, a la vista de todos pero sin ser vistos por nadie. Sucesos todos que milagrosamente no despiertan ni sospecha ni indignación ni curiosidad en nadie, armonizando así con la intención de que el film siga sus pasos y su trama.
Ahora bien, una vez abstraída la película de estas forzadas inadvertencias, quiero focalizar mi observación en un eje estructural del relato: la relación que existe entre los dos miembros de la alta sociedad inglesa -los hermanos Hewett- y sus respectivas parejas de origen humilde -Nola Rice y Chris Wilton-, que buscan éxito, amor, o comodidad social, y que presentan el singular rasgo de estar dotados de una cualidad que será el centro de esta disquisición: una cautivante belleza.
La esfera más visible de la película nos presenta una historia clásica. Un arquetipo o tópico del cine y de las historias amorosas: la unión de una pareja -en este caso dos-, cuyos términos pertenecen a posiciones sociales antagónicas. El encumbrado hijo de millonarios de rico abolengo familiar, por un lado, y el advenedizo o advenediza que despierta su amor para llegar a lo más alto de la sociedad, por otro. Una primera aproximación nos mostraría la clásica relación amorosa en la que el sujeto que detenta el poder somete a su pareja que, tomada como objeto y debido a su desfavorable situación económica, se ve presa de una red de seducción que no puede rechazar y que finalmente, sea por ambición o por necesidad, termina cediendo su libertad personal y su proyecto de vida a los intereses de su encumbrada pareja. Así, los deslumbrantes regalos, las propuestas avasallantes y las garantías materiales ofrecidas por parte del hombre o la mujer con poder terminan poniendo al sujeto seducido entre dos opciones polares asfixiantes: la garantía material de su existencia o la intemperie de un destino incierto.
Sin embargo, mi propuesta es subvertir el orden de esta relación para hacer hincapié en un aspecto que suele pasar desapercibido en los discursos analíticos y críticos y que tal vez no haya sido considerado en la dimensión que merece: la situación de la belleza como lugar de poder. Se podría decir que los discursos con relación al poder suelen desatender un pormenorizado análisis de la belleza como criterio determinante de inclusión y exclusión, de selección y discriminación. Y es el boceto de una idea con relación a este tema lo que pretendo desplegar, apoyándome como excusa en el material fílmico que nos presta esta obra de W. Allen.
Consideremos por un momento la presentación de estos personajes como un enfrentamiento entre dos tipos de poderes que, en pie de igualdad como tales, se manifiestan de modos diversos: en la forma de dinero y en la forma de belleza. Pensando así es posible observar que el sujeto de la belleza posee, en sí mismo, un elemento propio de tal valor que en el mecanismo simbólico y social de relaciones puede ser intercambiado por una diversidad de elementos en juego. A esa propiedad de poseer un elemento intercambiable en un orden social y simbólico por una diversidad de elementos, no cabe sino denominarla como una forma de poder.
Consideremos por un momento la presentación de estos personajes como un enfrentamiento entre dos tipos de poderes que, en pie de igualdad como tales, se manifiestan de modos diversos: en la forma de dinero y en la forma de belleza. Pensando así es posible observar que el sujeto de la belleza posee, en sí mismo, un elemento propio de tal valor que en el mecanismo simbólico y social de relaciones puede ser intercambiado por una diversidad de elementos en juego. A esa propiedad de poseer un elemento intercambiable en un orden social y simbólico por una diversidad de elementos, no cabe sino denominarla como una forma de poder.
Visto con estos preconceptos, observamos que en la película ambos términos de ambas relaciones tienen un elemento propio que son capaces de intercambiar por otros elementos: en un caso el dinero -los hermanos Hewett-, en otro la belleza –Chris Wilton y Nola Rice-. Tenemos así a dos personajes de la aristocracia inglesa, con valores y tradición que les son propios, frente a dos miembros ajenos a esa comunidad en una relación de pertenencias, de seducción y de poder. Pero hagamos una pausa para un interrogante: ¿qué elemento se ponen en juego en estos personajes para ser solicitados y deseados por los integrantes de la alta aristocracia?; ¿qué poseen?; ¿que tienen para dar?; ¿qué bien de cambio pueden ofrecer a cambio de los bienes que están dispuestos a recibir en aquella relación de enfrentamientos y de poder? Pues el elemento sugestivamente presente es la belleza, elemento que como un bien, como una virtud o valor susceptible de ser intercambiado por otros elementos -es decir, susceptibles de engendrar una posición de poder a partir de la cual se pueden obtener cosas- presenta una relación de paridad con el dinero, al tiempo que marcadas diferencias. Especulemos al respecto de esta paridad y sus diferencias.
Si hemos de elegir un verbo que corresponda al fenómeno del dinero en tanto poder diremos que su verbo es el tener. El poder que da el dinero no es un poder que es de por sí, como será el de la belleza, sino que se tiene. Su valor y honorabilidad radica en la posesión, posesión que es siempre potencial pero que milagrosamente, por una rara calamidad del desarrollo humano, se afinca como continuamente en acto. Y es que de ambas formas de poder, el dinero es la forma más convencional y psicológica. El poder que tiene el dinero sólo actúa sobre la base del acto de atribución de los demás sujetos, nunca sobre la base del poder en sí mismo del bien. El dinero, la moneda, la divisa en sí, requieren para funcionar como poder de un acto cognitivo de otro que perciba el poder que allí radica, que es siempre potencial, pero paradójicamente siempre está actuando. El tener del dinero es un tener abstracto, basado en documentos firmados, cuentas abstractas en un banco, acciones virtuales en una bolsa y títulos de propiedad: no hay en el dinero algo concreto y real que ejerza sus consecuencias. En cambio, en la belleza, el poder radica -y aquí nos vamos acercando a nuestro segundo elemento- en la influencia corpórea y material que ejerce sobre el sujeto. Porque si al dinero corresponde el verbo tener, ¿cuál diremos que corresponde a la belleza? Pues el verbo de la belleza es ser. La belleza es en sí, y su ejecución como forma de poder está en el sí mismo de su manifestación porque sólo manifestándose la belleza es. No hay distancia ni incongruencia, no hay espacio entre el ser guardado del poder de la belleza y su acción. Su acto es su potencia. Su manifestación no puede contenerse, y es concreta y visceral; se reacciona afectivamente ante ella. No es así en el caso del dinero, ya que quien lo percibe debe tener un acto cognitivo doble para captar su valor: primero tiene que conocer el mundo convencional del dinero -es decir, formar parte de una sociedad donde el dinero sea reconocido e interiorizar ese deseo de poseerlo y ese respeto casi reverencial hacia la divisa- y, en segundo lugar, requiere del acto de conocer que quien está enfrente de sí es poseedor de dinero, es propietario de un capital económico. Y ese conocimiento, en última instancia, es una cuestión de fe, casi superstición religiosa porque, paradójicamente, el dinero es la forma de poder en la que más distanciado está el sujeto de su poder. En la belleza hay fusión total: el sujeto es belleza y es poder a un tiempo, sin dilaciones, no hay distancia ni disociación. En el dinero, en cambio, hay apertura, separación; el sujeto siempre está escindido de su poder, requiere la divisa, el título, los documentos firmados, las acciones en la bolsa, y el reconocimiento social de los otros.
Bajo esta luz, observamos que en Match Point Tom y Chloe Hewett están eclipsados en una relación que se superpone a la dimensión de su poder monetario. Vemos a ambos ceder y ofrecer la materialidad económica que constituye su poder; en este acto de oferta percibimos la manifestación de ese otro poder que tienen sus parejas, que aparentemente no poseen nada pero que logran, a través de su belleza, elevarse de un modo radical y vertiginoso hasta ese inalcanzable nivel aristocrático. A tal punto llega esta elevación que la señora Hewett llega a ceder incondicionalmente a todas las faltas, incluso las sexuales, que su marido comete, mientras vemos que el señor Hewett es capaz de huir del hechizo de la despampanante belleza de Nola sólo a costa de ser asido por la trama de otro poder supremo: la voluntad de su madre que le exige abandonar dicha relación.
Sin entrar en profundidades, podemos notar que este análisis nos permite introducirnos de costado en otra dimensión que da para páginas de extensión porque también reclama atención y tratamiento: el papel activo que puede desempeñar el objeto. Desde un pensamiento tradicional, se relaciona el lugar del sujeto con un lugar activo, de voluntad y ejercicio del poder, reservando al lugar del objeto la pasividad y la recepción de esa voluntad del sujeto. La propuesta de observar la belleza bajo esta mirada nos acerca a la concepción del lugar del objeto como un lugar susceptible de actividad, de voluntad, y de ejercicio del poder y del dominio. Como si después de haber corrido el velo del sublime objeto que subyugaba al sujeto, éste descubriera allí, oculto tras la apariencia de una no apariencia, a un sujeto que lo objetiva.
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