La Dama de la noche

Por Jerónimo Pinedo
Otra vez estoy pensando en esa película. Otra vez aparece esa imagen como una revelación. ¿Por qué ha quedado mi conciencia fijada a ella? No se trata de una adherencia por identidad. Es un descubrimiento, la afloración de algo que estaba allí moviéndose por debajo. Un golpe lumínico que despliega un nuevo sentido para la amada poética de Néstor Perlonguer y el canto del andrógino Ney Mattogrosso y su amada jungla de neón. No voy a cometer el imperdonable crimen de contarles la historia, ni de sujetarla a un temerario aparato crítico. Aunque se presenten conocidas dificultades para comunicarlas, les quiero narrar las revelaciones, los sorpresivos rayos de tormenta en un día soleado. Sí, es cierto, porque es mucho más difícil penetrar luminoso y relampagueante a plena luz de día que en la profundidad de la noche.

Comencemos por el título. Toda una premonición que el espectador tendrá el placer de comprobar al final. En juego de polos electrizantes, que se llaman y se repelen, primero ese tono francés entre aristocrático y cabaretero, Madam, y luego esa evocación terrible y poderosa con el tono agudo de fiesta negra a la orilla del mar, Satá. Es la historia de la creación violenta de un nombre, a mitad de camino entre el descubrimiento, liberación de una fuerza salvaje, y la pura invención, juego libre del artificio. Es la composición de un cuerpo (sin órganos) en total interferencia con fuerzas irrefrenables. Fruto sincrético del instinto y la pasión.

Sí, ya me lo imagino, no entenderás nada, la lectura se vuelve un tanto confusa. ¿Qué quiero decir? Bueno, está bien, primero te aconsejo (te ruego) que mires la película. Que a esta altura sabes que se llama Madam Satá. Y luego te pido que percibas mis revelaciones que también podrán ser las tuyas. Un consejo más (prometo que es el último), no te preocupes por la psicología de los personajes. No les busques una identidad, porque no la tienen. Ya se que dije que no me proponía dar un marco de interpretación, pero te lo digo para que la disfrutes, no se trata de una trastada del inconsciente sino de la combinación estética de las fuerzas animales y los poderosos símbolos de la cultura.

Una película religiosa, pero de una religión puramente humana, esa fe ciega en la auto-creación que brota del corazón indomable del carnaval. Donde se puede ser simultánea y sucesivamente, un tempestivo malandrino y fanático admirador de la exuberante Carmen Miranda. Una película donde el cine no es sólo forma y marco sino, uno de los textos que nutre esa prodigiosa invención de la cultura popular que es el carnaval. Donde su personaje, que es más una multiplicidad de fuerzas combinatorias que un carácter, emplea el mismo fervor para acribillar de lentejuelas su vestido, pintar de celeste sus párpados, decorar con brillantina sus pómulos, contornear su figura en una danza sensual y sudorosa, darle una paliza a un parroquiano descomedido o cocer a balazos a algún desubicado.

Madam Satá es esa maternidad protectora y voluptuosa que pertenece más a las comadres que a las propias madres, presta a utilizar conjuros satánicos para proteger a los suyos frente a las amenazas de la vida. Pero es también la evocación de los diablos danzantes, llamados a compartir el goce de la vida. Esa gran matrona negra, chispa fulgurante que viaja desde el corazón de fuego hundiéndose en los bordes de la noche. Madam es la madama, jefa meretriz, preocupada en que cada uno tenga su placer merecido, porque como dicen los artistas, el público pagó su entrada. Satá es el impulso fluido que atemoriza a los acólitos cristianos, pues no tiene identidad, pudiendo asumir cualquier figura cuando le plazca.

La dama de noche es ese cuadrado brillante frente al cual, una o dos veces por semana, nos entregamos con ingenuidad y pasión buscando alguna figura amada, como nuestros antepasados lo hacían -y lo hacen- en torno al fuego. Madam Satá quizá sea una de sus figuras más exquisitas y salvajes.

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