Por Esteban Rodríguez.
Suele decirse que Uruguay es la versión no fanfarrona, canchera y pedante de la Buenos Aires Argentina. Salvo Punta del Este, claro, que es una ciudad construida por argentinos pitucos, Uruguay, se dice también, es un país viejo, un país-pueblo, pero no por eso menos decadente que la Argentina. La misma fachada puede encontrarse en Argentina, salvo que se la acote a Puerto Maderos, Belgrano o la Recoleta. Por eso podemos afirmar que Whisky es una película que piensa Argentina cuando piensa a Uruguay, que piensa la decadencia de Latinoamérica a través de la decadencia de sus protagonistas.
La decadencia es el principio de la ruina, aquello que comienza a degradarse. Algo comienza a resquebrajarse, a oxidarse, a apolillarse y se adivina en el olor a naftalina, pero también en las bombitas de 25 watts o en las cortinas rotas, desengrasadas, que no paran de chirriar.
Decadente son los personajes y también los escenarios escogidos para desarrollar la trama. Un auto que nunca arranca, un taller desvencijado, un bar lúgubre que retitila con un tubo fluorescente de vez en cuando, una tribuna de tablones, un hotel, un restaurante y una playa desolados. Decadente son los juegos que practican, como el tejo o las canciones que escogen para el karaoke.
Una decadencia que se vive en silencio, porque el silencio ha dejado de ser la condición para trabajar correctamente para transformarse en otro síntoma del desencanto.
Los planos fijos y las cámaras estáticas que recrean las mejores pinturas de Edward Hopper subrayan la soledad y la dejadez de aquellos personajes. El laconismo se adivina en la utilería, en el vestuario, el maquillaje y la escenografía crepuscular.
Eso sí: no hay una frase autoconsciente de la decadencia que viven. Es una decadencia pensada a través de las imágenes, sin rodeos, sin demasiadas palabras. Basta un paneo sobre los objetos apiñados a lo largo de la vida en una habitación para contar la vida de los protagonistas. Porque la decadencia se adivina en la rutina, en el aburrimiento, en el desasosiego de los personajes. Personajes que ya no se ríen, que hace rato olvidaron lo que significaba la risa. Las únicas palabras que pronuncian funcionan como una suerte de contraseñas, son citas sociales que quedaron de una época anterior, meros actos reflejos para no volver violento lo que ya no tiene demasiado sentido.
Los planos fijos y las cámaras estáticas que recrean las mejores pinturas de Edward Hopper subrayan la soledad y la dejadez de aquellos personajes. El laconismo se adivina en la utilería, en el vestuario, el maquillaje y la escenografía crepuscular.
Eso sí: no hay una frase autoconsciente de la decadencia que viven. Es una decadencia pensada a través de las imágenes, sin rodeos, sin demasiadas palabras. Basta un paneo sobre los objetos apiñados a lo largo de la vida en una habitación para contar la vida de los protagonistas. Porque la decadencia se adivina en la rutina, en el aburrimiento, en el desasosiego de los personajes. Personajes que ya no se ríen, que hace rato olvidaron lo que significaba la risa. Las únicas palabras que pronuncian funcionan como una suerte de contraseñas, son citas sociales que quedaron de una época anterior, meros actos reflejos para no volver violento lo que ya no tiene demasiado sentido.
Los directores no tienen que despacharse con extensos monólogos al mejor estilo Federico Luppi o Cecilia Roth para contar lo que les pasa a los personajes que interpretan. Por eso es una película que recomendamos para los amantes del cine francés, para aquellos que no pueden plantear un tema sin bajar línea, sin tanta alharaca. Parafraseando a Witoldo Gombrowicz digamos que no nos gustan las películas demasiado inteligentes. Por eso me gustó Whisky. Parece una perogrullada decirlo, pero el cine es la posibilidad de pensar y contar una historia con imágenes. Lamentablemente, después de tanto cine francés, de tanto Aristarain, tanto Agresti, tanto Campanella también, vale la pena recordar lo que decía Confucio: "Una imagen vale más que mil palabras". Y eso que Confucio no conoció el cinematógrafo. De lo que sí estamos seguros es que ni Aristarain, ni Agresti, ni Campanella conocieron esa cita, de lo contrario no nos habrían aburrido con discursos kilométricos puestos en boca de personajes tan inteligentes como a ellos les gustaría ser recordados, personajes inteligentísimos que no paran de despacharse con la frase oportuna en el momento indicado; y las películas no durarían lo que suelen durar ahora. No hacen cine sino periodismo sofisticado o, como decía Hitchcock, "fotografías con palabras". Cine didascálico, que dice con palabras lo que ya estaba dicho con imágenes. Una necesidad de literalidad que le quita fuerza, dramatismo y, lo que es peor, le quita la magia que promete y define el cine. Lo vuelve pedante, aburrido, psicoanalítico.
Pero este no es un ensayo sobre el cine francés, así que lo dejamos acá. Estábamos hablando de Whisky, la película de los uruguayos Pablo Stoll y Juan Pablo Rebella, los mismos que hicieron 25 Watts. Cuatro son los personajes de esta historia. Tres están vivos y el otro muerto. En realidad se trata de un fantasma, un fantasma que acecha aunque ni si quiera llegue a transformar en una pesadilla la vida de los vivos. Un fantasma que se ha amoldado a la rutina, que se vive con toda la naturalidad del mundo sin que los vivos puedan percibir al espectro como a un espectro. El fantasma es la madre. Hace un año que murió y todavía sigue estorbando con su mobiliario. La presencia espectral de la madre se adivina en la silla de ruedas y en el tubo de oxígeno, pero también en los objetos kitsch que decoran el ambiente de la casa. Porque la película es una película que se puede oler. Se respira olor a viejo. Porque la madre se hace presente antes que a través de los recuerdos de sus hijos, a través de los objetos que se conservan.
Después están los hermanos judíos, dos cincuentones: Herman (J. Bolani) que reside en el sur de Brasil, donde formó una familia modelo -o eso nos hace creer- y Jacobo (Andrés Pazos) que vive ascéticamente, encerrado en su oficina de Montevideo. Son fabricantes de medias, la segunda generación de pequeños empresarios venidos a menos. Herman con más perspectiva que Jacobo; Jacobo, peleándola todos los días, subsistiendo sin demasiado horizonte. A lo mejor porque la diferencia entre Jacobo y Herman es la diferencia que hay entre Uruguay y Brasil, entre el que se quedó y el que se fue, entre el que se resigna a aceptar con aburrimiento lo que le tocó y el que conserva algún tipo de iniciativa, entre las medias clásicas y las medias coloridas; sin embargo todavía tienen algo en común: la miseria. Una miserabilidad que se averigua en la culpa que los asedia. En Herman, porque la familia es una deuda pendiente que hay que recompensar con unos cuantos billetes. Y esos billetes, para Jacobo, una noche insomne, un presentimiento, algo que no puede ser. Si Herman siente culpa por Jacobo, Jacobo sentirá culpa por Marta. Por eso el dinero apostado pasará de mano en mano.
Jacobo y Herman se reencuentran a un año de la muerte de la madre para asistir a la ceremonia funeraria. Hace mucho que no se ven. Mantienen una relación que sobrellevan a fuerza de culpa, mentiras, entredichos y porque, en última instancia, forman parte de la misma sangre y porque, al fin y al cabo, qué es la familia sino un conjunto de malentendidos, conversaciones pendientes y poco arriesgadas, discusiones interminables, nunca resueltas. Como dice el refrán, "la familia no se elige". Pero tampoco los amigos, al menos en el caso de Jacobo. Marta (Mirella Pascual) es el cuarto personaje, la encargada y supervisor de la fábrica de Jacobo. Más que una capataz, una persona que merece confianza, una confianza forjada a base de puntualidad, frases hechas, obsecuencia, y una absurda dedicación. Jacobo no tiene amigos pero le tiene la suficiente confianza a Marta, por eso le pide que se transforme en su esposa mientras dure la estadía del hermano en Montevideo. Marta es una mentira más de Jacobo, la manera de evitar el reproche de Herman. Porque Jacobo es un solterón que vive solo como un perro. ¡Bah!... solo no, en realidad junto al fantasma de su madre.
Jacobo, Herman y Marta se embarcan en una historia que dura un fin de semana largo. Una historia que buscará en el humor sin llegar al chiste. A lo mejor porque, como decía Nietzsche, cuando empieza la tragedia empieza la parodia. De ahí en más, reiremos para no llorar. Pero nunca lo haremos a boca de jarro, porque al fin de cuentas se trata de nosotros. Esos que están allí, en la pantalla grande, se parecen demasiado a nosotros. "Lo curioso -se confiesa Stoll- fue que esos personajes, a priori tan distantes, se empezaron a parecer a nosotros mucho más de lo que nosotros habíamos pensado. Como una suerte de caricatura nuestra, o una proyección. De todos modos, fue una duda que tuvimos todo el tiempo presente. (...) Nos persiguió durante mucho tiempo el hecho de preguntarnos qué estábamos haciendo con esa gente." De allí también que la cartelería utilizada para publicitar la película haya recurrido a la caricatura de los actores: contornos que exageran la carga que deberán soportar.
Gente que vive para la foto, que ríe para la foto, para la mirada de los demás. La vida es un portarretratos, un álbum de fotos familiar, una colección de imágenes forzadas creadas para disimular la frustración o la amargura o para imaginar, tal vez, como nos hubiese gustado ser.
Whisky es una mirada desencantada de la realidad que nos toca, sin concesiones; una mirada pesimista que parece decir: Latinoamérica es lo que pudo haber sido y no fue, y ahora -quizá- es demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido.
Whisky es una mirada desencantada de la realidad que nos toca, sin concesiones; una mirada pesimista que parece decir: Latinoamérica es lo que pudo haber sido y no fue, y ahora -quizá- es demasiado tarde para recuperar el tiempo perdido.
* Lectura en Esto no es Hollywood. Ciudad topo, 21/3/05
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